No se llamaba Leonor,
aunque se aparecía en mis sueños cada noche y me dedicaba las más dulces
palabras. Y esa madrugada de invierno, arropado por la sábana y varias mantas,
a punto ya de caer dormido, ella comenzó a hacerse visible frente a mis ojos
cerrados: vestía de amarillo, rostro cincelado en seda. Sabía lo primero que
dirían sus labios pero de igual forma me coloqué a su vera, vi que con una mano
se cogía la otra, para disfrutar de aquella encantadora voz: Zzzzzzzzzzzz. Un zumbido; había
proferido un zumbido y, cuando aún no había salido de mi extrañamiento, ella lo
repitió y esta segunda vez el sonido fue más largo: Zzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.
Abrí los ojos a la devoradora oscuridad de mi habitación.
Mi amada desapareció, no sucedió lo mismo con el ruido (Zzzzzzzzzzzzz), que me llegaba a ráfagas desde múltiples ángulos:
de derecha a izquierda, ahora de arriba abajo, a continuación cruzando en
diagonal. Con movimientos torpes, la cabeza todavía dormida, busqué a tientas el
interruptor. Un haz de luz amarillenta cayó de las alturas para lastimar cada
ápice de mi despertar. Vi fosforescencias durante incontables segundos y luego
se mostró el ser antediluviano que había cercenado mi sueño: el mosquito.
En ningún momento lo menosprecié. De hecho, la primera
visión que de él tuve me causó inquietud, si no espanto: ¿un mosquito en invierno, con este frío? ¿Cómo puede haber sobrevivido
a este tiempo gélido? No sé la forma en que lo había logrado pero estaba
vivo, muy vivo, y en esos instantes descansaba apoyado sobre el cabecero de mi
cama; sus alas eran enormes como una imponente goleta con todas las velas
desplegadas y las patas, sus numerosas patas, inacabables y finas extremidades
como el hilo tejido por la más horrible de las arañas. El cuerpo, de
dimensiones nada habituales, refulgía en un tono gris pardusco, brillando con
el innoble color de la tierra sucia. Y, quizás esto sea lo más difícil de
creer, sus ojos (lo juro por Dios) me miraban, invitándome a dormir: “No pasa nada, olvídate y descansa, ni
siquiera estoy aquí, no voy a picarte”, en eso debía de consistir el mantra
que, con la esperanza de hipnotizarme, rumiaba su cabeza de mosquito.
He de aclarar que no sufro de entomofobia o, al menos, no en un grado muy superior al resto de
los mortales, ya que no son muchos los libres de experimentar cierto grado de
repulsión ante la visión y el contacto con un insecto. En cualquier caso, hay
bichos más asquerosos que otros. Pero yo no perdí el tiempo en estas
disquisiciones, sino que proyecté un brazo, no recuerdo cuál, hacia los arcos
del cabecero y con saña palmoteé el lugar del que colgaba aquel odioso
mosquito. Pero fallé y pude ver cómo se elevaba sin prisa hasta el techo, volviéndose
invisible para mi vista miope.
Quise creer, idiota de mí, que el vampiro alado habría aprendido
la lección, que me dejaría en paz el resto de la noche. Por tanto apagué la luz
y traté de recobrar el sueño pero, no habían transcurrido más que unos pocos
segundos de negro silencio, cuando oí de nuevo su desagradable zumbido rondar
alrededor de las orejas. En esta ocasión reaccioné con más brío que en la
anterior y mediante un rápido movimiento encendí la luz y seguidamente arrojé
una de mis zapatillas hacia la zona de la que procedía el ruido (Zzzzzzzzzz). De nuevo escapó. Entonces
abandoné soliviantado el cálido cobijo de las mantas y rebusqué el insecticida
por toda la casa. Carente de civismo para con mis vecinos, prendí luces y tiré
objetos al suelo en el rastreo. Al fin di con él y no dejé de rociar la
habitación hasta el bote quedó vacío. Impregné el cuarto de una nube tóxica que
a la fuerza lo envenenaría, matándolo sin contemplaciones.
Me metí de nuevo en la cama imaginando su inmundo cuerpo
de insecto asfixiado e inerte. Seguro que daría con él a la mañana siguiente. Barrería
toda la casa hasta encontrar sus restos. Con una sonrisa apagué la luz y,
gracias a Dios, por fin pude dormir. Enseguida divisé a mi no Leonor, pero la dicha duró nada. Una
vez más sus palabras sonaban a zumbidos, a insoportables zumbidos: Zzzzzzzzzzzzzzz.
Juraría que desperté dando gritos. De nuevo pulsé el
interruptor y de un salto me incorporé sobre el colchón. Con las manos
castigaba el aire, pero no asía a responsable de mi enfado. El mosquito, de
repente lo encontré, volaba describiendo amplios círculos y mis brazos no
llegaban tan siquiera a rozarlo. Pensé por un momento en King Kong subido a lo más alto del Empire State Building, tratando en balde de destrozar las
amenazantes avionetas que tenían misión de darle muerte. Lo absurdo de la idea
me hizo enloquecer. Abandoné la cama y perseguí a mi Némesis por cada rincón del cuarto. En la lucha derribé una silla y
dos lámparas, también destrocé varias montañas de cuadernos y papeles. Después
de varios minutos, caí exhausto al suelo, tiritando de frío, y me sentí derrotado.
El olor a insecticida dificultaba la respiración.
Sólo un espacio de la habitación permanecía ajeno al
desorden: la estantería. Y allí fue a refugiarse el espantoso mosquito. Sequé
el sudor de mi frente e inspiré con fuerza. Entonces corrí hacia todos aquellos
libros y empecé a trepar desde las baldas inferiores en pos de aquel condenado
bicho. Me aupé sobre volúmenes de Stevenson,
Nabokov, Conan-Doyle, Carver, Kipling, Auster, Borges, Proust, Joyce y tantos otros. Me apenó ver los libros de toda mi vida
zaheridos por tan descomunal enfrentamiento, pero me hallaba desbocado como un
caballo salvaje.
En mi trabajosa escalada estuve a punto de golpear al
mosquito cuando éste se detuvo en el lomo de una antología lovecraftiana. Se libró de mi ataque por muy poco y siguió su
ascenso. Inasequible al desaliento, fui tras él. Tan sólo el latir de mi
corazón sonaba con tanta intensidad como su infernal zumbido (Zzzzzzzzzzzzzz).
Ambos llegamos a la última de las baldas. El mosquito eligió posarse dentro la
gran O perteneciente al apellido POE, una magnífica edición en rústica con
todos los relatos del célebre autor nacido en Boston. Comprendí que había llegado la hora del desenlace. Era el todo
o la nada y con esa determinación di el puñetazo que sacudió la estantería de
arriba abajo. Intenté descender cuando percibí las vibraciones en la base y la forma
en que todo el conjunto de madera comenzaba a mecerse, pero resultó ya muy
tarde y la estantería y yo nos desplomamos.
Di de espaldas contra el suelo, aunque no fue esta parte
la más dolorosa de la caída. Enseguida me sepultaron el propio mueble y los
varios centenares de libros que lo anegaban. Sentí un dolor tan intenso, tan
inenarrable, que no grité. Permanecí mudo. Mudo y bocarriba, mirando
desamparado la luz amarillenta del techo. Luego debí de quedarme inconsciente,
aunque no soñé con la compañía de mi amada.
Lo último que recuerdo de esa noche tuvo que ocurrir en
algún momento indistinguible del resto de la madrugada. Aún veo cómo las
fosforescencias producidas por la luz del techo de repente se oscurecieron.
Unos instantes más tarde vislumbré una figura espigada, agrandada por lo cerca
que se encontraba de mis ojos, en ese momento obligados a bizquear. Tenía unas
patas larguísimas y un cuerpo oscuro realmente voluminoso, así como unas
facciones carentes de expresión. Las alas del mosquito posado sobre mi nariz difuminaban
el cuarto. Soplé pero no emprendió el vuelo. Sus ojos eran hipnóticos (“No pasa nada, olvídate y descansa, ni
siquiera estoy aquí, no voy a picarte”) y de su cuello, que parecía de
alfiler, colgaba enrollada una bufanda tan larga como aquel invierno que pido a
Dios no vuelva a repetirse nunca más.
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*El genial escritor Edgar Allan Poe y su poema literario 'El cuervo' se encuentran detrás de la concepción de este relato.