Se encuentra en el acto de lanzamiento de su primera
novela y las cosas no podrían irle mejor. Acaban de presentarle a una
prometedora fotógrafa y juraría que se ha enamorado. La librería rebosa público
y todo lo que oye son aplausos, vítores y halagos para él y su obra. Entonces uno
de los asistentes abandona su butaca y lo descalifica a gritos: Falso, copión,
puto sinvergüenza; robaste mi historia. La acusación de plagio dispara la
tensión entre el respetable.
Su agente, buen amigo, editor y prologuista de la ahora
cuestionada novela, consigue aplacar al espontáneo y la situación se recompone.
Así vuelven a sonar las risas y los parabienes, y todo parece haberse olvidado
pero desafortunadamente el asunto trasciende las dimensiones del acto y a los
tres días salen publicados papeles que demuestran el plagio. Herido, el
escritor decide redimir su alma, de modo que se conjura para dar forma a un
texto magnífico, algo nunca antes leído. Sólo a través de lo sensacional recuperará
su honor.
Para ello, su plan resulta sencillísimo. Con pretendida
modestia visita al mejor escritor de la ciudad y empieza a tratarlo con
asiduidad (frecuenta su compañía una vez por semana, le hace lujosos regalos,
agasaja sus columnas diarias en prensa y lo ayuda en aquello que buenamente
puede: correcciones, trabajo de investigación, toma de notas…) hasta que una
noche la ilustre firma lo llama amigo. Durante esa velada el literato abre el
cajón inferior de su inmenso escritorio de caoba, ése que siempre cierra con
llave, y le da a leer el borrador del que será su próximo libro. Trama, tono,
prosa, personajes; todo con un aroma maravilloso.
Nuestro escritor lleva mucho tiempo esperando un
manuscrito así. ¿Nadie sabe de esta novela, Don Fernando?, pregunta con voz
meliflua. Cinco años de trabajo y nadie conoce su existencia. En una mesita
anexa reposa la última edición del diccionario panhispánico de dudas. Pesa
demasiado, pero la desesperación guía al plagiador, que sostiene
temblorosamente el volumen y lo emplea para golpear la cabeza del gran autor
hasta que no tiene duda de que ha muerto.
La visión de la sangre, tan roja y aparentemente viva, le
provoca arcadas. Es una imagen dantesca que se repite a diario, primero en sus
sueños, luego a todas horas. De hecho, el escritor cree que va a desmayarse
cuando ve regueros de sangre en el rostro de los asistentes a la presentación
de su nueva novela. La librería (otra distinta a la anterior, más grande)
rebosa público y sus disculpas iniciales por el error de su debut (así lo ha
llamado) han sido bien acogidas (la gente no tiene memoria). A un lado está su
amigo y agente, otra vez editor y prologuista de la obra, y al otro se sienta
la prometedora fotógrafa, su pareja desde hace tres meses y artífice de la
portada.
Está guapísima vestida de amarillo y al mirarla comprende
que la vida le sonríe nuevamente, que puede relajarse y olvidar el pasado. Emocionado
escucha los aplausos. Alguien grita figura. Otro proclama artista. Qué
fantástico momento, ha conseguido redimir su alma. De pronto todos guardan
silencio y entonces resultan perfectamente audibles las sangrantes palabras de
un hombre sentado al fondo de la sala: Eres un cabrón sinvergüenza, un copión
reincidente; yo escribí este libro hace cinco años, hijo de puta.
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*Autoría de la imagen, Lisa Saint.