Me hallaba hipnotizado, totalmente
absorto. No llegaba a comprender aquella imagen tan confusa que se erigía frente a mí. Ya la había mirado
y remirado, había escaneado con mis ojos cada uno de los detalles que la
componían, hasta los más insignificantes, sin lograr, en cambio, despejar la
duda que me consumía. Me dispuse a radiografiar aquella pintura otra vez, con
calma y detenimiento: en ella aparecía un hombre, era un caballero bien
ataviado, elegante y distinguido, que contemplaba el mar desde una lujosa
terraza. En el horizonte una gran luna despuntaba detrás de varios veleros que parecían
acercarse a la costa desde el profundo mar. Todo el cuadro en su conjunto parecía
normal, incluso corriente, hasta que volví a fijarme en el caballero retratado;
era un hombre sin rostro. No tenía cara, ¿por qué? ¿Qué quería decir aquello? No
lo sabía, no lo entendía. Una gran mancha homogénea y pardusca ocupaba el lugar
en el que debían estar pintados los rasgos de su cara. “¿Puedo ayudarle en
algo, señor?”, un empleado de la galería de arte se me había aproximado, se
encontraba contrariado y también preocupado de verme tanto rato parado delante de la misma imagen. Ya me disponía a girarme para preguntarle acerca del sentido y
significado de aquella extraña pintura cuando observé, y al hacerlo un profundo
sentimiento de pánico me agarró el corazón, que él tampoco tenía rostro, sólo
una gran mancha homogénea y pardusca encima de los hombros.