Encendido el luminoso es de un amarillo vivo, intenso, como
las farolas que alumbraban cada tarde nuestro deambular. A ella le encantaba pasear
y a mí acompañarla. Caminar es desprenderse, me decía con la mirada perdida
en el mar de terrazas y escaparates, desprenderse y dejarse atrás, volverse
ligera. Salvo excepciones, el recorrido y los días de la semana no variaban: lunes,
jueves y viernes, ida y vuelta a lo largo de la extensísima avenida que
vertebra la ciudad. Ella nunca se quejaba del ruido ni del humo negro de los
automóviles, ése que a mí me hacía toser y esconder nariz y boca detrás de una
mullida bufanda. Durante estos paseos hablaba sin parar. Así me contaba qué
libro leía en esos momentos y cuál pensaba leer luego o qué novela le habían recomendado
pero resultaba imposible encontrarla. Su otra pasión asomaba cada tarde cuando pasábamos
por delante de la panadería del luminoso amarillo. Entonces ella franqueaba la
puerta sonriente y, tras saludar al dependiente, repasaba cada pastel del
mostrador con ojos muy atentos. ¿No lo hueles? Me encanta este aroma. Y yo no
olía nada por más que me esforzaba. A su lado, la observaba inclinarse con mimo
sobre el cristal y decidir, o intentarlo, entre un dulce y otro, y la posición
que adoptaba su cuerpo liberaba la melena que siempre llevaba recogida bajo el
cuello de su abrigo, dejándome por momentos embobado al verla caer libre hasta
mitad de espalda. Y luego salíamos fuera y sentados en un banco dábamos cuenta de
la porción que ella había elegido mientras esperábamos a que el luminoso se
encendiese con su puntualidad de siempre. Cuando retomábamos la marcha ya era
de noche y la conversación adquiría largas pausas, por alguna razón se volvía
más lenta conforme nos retirábamos del haz de luz amarillo. La acompañé por
última vez sin saber que se trataba de nuestra despedida. Ojalá fuese todo tan
sencillo como caminar, dijo antes de darme un beso y subir a casa. Desde el
portal vi cómo cubría el primer tramo de escaleras. Un paso tras otro, un paso
tras otro, repetí a voces cuando no oía más que el eco de sus tacones, pero no
obtuve contestación. Durante largo tiempo recordé estos paseos, con lujo de
detalles reviví cada uno de ellos, en especial el último, hasta que un día la memoria
comenzó a difuminarlos. Y de pronto toda ella fue diluyéndose, haciéndose
invisible, y una noche comprendí que ni tan siquiera recordaba su mirada; tan
sólo me quedaron aquellas pocas palabras y vivencias que hace años puse por
escrito. Hacía mucho que no pensaba en nada de esto, pero anoche sonó a última hora
el teléfono y el pasado se tornó presente. Y esta tarde la espero junto a la
panadería, sentado en nuestro banco. Ya no vive donde solía, así que acordamos
vernos aquí. Ahora pasan unos segundos de las siete y cuarto. Cierro los ojos aunque
no consigo verla. Únicamente me vienen a la memoria los cientos de libros que
he leído desde entonces. Pienso que de tanto caminar he terminado desprendiéndome,
dejándome atrás, y durante unos segundos esta idea me hace sentir mejor, ligero.
La bufanda me rodea el cuello. Ella llega pocos minutos después. Ya es de noche
cuando nos abrazamos y el luminoso encendido conserva su vivo e intenso color amarillo.
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