Aunque
en sus desgastados huesos atesoraba más de cien años de historia, aquella era la
primera vez que veía el mar. Se hallaba embelesada y los minutos iniciales en aguas abiertas, con la espuma acariciándole el cuerpo, le parecieron
maravillosos. Llegaron entonces la tormenta y los azotes ventosos. Las olas comenzaron
a ganar altura y una de ellas volcó la embarcación. Quiso gritar y dar la voz
de alarma. No pudo. Ya era demasiado tarde. Las ratas corrían, huyendo de la anegada
bodega. Un joven quedó atrapado bajo el velamen. La tempestad llegó a su cénit
y el navío descendió a las profundidades, y arrastró en su debacle a toda la
tripulación… Únicamente sobrevivió ella. Enseguida los corales empezaron a proliferar
sobre su piel de roble, difuminando la estilizada figura del mascarón de proa.