Desde este lado del charco supo de Townes Van Zandt
cuando Van Zandt ya no era Van Zandt y llevaba más de una década muerto. Aun
así, el impacto resultó demoledor, cambió su vida de la noche a la mañana. Una madrugada,
él mismo me lo contó, por casualidad oyó cantar al tejano y quedó sobrecogido.
En sus letras esculpidas en piedra, decía, discernió algo que no podía explicarme
con palabras. A partir de este hallazgo mi amigo se decidió a hacerse con su
obra al completo. Visitó entonces cada una de las tiendas de discos de la provincia.
Como casi todos sus álbumes se encontraban descatalogados, recurrió a locales de
música antigua y de segunda mano.
Al mismo tiempo comenzó a pasarse las tardes en
bibliotecas y librerías, al acecho de escritos que hablasen de Van Zandt y recogiesen
sus textos. Durante horas leía con apasionamiento biografías y artículos sobre
la figura del ecléctico cantautor norteamericano. De esta forma descubrió los
detalles de su desdichada, para muchos maldita, existencia. Supo de sus
problemas con el alcohol y otras adicciones, sus ademanes mujeriegos, su
fijación con la composición de canciones, sus tendencias sicóticas y la
temporada que pasó interno bajo tratamiento siquiátrico en Galveston después de
haberse dejado caer borracho desde una cuarta planta cuando era joven. A mi
amigo lo sobrecogió la manera en que la terapia a base de insulina y electroshock
borró la infancia de la memoria de Townes y tuvo que rehacerla, como el que se
aprende la biografía de otro y la hace propia, a partir de los testimonios de
su madre y los amigos más allegados.
Si en Van Zandt habitaba una propensión irracional al
desastre y la destrucción, en mi amigo arraigó una obsesión, igualmente
irracional, por el trovador tejano. Me preocupé por primera vez cuando llegó a
mis oídos que había estado ahorrando para emprender un viaje a Estados Unidos.
Intenté disuadirlo, pero no lo conseguí. Es mi sueño, me dijo. Ahora sé que
debía haber insistido con más ahínco. Dejó el trabajo y voló hacia América un martes,
y allí vivió por un tiempo. A través de las cartas que me hacía llegar, fui
sabiendo de sus aventuras en tan remotas tierras. Según me contó, pasó la mayor
parte del tiempo en el estado de la estrella solitaria. También se instaló durante
unas semanas en Nashville y Colorado. Creo que fue por aquel entonces cuando
empezó a llevar sombrero y vestir como un cowboy, con camisa azul de flecos,
vaqueros y botas de espuelas. Tengo fotografías de mi amigo, no sé quién las
tomaría, en las que se le ve posando junto a un árbol quemado o en la entrada
de un rancho, también hay una en la que sale retratado delante de una desvencijada
caravana. En las instantáneas siempre sonríe, sus dientes asoman muy blancos, y
oculta sus pulgares en los bolsillos de los pantalones. Los ojos los tiene
entornados, como si imitase el gesto de un tipo duro del Lejano Oeste.
Sorprende ver que en las fotografías se encuentra fumando, hábito que debió de
adquirir allí. Un auténtico sureño, opinaría uno que viese las imágenes y no
conociese su procedencia española.
En las cartas también me refería sus intentos por
reconstruir los pasos de Van Zandt. Con su pobre inglés, iba de un pueblo a
otro haciendo autostop y en cada lugar preguntaba a los más antiguos de la zona
si sabían algo del músico, si lo habían tratado, si quedaba en los archivos
algún testimonio o evidencia física del concierto que Townes había realizado en
tal o cual año; sabía las fechas de memoria. Normalmente, no obtenía éxito en
sus pesquisas, pero de vez en cuando sí daba con un anciano autóctono que le
relataba una pequeña anécdota relacionada con el cantautor o le entregaba el
cartel promocional de una actuación o incluso le regalaba un disco firmado. La determinación
de mi amigo resultaba tan grande que literalmente llamó a todas las puertas con
la férrea intención de entrevistar a las estrellas de la música que habían
colaborado con Van Zandt. Contactó con Willie Nelson, Emmylou Harris y Steve
Earle, entre otros. Sobra decir que ninguno lo recibió.
De vuelta en España, pensé que estaría feliz y animado,
que se sentiría pletórico tras haber llevado a cabo su sueño de conocer Estados
Unidos. Sin embargo, cuando quedé con él, me di de bruces con la sombra del que
antes había sido mi amigo. Observé que bebía mucho más y sus palabras me
parecieron melancólicas, como si sus huesos aullasen de tristeza. Me explicó
que en Norteamérica había “vivido de todo”. Me dijo también que se había
enamorado y que estuvo a un paso del altar, pero que comprendió que aquello no
iba a funcionar. “Partí de aquí buscando las huellas de Van Zandt, pero
únicamente era yo el que aguardaba al otro lado”, confesó y yo sentí que no
llegaba a comprender qué quería decir. Esa noche habló de “la caída” y de
“llevar a cabo lo que de repente nubla el pensamiento”, pero no le hice mucho
caso. Lamento que así fuese, pero lo tomé por el típico estado de confusión que
uno experimenta cuando ha sufrido una decepción. Pensé que no era más que
palabrería.
No obstante, unas semanas después, mi teléfono sonó de madrugada.
Mi amigo se había caído de la terraza de su casa, un tercer piso, y lo habían
ingresado. Cuando llegué corriendo al hospital descubrí que no era eso lo peor,
sino que el accidente se había producido cuando se hallaba completamente bebido
y, según palabras textuales del médico, “se le había metido en la cabeza que tenía
que averiguar qué se sentía al flotar en el vacío, cómo sería luego el impacto
contra el suelo”. Lo internaron con carácter urgente. El diagnóstico, sobrecogedor:
trastorno maníaco depresivo. Transcurrieron días hasta que me permitieron
verlo. Me causó un profundo dolor observarlo postrado en la cama, la frente
empapada en sudor y la expresión de sus ojos ida. Lo cogí de la mano y le
pregunté qué tal se encontraba. Él me miró como el que mira a un desconocido y
dijo que no me reconocía. Le recordé mi nombre, nuestros años de amistad.
“Amistad desde la infancia”, le susurré al oído. Mientras lo abrazaba su
contestación me golpeó con la violencia de un huracán: “Van Zandt también
olvidó su infancia”.