En la primera y segunda parte: Jaime Águila, otrora
prestigioso y poderoso articulista, desgrana sin tapujos su trayectoria vital y
se retrotrae a lo que él mismo llama 'sus años dorados', justo antes de conocer
a la joven pintora Mara Ruiz y enamorarse locamente de ella. Todo se complica
aún más cuando entra en liza un tercero, Horacio Trebujena, enigmático
periodista del que Jaime declara ser su asesino a pesar de lo inverosímil que
resulta tal afirmación, ya que, a su vez, el propio Águila afirma haber
fallecido en un súbito accidente de tráfico.
"Y eso es todo lo que recuerdo de mi desconcertante muerte…"
(Continúa)
Pero… ¿De qué se extrañan? Claro que estoy muerto. ¿Por
qué no lo he dicho antes? Vamos, no me salgan con esas ahora. Ya les dije antes
quién era y les hable de mí. Ustedes leyeron mis artículos en prensa durante
cinco años, sabían de mi lugar preferente en la sociedad andaluza. De modo que
tuvieron que leer o escuchar algo sobre mi trágico final, mi inesperado paso al
otro mundo. Se escribió mucho sobre el tema en prensa de toda índole. ¿A qué
viene ahora esta reacción de extrañeza al oír mi relato? Fue un drama mediático
mi fallecimiento, aunque no muchos asistieron a los oficios. Se conoce que los
que me envidiaron y odiaron eran más numerosos de lo que supuse en vida. Se me
lloró poco y escasamente, y caí en el olvido.
Eso pensaron, porque, pese a haber muerto, no me fui del
todo. Una parte de mí, ésta que les habla, se quedó por estos lares. Sí, en
efecto, se podría decir que soy un ente no corpóreo, un espíritu o, si lo
prefieren (yo, desde luego, así lo prefiero, algo de mis inquietudes románticas
sigue inexplicablemente vivo dentro de mí), un fantasma. ¿De acuerdo? Soy un
fantasma, no se alarmen, no es algo tan difícil de asumir, ya lo verán. Y, por
favor, no se compadezcan de mí, ni sientan lástima. Por favor, en serio, eso lo
detesto. Es algo que me enferma, aunque no sé si es posible enfermar en mi
estado, creo que no. Además, no es para tanto, dentro del fatalismo propio de
mi situación. Lo que llevo peor es que siempre tengo frío, nada consigue insuflarme
calor. Es una sensación francamente desagradable. Así, vaticino, deben de
pasarse la vida los esquimales. A veces, me río de mí mismo ante la ironía de
que haya terminado llevando la vida del esquimal, como titulé aquel relato que
me dio notoriedad. En otras ocasiones… Maldita la gracia que me produce. Pero
verán, en el lado positivo está que ya no sufro de cualquier otro tipo de
malestar físico. Es decir, nunca tengo hambre, tampoco sueño, ni siento dolor.
Y, por si todo esto fuera poco, ahora veo mucho más, casi me atrevería a decir
que lo veo todo y sin lentillas, que siempre precisé de ellas mientras estuve
vivo; y también viajo mucho y leo. Luego, quizá, les cuente algo más al
respecto.
Sin embargo, ahora he de retomar mi relato en la medida
en que logre hacerlo mínimamente coherente. Sean pacientes… Al principio,
quiero decir después de morir, no fue fácil para mí. La verdad es que no sé
cuántos años han pasado desde mi deceso. De la misma forma en la que mi mente
se atora y mi discurso se embrolla, tengo la noción del paso del tiempo prácticamente
perdida, pero sí intuyo que transcurrió una buena temporada hasta que me hice
con mi nueva situación y empecé a comprender lo que me había sucedido (hasta
que asimilé que me había vuelto un fantasma).
Presumo que hubo de haber transcurrido un considerable
lapso de tiempo y, para realizar tal afirmación, me baso en lo que encontré a
‘mi vuelta’. Verán, ustedes, lo primero que decidí, una vez que había asumido
mi realidad espectral, fue que mataría a Horacio Trebujena. Si él me había
expulsado del mundo, yo lo arrastraría conmigo. Ya no me contentaría con
incendiar su reputación a través de un artículo en prensa, aquello eran
naderías propias de mi existencia anterior; y, además, en mi nuevo estado no me
resultaba posible escribir, ya fuese a mano o mediante teclado. Con todo mi
empeño lo probé durante una temporada sin éxito… No, no, iba a matarle, deseaba
matarle. Lo tenía clarísimo. Vagué por ciudades que no había visitado en vida y
conocí gente con la que jamás me hubiese relacionado (yo era Jaime Águila, ¿recuerdan?
Un ilustre y venerable miembro de la prensa de prestigio), pero, analizada mi
situación, no tuve elección y confraternicé con seres pertenecientes a la más
infame de las calañas. Sobra referir que ellos también eran espíritus o fantasmas,
al igual que yo. ¿No habrán creído ustedes que yo soy el único? Nada de eso,
somos tantos que si pudiesen vernos deambular de un sitio a otro sobre sus
cabezas, el cielo azul quedaría cubierto para siempre. No exagero.
Con ayuda de algunas de estas almas en pena, que tenían
más experiencia y se sabían desenvolver mejor que yo en este plano de acción,
supe de una dirección a la que, una noche sin luna, me dirigí con cautela. El
hueco del ascensor me condujo hasta la cuarta planta de un imponente bloque de
piedra. La fornida puerta de roble no frenó mi avance y, casi de forma
inmediata, me encontré dentro del ático que Mara y Horacio compartían en el
barrio más ilustre de la ciudad. Una foto de los dos presidía el aparador de la
entrada. Era una foto de boda, los dos abrazados, las manos enlazadas ante la
cámara, brillantes los anillos. Una repentina ira me cegó. No inspeccioné el
resto de la casa, mi curiosidad inicial había desaparecido bajo una densa capa
de rabia visceral, sino que me adentré en una habitación contigua a la entrada
de la que emanaba una macilenta luz amarilla, filtrada por la silueta de la
puerta entornada. Oí a Mara, seguía siendo su dulce voz de antaño, no había
cambiado lo más mínimo, llamarle desde el interior de la casa. Ni me inmuté. En
lugar de ello, crucé el umbral de la cercana estancia y fui a dar en un
despacho atestado de papeles y libros de tapa dura guardados en cajas de cartón.
La luz que desprendía una inmensa y trasnochada lámpara de araña me permitió
divisar todo el caos reinante. No había espacio para la oscuridad en ese
cuarto. Y, en medio de aquel desordenado mar de celulosa, sobre una cómoda y
acojinada butaca, Horacio Trebujena (algo más mayor e hinchado, pero con la
misma rubia y lustrosa melena) se hallaba sentado, escribiendo con un
afiladísimo lápiz de color negro. Obviamente, no percibió mi presencia, era
imposible que me detectase. Y, sinceramente su abstracción era tal que me
sentía capaz de ver como su mente volaba muy lejos de aquel improvisado lugar
de trabajo. Pienso ahora que aquella noche quizás él estuviese más lejos de
Mara y del resto del mundo que yo. Sigiloso, uno sigue siendo meticuloso pese a
todo, me aposté sobre su hombro izquierdo y eché una ojeada al texto que esmeradamente
componía.
Tras echar un vistazo a varias páginas que fue pasando
frente a mí, no me costó averiguar que era una novela lo que se traía entre
manos. Una parte de mi ego se sintió herida ante la posibilidad de que
Trebujena no sólo me hubiese robado al amor de mi vida (hecho obvio a estas
alturas), sino que, además, tal vez se alzase con un éxito editorial que a mí
me fue negado a causa de mi prematura muerte, talento desperdiciado. Fue
únicamente un segundo de agonía, ya que enseguida colegí la escasa calidad de
su escritura. Aquel pastiche estaba destinado al fracaso. Es más, se me antojó
lógico que esa sesión de trabajo enfervorecido por parte del simple de Horacio
se debiese a que lo inevitable había llegado a su insulso día a día: le habían despedido
del periódico. Ahora vivían de lo que Mara ganaba, probablemente vendiendo
ocasionalmente alguna que otra pintura. No le quedaba otra que sacar un libro
que le confiriese unas cuantas ganancias para subsistir. ¡Qué feliz fui en ese momento!
Proyecté mi risa hacia el techo del despacho y bajo la lámpara me desgañite en
un ataque de júbilo. Nada notó Horacio. Aun así, me frené convulsamente. La
inexistente sangre de mis venas se había helado por completo. Pegado al techo,
como si de una foto enmarcada y colgada en la pared se tratara, había un cartel
de un metro de alto, por medio de ancho, en el que se veía la cubierta de un
libro (‘El hombre con rostro’ leí espantado) y debajo del mismo, en letras
doradas, se afirmaba “la novela del año, el libro del que todos hablan. ¡Nos
esperes a leer la magistral novela del escritor del momento, Horacio
Trebujena!”.
Si dijese que esta revelación no me dolió… En fin,
ustedes sabrían (algo ya me van conociendo) que estaría mintiendo
descaradamente. Pues bien, este descubrimiento me afectó mucho. Me sentí
enloquecer y me lancé al cuello de Horacio, tratando de estrangularle con mis
manos incorpóreas. Salté una y otra vez sobre él sin que Trebujena se percatase
de ello. Con saña le estrangulé sin llegar a rozarlo siquiera. No pude tocarle
ni un estúpido pelo de su horrible cabeza. Rendido y frustrado, me dejé flotar
hasta el techo y escupí un esputo invisible sobre su ‘magnífico’ libro. Al
mirar de nuevo hacia abajo, mis ojos se cruzaron con los de Horacio, que no me
vieron. El muy canalla había ubicado el cartel ahí para regocijar su ego en cada
pausa de trabajo que se tomase. Cómo podía ser tan vanidoso. ¡Ser despreciable!
No soporté verlo más y me marché rumbo al lugar del ático del que me había
parecido que procedía la solícita voz de Mara. Atravesé la luminosa y vetusta
lámpara de araña que iluminaba el habitáculo y, contra todo pronóstico, no
abandoné el despacho; algo mágico acababa de suceder. No lo creerán posible,
pero la vieja araña del techo se movió a mi paso. No fue nada más que un ligerísimo
balanceo, el leve tintineo de un objeto acariciado por un inapreciable viento
espectral. La nada más absoluta y que, no obstante, para mí lo representó todo.
Me olvidé, por tanto, de Mara y me centré en lo maravilloso de mi hallazgo.
Entonces, al fin, supe qué hacer.
Indiqué antes que mi noción del paso del tiempo se halla prácticamente
desaparecida. Por tanto, se me hace en exceso complicado especificarles cuántas
noches tardé en preparar mi obra maestra. No obstante, sí que puedo explicarles
cómo lo hice, cómo compuse la muerte de Horacio Trebujena. Él trabajaba cada
noche en su despacho, hasta altas horas de la madrugada. Durante esas
silenciosas y largas horas de oscuridad cegada por la potente iluminación de la
estancia, mientras Horacio se afanaba en la escritura manual de su nuevo libro,
yo danzaba espasmódicamente alrededor, y también a través, de la hermosa y
antediluviana lámpara de araña. Y ésta se mecía, oscilaba milímetro a
milímetro, siguiendo el ritmo de mis brazos arqueados y piernas, pateadoras de
un objeto que no podía asir pero que sí era capaz de desgastar. Con cada nueva pasada que emprendía, aumentaba el ángulo de inclinación de aquel
metálico artrópodo. Mi avance resultaba inapreciable para el ojo inexperto, mas
la venganza se acercaba de forma inexorable. Eso lo sabía bien. Trebujena
dormía por las mañanas y dedicaba sus tardes a realizar ciertos recados,
visitar amistades y solventar compromisos profesionales… O, a lo mejor, no
hacía nada de eso y vegetaba mientras veía películas en la televisión del
salón. A mí eso me daba absolutamente igual, ya que yo aprovechaba aquellas
pausas que se concedía mi anfitrión para estar con Mara y acompañarla en su
rutina. Juntos, aunque ella no lo supiese, pintábamos sobre sus lienzos y
también salíamos a tomar café o nos acercábamos al supermercado de la esquina.
Los años apenas habían causado estragos en su rostro (en cambio, tenía las
manos, supongo que a causa de pintar, dolorosamente castigadas). Seguía siendo
ella, con su melena larga y suelta, y sus grandes ojos azules, y sus maneras
elegantes. Algo había en Mara que sobrevivía (y, de hecho, sobreviviría) a la
erosión del tiempo, una cualidad intrínseca que jamás la abandonaría y que le
hacía parecer irresistible ante mi escrutadora mirada; una característica que
me hacía quererla como nunca o, esto se me antoja más preciso y también cursi
(dispénsenme una vez más), amarla como siempre.
Al caer la noche, Horacio y yo retomábamos nuestro
invisible duelo, una enemistad que amenazaba con no tener fin hasta que una
noche, una noche cualquiera, indistinguible de la anterior, escuché el crujido
de un enganche que cedía (cómo podían tener una lámpara tan antigua en un ático
tan lujoso; cómo y quién la había colgado tan mal, de forma tan precaria; tanto
anhelaba la luz el imbécil de Trebujena; yo hubiese empleado un inofensivo
flexo de bajo consumo… Muchas preguntas, ninguna respuesta). Y, a partir de ese
minúsculo e insignificante momento, todo se precipitó. En escasos segundos hube
presenciado el final de mi enemigo. Adiós, Horacio, adiós. A la fuerza ha de
ser cierta esa creencia popular que asegura que todos tenemos un ángel de la
guarda que vela por nosotros. Trebujena sí que lo tenía o lo tuvo. Pienso que
yo también, esto no lo sé. Lo que está claro es que el suyo y el mío, si lo
tuve, eran unos ineptos, unos malditos incompetentes, porque su acción
salvadora no nos sirvió de nada a ninguno de los dos. Horacio, como avisado por
un poder superior, soltó el lápiz y derramó su rostro a los cielos techados de
su rincón de escritor justo a tiempo para observar (ojalá hubiese podido
divisarme sobre él en ese momento) como la lámpara de araña se contoneaba por
última vez antes de caérsele encima y aplastar su cráneo contra la mesa y (esto
es un detalle macabro, lo reconozco) su por siempre inacabada novela. La sangre
que había auspiciado las creaciones de su cerebro regaba ahora, para mi
regocijo, su correspondiente testimonio físico en papel. La habitación quedó en
penumbra, montañas de ejemplares de ‘El hombre con rostro’ guardaban el cadáver
de su autor. La araña finalmente había cazado a la mosca y se daba un festín de
vísceras sobre el escritorio. Percibí un imposible olor a cobre y el silencio
se marchó sorpresivamente. Mara Ruiz, mi querida Mara, acababa de entrar en el
cuarto y sus gritos quebraron el suave y diáfano cristal de la madrugada en mil
y un pedazos.
Pero no se indispongan por mi pobre Mara. Cierto que fue
obligada a ver el levantamiento del cadáver y no pudo escapar de dar cumplida
cuenta a un montón de cuestiones, pero aquella noche no estuvo sola. Cuando el
equipo de la policía forense abandonó el piso y ella se derrumbó y lloró, lloró
hasta que se durmió, yo estuve ahí, a su lado. Incluso vigilé su sueño, que fue
breve, interrumpido y triste, plagado de pesadillas, supongo. La acompañé y fui
su apoyo, y también su libertador. Aunque tal vez ella nunca llegue a saberlo.
¿Si encontré la felicidad? ¿Si me mereció la pena tanto afán
de venganza? Ah, ya entiendo, ustedes pretenden hacerme sentir culpable.
Quieren esposarme la cadena de la penitencia al tobillo, para que la arrastre y
tire de ella por toda la eternidad. Permítanme que me ría. No, no, esto no
funciona así. Me explicaré, no tengo inconveniente en hacerlo, estoy libre de toda
culpa, no hay remordimientos dentro de mí… Verán, sí, sí, ¡sí! Encontré la
felicidad. ¿Pueden oír mi grito de victoria? Es más, fui muy feliz, me sentí
completo aquella noche, casi me atrevería a enunciar que supe lo que era estar
vivo de nuevo. Uno no está tramando un golpe maestro durante tanto tiempo para
luego descomponerse a las primeras de cambio.
Lo que sí me gustaría aclarar es que soy un hombre
elegante, que sabe guardar duelo. De modo que respeté el entierro de Horacio
Trebujena y me abstuve de aparecer en él. Me han contado que fue multitudinario
y emotivo, toda la ciudad se reunió para despedir a la pluma del momento.
¡Fantoches! También me dijeron que la viuda se mostró inconsolable durante la
ceremonia… Ay, mi desdichada Mara. Eso fue al principio, toda pérdida, por
insulsa que sea, es dura de asumir hasta que pasa un tiempo. Sé de buena tinta
que ahora le va genial y que disfruta de una deslumbrante carrera profesional.
Por mi parte, yo me alejé de ella. No quería importunarla estando sin estar, atrapado
miembro perteneciente a otro mundo que no es el suyo. Una vez la hube librado
del inefable Horacio, desaparecí de su vida. Si aquel camión no me hubiese
embestido, todo habría sido tan distinto… A menudo me devano los sesos
calibrando opciones para volver atrás en el tiempo. Al fin y al cabo, sólo son
quimeras, utopías... Pero qué soy yo sino una quimera, un ente imposible, un
muerto que cohabita con los vivos y que ha llegado a influir en el designio de
al menos dos de ellos… Tal vez nada sea imposible.
Sin embargo, me canso muy pronto de discernir entre tanto pensamiento farragoso. Creo recordar, no estoy seguro ni de esto, que hace ya
largo rato, cuando empecé mi desaventurada historia, les hablé de mis problemas
de coherencia, de mi imposibilidad de resistirme a hablar de Mara y de Horacio
y de todo lo que me ha tocado vivir… En fin, no sé cuánto ha transcurrido desde
que maté a Horacio Trebujena, al que se dio por finado en accidente doméstico.
Todo, mentira; créanme, sé de lo que hablo… Decía que me aparté de la
existencia de Mara Ruiz y me dediqué a recorrer el mundo. He estado en Londres,
París y Roma. También he visto Sudamérica, que no la pude visitar en vida. He
visto ponerse el sol en Saigón y sé cómo amanece en el desierto de Sonora. Sí,
he viajado muchísimo. No tengo mucho más que hacer, la verdad. Tampoco es fácil
encontrar oídos cómplices que quieran oír mi relato, por eso les agradezco
tanto su atención…
Cuando no estoy cruzando el ancho mundo, aprecio la buena
lectura. Mis manos incorpóreas no agarran los libros, así que leo tras el
hombro de otro lector. Me cuelo en las casas de la gente y estudio sus
estanterías. Visito las bibliotecas de las universidades y busco lectores de
novelas (Kipling, Joyce, Roth… A todos los admiro con devoción), y las leo
junto a ellos. Cuando un pasaje me gusta especialmente, se lo comento a la
persona en cuestión que sostiene el libro, se lo susurro al oído. Le digo “qué
bueno, ¿verdad?” o “venga, pasa la página, que ya he terminado” o “vuelve atrás,
que quiero leer este fragmento de nuevo”, pero nunca me escuchan, ni tan
siquiera me oyen. En contadas ocasiones agitan una mano sólo para espantarme,
como si yo fuese un insignificante mosquito o una molesta ráfaga de viento que les
destempla una oreja. ¡Qué desgracia! Y esta es ‘mi vida’. Todo transcurre
igual, inamovible, repetitivo. Imagínense estar atrapados en el mismo momento,
pero que ese momento fuese siempre distinto… No me resulta fácil expresarme con
mayor claridad… Lo siento, lo siento de veras. Pero no, no; no se compadezcan
de mí, eso lo odio… No me arrepiento de lo que hice, pero sí que es cierto que
la euforia inicial ha dado paso a un marasmo insoportable. Ya saben, uno no ha
de recrearse excesivo tiempo en sus logros o estos perderán su trascendencia.
Únicamente me resta algo por añadir. Carece de
relevancia, pero considero que debo informarles, tanto por agradecimiento como
porque, debido a que han sido depositarios de mi narración, ustedes ahora
forman parte de esta historia y, tal vez, les parezca un detalle curioso. Hace
poco me han hecho saber que Horacio Trebujena ha descubierto la fatídica verdad
que esconde su muerte. Alguien le habrá informado, no lo sé con exactitud. Lo
que sí me han dicho es que recorre el planeta en pos de mí. Pretende matarme.
Desconozco si esto es remotamente posible o viable. No sé si se puede matar lo
muerto. A lo mejor es viable la opción de ‘rematarme’. Una ira ciega y visceral
le guía o eso tengo entendido. Aún no nos hemos encontrado cara a cara. Es únicamente
cuestión de tiempo. Sucederá. ¿Qué ocurrirá cuando ese día llegue? ¿Acabará
conmigo? ¿Encontrará un método de aniquilarme pese a la imposibilidad física de
su meta? Seguramente sí lo conseguirá. Pero esto es algo que me preocupa poco o
más bien nada. Si llega ese preciso momento, significará que han vuelto a
cambiar las tornas y que ahora es a mí al que le toca encargarse de él y
liquidarle de nuevo. Una segunda vez, una tercera y así hasta el infinito si
fuese necesario. Porque una cosa tengo clara: mi odio sempiterno hacia Horacio
Trebujena nunca se extinguirá. Yo soy Jaime Águila y le he condenado a caer
conmigo al abismo del olvido. Y todo lo hice por ti Mara, sólo por ti, cariño;
no, por favor, no me des las gracias. No las merezco.
(FIN)