La sorpresiva muerte de Horacio Trebujena fue un fatídico
accidente. Todos creyeron eso. A esa misma conclusión llegó el informe de la
brigada policial encargada de llevar a cabo la investigación del trágico suceso.
La autopsia no arrojó ningún dato revelador más allá de los que ya eran
fácilmente reconocibles a simple vista. Fue un golpe seco, duro e inesperado el
que acabó con su vida, un repentino aplastamiento en mitad de la noche, un
extraño accidente doméstico. Todo, una sucia mentira; créanme, sé de lo que
hablo... ¿Pero quién podría haberlo imaginado o previsto, Horacio? ¿Habrías
hecho caso y te habrías resguardado de mi influencia si alguien te hubiese
alertado? Seguramente no; no, tú no eras de los que se asustan y se dejan guiar
por fobias irracionales. Sin embargo, pese a su boyante trayectoria y su
próspera vida, Horacio no responde a mis preguntas porque está muerto y su
deceso no fue un accidente, eso puedo garantizarlo. Todos así lo creyeron y me
consta que lo siguen pensando, pero no fue eso lo que ocurrió. Cómo puedo
saberlo, se preguntarán ustedes. Muy sencillo, la verdad. Lo sé porque yo le
maté, fui yo el que cavó el hoyo que se lo tragó (metafóricamente, entiéndanme;
no he usado una pala en toda mi vida). Fui yo y sólo yo, sin ayuda y a mucha
honra. Qué orgullo. Y les diré más, nadie llegará nunca a saber mi crimen ni
seré juzgado por mi vil acto. Estoy libre de cualquier represalia por parte de
la sociedad. Vamos, vayan, ¡vayan! Corran a la policía, delátenme, ya que nada
pueden hacerme. Me carcajeo de ellos y también del pobre Horacio. No escapaste
de mí, maldito. Abrí tus ojos para que nunca más pudiesen volver a cerrarse. Vi
como te retiraban dentro de una bolsa y me supe vencedor. Salvé a Mara de tus
garras, aunque ella quizá nunca llegue a saberlo. Lo hice por ti, cariño; no,
por favor, no me des las gracias. No las merezco.
Pero discúlpenme, ustedes. Lo siento mucho. Qué
desconsiderado por mi parte. He empezado a hablar y no he tenido ni la decencia
ni el decoro de presentarme. Me he dejado llevar. Últimamente, me sucede muy a
menudo. Es como si estuviese perdiendo la perspectiva, como si la coherencia me
comenzase a abandonar, ¡a mí! Que he sido santo y seña del articulismo andaluz,
la razón pura y los argumentos más certeros de toda la prensa escrita. No logro
comprenderlo, pero no por ello dejo de sufrir los estragos de este desorden
mental, de este perpetuo despiste, que me invade desde tiempo atrás… Me llamo
Jaime Águila y seguramente me conocerán o conocieron, no espero otra cosa…
Antes de proseguir, siento esta nueva interrupción, me gustaría darles las
gracias por escucharme, son muy amables. No resulta sencillo encontrar oídos
cómplices que quieran saber mi historia y yo, en cambio, y por algún motivo que
desconozco, necesito relatársela a todo el mundo, parece que no supiese hablar
de ningún otro asunto, algo particularmente extraño y preocupante en un tipo
tan instruido como yo (aunque no me agrada mostrarme arrogante ni soberbio, no
es ese mi estilo).
Les decía, una vez hecha la pertinente aclaración
anterior, que me llamo Jaime Águila y durante cinco dorados años fui el paladín
de las páginas de la sección de opinión, un verdadero rey del periodismo de
prestigio. Ese era yo, una rauda estrella en auge, una de esas firmas que
entran por la puerta grande, alguien muy pero que muy importante. Porque,
también he de añadirlo, por aquel entonces yo era joven, tremendamente joven.
En mí confluían al mismo tiempo, así era yo de especial, los dos momentos
profesionales que todos anhelamos alcanzar en nuestra profesión: una incursión
meteórica bajo el amparo del descaro juvenil y la respetabilidad y el poder que
otorgan el trabajo bien hecho y un lugar consolidado en el escalafón del
gremio. Yo era todo eso y mucho más, pero ya les indicaba antes que no soy
alguien tendente al narcisismo ni me precio de halagarme.
¿Cómo llegué a mi trono? ¿Observan, ustedes? Mi relato se
vuelve atropellado a cada segundo. En condiciones normales, es decir, en plenas
facultades mentales, no habría obviado este punto tan trascendental de mi
historia. ¿Qué será de mí? Esta atribulada mente mía a veces me preocupa… Gané
un concurso literario, esa fue mi incursión en el mundillo de las letras
impresas. Sí, verán, escribí un cuento breve, al fin y al cabo todos lo son,
que titulé ‘El lado malo’ y lo envié a tres concursos de distinto ámbito
geográfico: comarcal, provincial y, sin mucha fe pero convencido de probar
fortuna, autonómico. No sé si sabrán que no se puede (en realidad, no se debe)
presentar una obra a más de un certamen simultáneamente, eso vulnera el pliego
de normas y reglas a respetar. Por lo que recurrí a la clásica táctica de
cambiar el principio y el final de la historia y alterar el título. De este
modo, generé tres versiones a partir del mismo relato. Y, tal vez les cueste
creerlo, me otorgaron el primer premio y su correspondiente importe en metálico
en el concurso a nivel andaluz. Tuve que dar un discurso y todo en una modesta
gala que se orquestó para realizar la entrega del prestigioso galardón. Si les
aguijonea la curiosidad, les confesaré que en los otros dos certámenes no
obtuve ni una triste mención. Mis dos versiones de ese mismo cuento pasaron sin
pena ni gloria. Menudos idiotas, ignorantes miembros del jurado. Pero a mí qué
más me daba, había sido declarado vencedor en el más ilustre de los tres
eventos y se había valorado la calidad literaria de mi obra. De las tres
versiones, la premiada fue la que titulé ‘La vida del esquimal’, no le busquen
lógica ni sentido al título, algo tenía que poner y se me echaba el tiempo
encima; miserias de la vida de alguien que se dedica a esto de rellenar folios
en blanco.
En fin, dos semanas después me llamó el editor de un gran
diario y me ofreció una columna bisemanal en la que tendría total libertad para
escribir sobre lo que me apeteciese. Obviamente, acepté encantado. Era un buen
sueldo y, sobre todo, suponía una magnífica oportunidad. Y, de este modo,
ustedes pudieron empezar a leerme todos los sábados y domingos con el café de la
mañana. Sí, yo soy aquel Jaime Águila que les hablaba desde la parte superior
externa de la página quince todos los fines de semana. Una ubicación legible y
envidiable, lo comprenderán seguro. Y el éxito, si no me había acogido ya en su
seno, terminó por abrazarme por completo. Durante los cinco años siguientes fui
el azote de la sociedad y despotriqué contra todo y contra todos. La gente
tenía miedo de enemistarse conmigo. Mi estilo y mi retórica se volvieron las
más imitadas, por supuesto, con escaso éxito, original solo había uno y ese era
yo. Si aparecías mencionado o mentado en ‘El poeta desperado’, así llamé a mi
tribuna de opinión (al lado del titulillo, se encontraba siempre mi foto: la
barbilla cincelada, la mirada evocadora, toda una estudiada pose enmarcada
sobre una camisa azul de sport y bajo los ondulados rizos de un pelo sano y
lustroso), sabías que tu vida iba a dar un vuelco. Yo tenía el poder de
auparte, pero sobre todo de hundirte. Mis juicios eran leídos y admirados.
Destrocé la existencia de unos cuantos… Ven como soy modesto, podría haber
dicho “de unos cientos” y no hubiese faltado a la verdad. Así era yo, se lo
garantizo. De hecho, y a modo de anécdota, recuerdo aquella columna, esa
pequeña semblanza, que le dediqué a un inepto policía municipal que osó
multarme por exceso de velocidad. Lo puse de vuelta y media. El artículo salió
publicado a primera hora de un domingo y el lunes ya me habían condonado la
infracción. Hasta me llegó una carta de disculpa procedente de un alto cargo de
la policía. Créanme, no exagero. Ese ser omnipotente era yo. Esta era mi
ciudad, de sobra lo saben.
Fue entonces cuando conocí a Mara Ruiz...
(Continuará)