Recuerdo ver el truco por televisión cuando era niño y sentirme maravillado pese a no
comprenderlo del todo. La majestuosa sala del Dante Hall Theater en la lejana Atlantic City y, entre la negrura de un auditorio abarrotado, el
foco proyectado sobre el hombre delgado de mediana edad que (en castellano
gracias al doblaje) afirma ser mago aunque no
lleva la habitual chistera ni los guantes blancos sino ropa de calle, barba
de varios días y lentes graduadas sobre unos ojos del azul más claro. Su nombre
Flatliner (como el singular de la famosa película que por aquel entonces
aún no había visto) y su función, magia concentrada en un solo truco.
Flatliner solicita un voluntario entre el público y cuando una
mujer de pelo corto asciende los cuatro escalones que dan acceso a las tablas
el mago le entrega todos los corazones
de la baraja. A continuación le pide que enseñe las cartas y luego, una vez
colocadas boca abajo, las baraje y escoja una. “Déjenos ver su elección”, ruega a la señora. Desde el otro lado de
la televisión, entre constantes interferencias y colores sin brillo, observo que se trata del ocho de corazones.
“Así sea”, dice el mago y un gesto de
sus brazos anticipa la entrada de dos jóvenes ayudantes, una rubia y otra
morena, ambas vestidas con ceñidos trajes
de baño rojo y altos tacones; ellas sí llevan chistera. La rubia arrastra
una robusta silla que coloca en el centro del escenario. Su compañera sitúa a
la derecha una mesa de ruedas sobre la que descansa uno de esos aparatos para medir las constantes vitales.
El mago se sienta y entre ambas chicas, tras desabotonarle
la camisa, empiezan a pegar en su pecho (blanco como el de un albino) cinco o seis electrodos. En la
pantalla del monitor enseguida aparecen
números y dos líneas que fluctúan rítmicamente. El realizador nos ofrece un
plano corto para que desde casa, a miles de kilómetros de distancia, podamos
ver el pulso y la presión arterial de Flatliner
(68 latidos por minuto, todavía me
acuerdo). Las dos ayudantes se retiran y el mago pide por última vez a la
señora que muestre la carta que ha escogido. Obediente, la enseña. “Escuchen con atención; van a verme morir
durante ocho minutos, ni uno más, ni uno menos, y luego resucitaré”, anuncia
el ilusionista.
La chica rubia ahora carga con un gran reloj, similar a
un monitor cuadrado, en él puede leerse,
los dígitos verdes, 8:00. Se ubica a
la izquierda de su jefe. La señora, todo el público del Dante Hall Theater y yo, pegado al televisor, aguardamos
expectantes; cómo recuerdo aquella
sensación de confusión y miedo, de nervios crispados. Flatliner se toca el corazón con la diestra de manera muy suave, igual
que una caricia, sus ojos se cierran de inmediato y entonces parece que cae dormido. El aparato comienza a emitir un pitido
agudo y ya no hay números que contemplar, tan sólo dos líneas horizontales, planas,
paralela la una de la otra. El mago ha
entrado en paro clínico.
El reloj de la chica rubia se activa, dando inicio a la
cuenta atrás hasta cero, y su compañera, la morena, pregunta si entre los asistentes hay algún médico. Dos hombres y
una mujer levantan la mano al unísono. Son invitados a subir. “Compruébele el pulso”, pide al primero
de los tres que llega hasta el escenario. Y así lo hace antes de negar con la
cabeza muy preocupado. “Ahora usted”,
dice a la mujer. Misma reacción. El tercero de los galenos se dedica a chequear que el aparato se halla correctamente conectado,
que los cables y electrodos no han sido manipulados. Durante ocho minutos
los médicos actúan sin restricciones alrededor de Flatliner, intentando encontrar alguna señal de vida, el más mínimo
movimiento o latido, cualquier leve inspiración. Pero no dan con ella. Puede adivinarse
el pánico en sus rostros. “Este hombre ha
muerto”, repiten como un mantra.
El plano general del público, incapaz tan siquiera de
parpadear, aterroriza a mi yo niño. Las dos chicas son las únicas que conservan
la sonrisa. El reloj llega a 0:00 y el mago abre los ojos, incorporándose de un
salto; vuelven a cuantificarse las constantes vitales y el público se alza
de sus butacas como un resorte para aplaudir con fervor, todos salvo el trío de
médicos que rápidamente asisten a la mujer del pelo corto, víctima de un repentino desmayo…
Aquel truco fue tan impresionante que se me quedó grabado
como un tatuaje. Nunca olvidaré a Flatliner
ni sus más celebres actuaciones. Recuerdo,
por ejemplo, cuando un hombre eligió el
rey de corazones y el gran mago murió durante
12 eternos minutos. Me habría encantado verlo en directo, pero el Año Nuevo me trae la noticia de su
muerte. Lo he leído en la parte inferior de una de las páginas más escondidas
del periódico. El breve texto, sin otra firma que “Redacción”, habla de un “sorpresivo
infarto”, ¿acaso los hay de otro tipo?
Las cabeceras de Internet tampoco me
han brindado mucha más información.
Todas, probablemente reescritas a partir del mismo
teletipo de agencia, citan de forma muy vaga la existencia de una grave cardiopatía, congénita o tal vez
provocada a raíz de las incontables funciones con las que el célebre ilusionista
desgastó su corazón. Por más que he buscado no he podido averiguar qué será de sus restos mortales. Con
persistencia he rastreado publicaciones de diversa índole, esperando que alguna
de ellas recogiese la última voluntad del mago o la de su familia y amigos; ¿Y si no dejó constancia de su deseo? ¿Y si ni siquiera tuvo seres queridos? Me
pregunto ahora. ¿A quién le tocará entonces
decidir si el recibe sepultura o es incinerado? ¿Y qué decidirá llegado el
caso?
He querido paliar la tristeza recordando vídeos de sus
mejores shows, pero han desaparecido
de Youtube. Otra pena. De sobra
conozco la voluntad de sus cada vez menos seguidores. Habría que conservar a Flatliner, deberíamos criogenizarlo o
aplicarle alguna rara técnica sacada de
la más loca novela o película de ciencia
ficción, ya que el gran mago no puede haber muerto (me niego a creerlo), sino que asistimos a su truco definitivo: la
ilusión de un paro clínico indefinido
del que terminará por retornar, ¿quién
conoce el cuándo salvo él y puede que tampoco? No dejo de ver a Flatliner como un Lázaro moderno, un héroe de la infancia que, como tal, ha de
pervivir eternamente. Como canta Bruce Springsteen, “todo muere, nena, eso
es un hecho / pero quizá todo lo que muere algún día vuelva”; por qué no
también Flatliner, aunque ni tú que
me lees ni yo que te escribo vayamos a encontrarnos esta noche con él en la
lejana Atlantic City.