La taza espera cerca de los labios. Es la tercera vez que
Marta intenta dar un sorbo que nunca llega, retrasado por las continuas risas. Qué
cara ha puesto, madre mía, y vuelve a proferir una gran carcajada. Juan,
sentado a la mesa frente a ella, la observa y ríe contagiado. Ese camarero
jamás había visto a dos glotones así, acierta a pronunciar de forma
entrecortada mientras deja caer sus gafas para secarse las lágrimas. Marta
descubre que ella también está llorando y eso hace que ría de nuevo. Menudo
par, susurra cuando se calma. Ambos quedan unos instantes en silencio y ahora
sí consiguen beber, aunque muy poco porque al mirarse no pueden contener otro arranque
de risotadas.
Desde la calle llega una luz amarillenta que los
envuelve. Ya se han puesto el pijama. Juan, que cuando duerme fuera usa
camiseta y pantalones raídos, recuerda el pijama de Marta de viajes anteriores:
azul y de dos piezas. La camisa tiene cuatro botones, de los que a ella le
gusta llevar abrochados tan sólo los tres inferiores. Con el primero, lo ha ido
descubriendo durante sus visitas, ella tiene la manía de abrocharlo y
desabrocharlo continuamente. Y a Juan le encanta contemplar el baile de los
dedos largos y de uñas redondeadas de Marta (pulgar, índice y corazón) alrededor
del botón superior, prólogo de lo que siempre acontece luego. Sin embargo, esta
noche las manos de Marta descansan quietas sobre la mesita de madera que
preside la cocina y, por primera vez en veinticuatro horas, Juan se descubre pensando
en el autobús que tomará a la mañana siguiente y que ha de llevarlo de vuelta a
esa vida de la que a menudo huye.
Marta da un largo sorbo, como si quisiera aprovechar el impasse para terminar su infusión antes
del siguiente ataque de risa. El día ha sido intenso. Juan se siente exhausto.
No olvidará las fotografías en la plaza del ayuntamiento ni la tarde en los
jardines, tampoco la cena y las carcajadas de después. El reloj de pared marca
las tres de la madrugada. Se levantan y dejan su taza en el fregadero. El choque
de la porcelana contra el metal provoca un escalofrío en Juan. Hacía tiempo
que no me reía tanto, y ella lo dice con una sonrisa y la voz ligeramente
tomada. También yo. Los ojos de Marta se han agrandado, ahora parecen verlo
todo, comprenderlo todo. Juan pasa un brazo por su espalda y caminan por el
piso en penumbra.
Tropiezan con una silla, pero Marta salva la caída. El
estrecho pasillo desemboca en dos habitaciones enfrentadas. Convertidos en
grisáceas estatuas de sal, ninguno se retira. Ha sido bonito tenerte por aquí,
gracias, y Juan va a responder que no hay nada que agradecer, que ha sido un
placer, pero es ella la que habla: Creía que no vendrías. Entrelazan las
manos. Lo echaba de menos, contesta Juan, que la atrae hacia el cuarto de invitados,
pero Marta hace fuerza y trata de conducirlo hasta su habitación. Finalmente,
acaban separándose y, tras un buenas noches, en camas distintas esperan la
llegada del sueño. No hay mañana o autobús en los pensamientos de Juan y la
puerta de ambos permanece toda la noche abierta.
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