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Conversación
telefónica mantenida con Lucía Zamora.
Agosto, 2013.
“¿Me dejas que te cuente una historia?”, dijo mientras
nos sentábamos en las butacas de su terraza y la luna, frente a nosotros, rielaba
sobre un negro mar en calma. “Querida, cuando la hayas oído quizá comprendas
por qué te he hecho venir a Málaga y por qué necesito que me ayudes”. Y como el
que calla otorga, Amadeo Garrido comenzó a narrar con esa voz de viejito afable
tan suya: “Veo una niña de pantalones cortos y gorro amarilla jugando. Su pelo
es largo y ondulado, y también moreno. De un lado a otro de la playa, la
pequeña corre entre risas y gritos de júbilo. No ha de tener más de tres o cuatro
años. Lupa y cazamariposas penden de sus diminutas y blanquecinas manos. Uno de
sus ojos, el derecho, se hace enorme, ciclópeo, cuando mira desde detrás del
cristal de aumento. Con él observa de todo: conchas y caracolas, piedras de
distintas formas y tamaños, algún que otro insecto, y hasta pequeños crustáceos
que habitan la húmeda orilla.
»Ahora está muy concentrada, en una pose de cómico
acecho, y es que intenta atrapar con su red una orgullosa gaviota. La niña da
un sprint y se lanza sobre ella, pero el ave escapa sin dificultad. La pequeña
tropieza y cae de culo. Embobada, ve el pájaro elevarse y desvanecerse en el
azul oscuro del cielo de la tarde. Entonces ella repara de nuevo en la música
que llega a sus oídos. Un hombre de treinta y pocos años toca la guitarra
sentado en los escalones de madera que comunican el porche de la casa con la
playa. Tiene el pelo rizado, revuelto. Lleva puesto sombrero y una camisa
estampada que le queda grande.
»De vez en cuando acompaña los rasgueos a la guitarra con
alguna que otra estrofa y la música suena a Dylan y Young, también a Waits y
Van Zandt; los acordes y la letra, a ratos en inglés y a ratos en español,
hacen pensar en caminos sin retorno, carreteras sin asfaltar que se pierden en
el horizonte, senderos recorridos únicamente por hombres sin futuro ni tiempo,
espectros anticipados de sus propios y venideros fantasmas. Todo muy
tradicional, pero al mismo tiempo, carente de cualquier lógica. Algunos
seguramente encontrarían el término adecuado para describir la música de aquel
hombre. Quién sabe. El caso es que esto no importa mucho, ya que la niña no
entiende inglés, ni tampoco los versos en castellano, pero sí aprecia la
belleza de la melodía y se acerca a saltitos hasta el hombre de la guitarra. A
su vera, tararea y eso ha de hacerle gracia al hombre porque éste ríe feliz,
como si de un niño se tratase. Y así se pasan el resto de la tarde, ambos
mirándose con infinita ternura, aunque ninguno de los dos sabe lo que piensa el
otro.
»En su caída diaria, el sol ya acaricia las olas cuando
el hombre cede la guitarra a la niña, que la coge con problemas, debido a que
el instrumento es casi tan grande como ella. Una vez se la ha acomodado como
buenamente puede sobre las piernas y el regazo, la pequeña comienza a aporrear
las cuerdas mientras el hombre del sombrero bate palmas y la anima a continuar.
Es en ese momento cuando la niña descubre que quiere aprender el oficio de su
padre, que quiere vivir de la música, que quiere acariciar los trastes,
resbalar por ellos; aunque ella no los llama trastes, aún no conoce esa
palabra. En definitiva, la pequeña descubre que anhela fundirse con las notas.
»Quiero ser canción, papá, le susurra al oído con voz
somnolienta cuando esa noche el padre la lleva al cuarto y la arropa bajo las
sábanas. La niña pronto se duerme y creo que sueña con un majestuoso escenario
de ribeteado y grueso telón. Sí, me gusta pensar que la pequeña sueña con el
futuro y en él se ve sobre las tablas, cantando con su progenitor, y juraría que
hasta escucha los aplausos y los focos le ciegan mágicamente los ojos. Todo va
a ser maravilloso, ha de pensar. Pero cuando despierta no hay ni rastro del
hombre de la guitarra. Aunque no se encuentra delante, la hija aún recuerda su
sombrero y la camisa estampada, su pelo rizado, revuelto. Se levanta de la cama
y busca a su padre por toda la casa. No lo encuentra. En pijama sale a la
playa, pero allí tampoco está. Desesperada, corre sobre la arena y a su paso
las gaviotas echan a volar asustadas. A lo lejos halla la guitarra, el mástil
enterrado. Al hombre se lo ha debido de tragar una de esas carreteras sin
asfaltar que se pierden en el horizonte, porque la pequeña no lo vuelve a ver
jamás. Llora cuando vislumbra sin llegar a entenderlo que a su padre lo ha
devorado uno de aquellos senderos recorridos únicamente por hombres sin futuro
ni tiempo, el legendario Elston Gunn convertido en un anticipado habitante de
la tierra del olvido. ¿Me equivoco, querida? ¿Ocurrió así, verdad?”
Tras las palabras de Amadeo, un silencio se adueñó de la
terraza. Fue difícil romperlo, el viejito me miraba con solemnidad, como
Hércules Poirot justo después de haber revelado la identidad del escurridizo
asesino en una novela de Agatha Christie. “¿Por qué me cuenta todo esto?”,
logré preguntar, escapando de un mutismo sobrevenido. “Porque soy el único que
puede devolverte lo que por derecho te pertenece”, dijo con lentitud, como si
calibrase todos y cada uno de los posibles significados de aquella frase. Ante
mi pregunta, “¿Cómo?”, su respuesta fue tajante: “Juan Águila”.
“No lo conozco”, le confesé. Entonces Garrido me explicó
quién era Águila, me habló de sus andanzas periodísticas en un medio de
comunicación local y del modo en que lo había conocido: a raíz de una
entrevista para el periódico. Amadeo me explicó que cuando se sentó con él lo
vio claro. Me dijo que desde el primer momento comprendió que aquel hombre
sería capaz de desvelar el misterio de la canción perdida de Gunn. Poseía la
determinación, las ansias por saber y la tendencia a llevar sus actos hasta las
últimas consecuencias. “¿Y por qué no se ha ocupado usted mismo?”, quise yo
saber. “Querida, ya soy mayor, sin las fuerzas ni la entereza precisas, y no te
voy a mentir siempre he sido un sujeto apacible, tendente a la calma, renuente
a la aventura, y esta empresa es sin duda toda una aventura, una ordalía dirían
los antiguos”, razonó el viejito mientras la luna cubría su puntual ruta
celeste y el mar brillaba tan negro como la peor de las pesadillas.
Expresé en ese momento mi principal reserva: “Pero sigo
sin entender qué pinto yo en todo esto, ya tiene al tal Águila”. Una sonrisa
muy triste ensombreció el rostro de Garrido. “Juan es… Juan no es de fiar,
Lucía; todavía no lo conoces, pero si decides ayudarme pronto descubrirás por
ti misma lo inclasificable e impredecible del individuo en cuestión”, aseguró.
Volví a guardar silencio y eso le concedió de nuevo patente de corso al
viejito, que retomó su parlamento, creo que pensaba en voz alta: “Hay algo en
ese joven que no termino de descifrar, me hallo convencido de que obtendrá
éxito o perecerá en el intento, tiene los conocimientos requeridos, pero
necesito que alguien le siga los pasos, que lo tantee y evite que se desvíe de
la senda marcada, y que además me vaya informando de los progresos en su
investigación. Has de ser tú, querida; por Gunn y por ti, puedes reescribir
esta historia”.
“¿Tan importante es para usted, Amadeo?”, lo tanteé. Su
cabeza, imbuida de la elegancia de un busto antiguo, se balanceó hacia adelante
y atrás repetidas veces. “Querida, siento que mi hora se encuentra próxima y no
quiero irme de este mundo sin descubrir el misterio de aquella noche de San
Juan, debo saber la verdad, tu padre y su música lo han sido todo para mí”, y
no lo dijo de forma alegre, sino que me sonó la suya a una confesión muy
triste, a las palabras de un hombre poseído por una febril obsesión, por la
fijación con lo que él consideraba una deidad. Sin decir nada más, me incorporé
de la butaca y le di un beso en cada mejilla. Sentí la barba sin afeitar contra
mis labios. Entonces me di la vuelta y me marché de su casa antes de que la
negrura del mar me atrapase y arrastrara ante la atenta mirada de la luna.
“Ten cuidado, por favor, ten mucho cuidado y espera lo
inesperado de Juan”, oí decir al viejito cuando abandonaba la terraza. Fue este
consejo el que me vino a la mente cuando vi salir a Juan Águila y su amigo
Jaime Enriz de los sevillanos estudios Caracol en la noche en que tanto
sucedió. Me hallaba presa del destino y sus simetrías, y es que estaba agazapada
en un soportal próximo, de igual forma que en aquella otra ocasión en casa de
Carlos Bepo. Cuando salieron vi seriedad y preocupación en sus rostros. Habían
llegado por separado un rato antes. No intercambiaron palabra. Percibí la
expectación en mis músculos: algo gordo iba a pasar en breve. Hombro con hombro,
caminaron con paso raudo calle abajo hasta una amplia y transitada avenida de
varios carriles. Les seguí unos metros por detrás. Pararon un taxi y subieron a
él. Los imité. “Sígalos”, dije al conductor y me sentí como un personaje de una
caótica película de acción. Recostada en el asiento, me devané los sesos
intentando adivinar qué había ocurrido dentro de los estudios y adónde nos
dirigíamos ahora. El trayecto no fue largo, pero lo que me encontré al final
del viaje resulta difícil de creer, aunque esto ya lo sabes más que de sobra,
¿verdad? Por mi parte, juraría que aquella noche el universo amenazaba literalmente
con plegarse sobre sí mismo. Percibí el final de la historia y deseé estar
preparada. Cuando me apeé del taxi supe a ciencia cierta que no quedaba en mí
nada de aquella niña de gorro amarillo que jugaba en la playa y soñaba que
algún día compartiría escenario con el legendario Elston Gunn.
->En dos semanas (sábado, 28 de junio) la decimosexta entrega verá la luz, ¡disponible sólo en Mayhem Revista! ¡Quedan tres para el final!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas
palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias,
todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables
letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un
final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa
silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y
adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo
una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre
extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino
que tan sólo se disfruta.