Salió del ascensor en la tercera planta y se dirigió
hacia la entrada de su piso (letra B), pero quedó petrificado con la llave
entre los dedos. La puerta se encontraba abierta. En realidad, entornada y, lo
más inesperado, había una gota de sangre, redonda y brillante, colgando de la
cerradura. Y a los pies, como la sombra corpórea de dicha gota, yacía un
casquillo. Del interior de la vivienda llegaba una luz amarillenta, fantasmal. Entonces
rezó a pesar de que nunca había creído. Rezó y guardó las llaves en un bolsillo
de los vaqueros al tiempo que de otro extrajo una navaja. Las bisagras de la
puerta crujieron ligerísimamente al ser empujada y dio un respingo. Su corazón
latió desbocado. Mientras atravesaba el umbral con lentitud, sus ojos se giraron
hacia las profundidades del cráneo y allí vieron el hueco del ascensor,
vislumbraron los pasos que conducen hasta la calle y, después, hasta el coche. Al
volante viaja seis meses atrás. En esa fecha, él no entra por una puerta sino
que aguarda tras ella, escondido dentro de una casa que no es la suya. Su mano
izquierda sostiene un revólver. Espera la llegada del inquilino. El zumbido
eléctrico del ascensor precede a la víctima. La puerta entornada basta para
insuflarle la aterradora idea de que alguien se esconde entre las sombras con
el firme propósito de matarle.
viernes, 28 de marzo de 2014
martes, 25 de marzo de 2014
Lo que no se ve
El rostro de una mujer joven con un solo ojo me vio
mirarla desde detrás de la mirilla. Me hizo pensar en Bowie. La gasa secaría
las últimas gotas de sangre de modo que desdoblé y luego me abroché las mangas
de la camisa alrededor de las muñecas. Abrí la puerta de casa al tiempo que la
escuché preguntarme, con una voz imposible de describir mediante palabras:
“¿Conoces el club Diógenes, Juan?”. Sus labios sonreían y el ojo al descubierto,
el derecho, era verde y suponía una pesadilla daltónica atendiendo al color rojo
de su melena ondulada hasta más allá de los hombros. Su ojo izquierdo se
hallaba escondido bajo la tela amarilla de un pañuelo sedoso que le rodeaba la
cabeza como si de una improvisada venda se tratase. “Sólo en las novelas de Conan
Doyle”, me oí responder.
sábado, 22 de marzo de 2014
'Rebobina': ¡Décima entrega!
10
Extracto de un correo
electrónico enviado por Alejandro Gutiérrez.
Julio, 2013.
A lo mejor habéis visto esa famosa entrevista que le
hicieron, creo recordar que en 1973, al legendario Marlon Brando. Fue poco
tiempo después de haber sido premiado con el Oscar por su interpretación de
Vito Corleone en El padrino y justo
antes del estreno del El último tango en
París, de hecho, se supone que Marlon acudía a la televisión americana para
promocionar la película. Sin embargo, Brando, con todo su gracejo y esas
salidas de tono tan suyas, se dedicó a responder con evasivas, a hacerle burlas
al presentador del programa y a hablar de los derechos de los indios
americanos, incluso se negó a mencionar nada que estuviese relacionado con el
cine. Por aquel entonces el mejor actor que jamás se haya puesto delante de una
cámara ya empezaba a exhibir cierto sobrepeso y su pelo raleaba tanto que se lo
peinaba hacia atrás, dejándose una grisácea melenita hasta la nunca. También
lucía barba y su atuendo para la ocasión era de lo más informal: jersey negro
de pico debajo de una cazadora vaquera; el look lo aderezaba mediante un
pañuelo granate con estampados que portaba anudado al cuello… En definitiva,
parecía un grandísimo mamarracho que, encima, nada tenía que contar. Pero, esto
resulta muy curioso, cuando uno ve la entrevista (está colgada en Youtube por
si os animáis a echarle un ojo) no puede apartar la mirada de él. Brando
irradia magnetismo, una especie de poder atrayente que brota de su esencia, de
su carisma, de sus facciones cinceladas y todavía atractivas pese a los
estragos de una vida de fama y repleta de excesos. Es incomprensible desde el
punto de vista lógico, pero el actor por antonomasia aún guardaba esa magia en
su interior, un aura de misterio que hacía que ellas quisiesen estar con él y
ellos anhelasen ser como él…
viernes, 21 de marzo de 2014
'Perros de lluvia' (versión Long Play/extendida)
La voz de mi difunta esposa surgió del
interfono. Pulsé el botón cuadrado y oí el portal abrirse. Salí al descansillo y, acodado en la baranda, bajo la
luminiscencia que filtraba la claraboya, oteé el hueco de las escaleras. Nada
vi aunque el golpeteo de unos tacones contra los peldaños indicaba que mi
visitante se aproximaba. Con el alma en vilo comprendí que iba a conocer la
identidad de aquella usurpadora.
miércoles, 19 de marzo de 2014
Amor a primera vista
Ustedes no lo entienden porque no la conocieron ni la
amaron como yo la amé; yo la idolatré como se idolatraba a las deidades antiguas,
ya caídas en el olvido. Me desviví por ella y le rendí culto; fui su más devoto
seguidor y ahora no está. No lo pueden entender. No pasa nada, lo comprendo…
Pero imagínenlo, traten de hacer un esfuerzo. Ella era mi
día y mi noche. Yo la quise con su brillo y sus contrastes, yo miré su rostro y
me vi reflejado en ella, amé su cuerpo oscuro y la acaricié con cuidada
delicadeza. Me gustaba sentarme frente a ella y verla cambiar delante de mí.
Cómo adoraba sentir sus colores cambiantes, parecían estados de ánimo. Yo la
quise en sus madrugadas grotescas y decadentistas, también en sus fogonazos de
genialidad y cuando me robaba una sonrisa.
Gracias a ella me conozco mejor y he aprendido cosas que
antes ignoraba. Sus vívidas palabras, acompañadas de imágenes, me llevaron a
lugares que jamás había pisado; bajo su paraguas he viajado por todo el orbe.
La amé con locura y el idilio duró muchos años. La quise electrificada como una
buena guitarra, para así poder experimentar sus estentóreos rasgueos sonoros. Hubo
veces en las que también me hizo sentir miedo, en las que me agarró del cuello
y me arrojó dentro de su remolino emocional…
Y ahora, después de tanto, he de vivir sin ella, he de resignarme
y acostumbrarme a no tenerla conmigo, a mi lado; y todo por culpa de la mala
fortuna. Quién habría adivinado que abandonarías este mundo envuelta en mil
pedazos. Te precipitaste contra el suelo y por desgracia allí yaces
irreparable. Adiós, televisión, ten por seguro que no habrá otra como tú.
viernes, 14 de marzo de 2014
Tres microrrelatos
Tras los pasos del
diablo
Sin pretenderlo he recuperado la costumbre de andar cada
madrugada hasta casa. Pasos cadenciosos me guían por avenidas que no tienen
fin. También he retomado el mal hábito de la botella. Bebes como Hemingway pero
no escribes como él, me dijo Alba una vez. Negros días desde que recordé la
forma en la que me había olvidado de ella.
Ojos de mañana
No recordaba nada de la última noche, tampoco haberla invitado.
Pero Luisa, la mujer de Joaquín, estaba a mi lado cuando desperté. Contemplé
sus ojos, su cuerpo rígido y el rojo de la sangre que había huido de su pecho. No
recordaba siquiera haberla acariciado.
Perros de lluvia
La voz de mi difunta esposa surgió del interfono. Pulsé
el botón cuadrado y oí el portal abrirse varios pisos por debajo. Salí al
descansillo y, acodado en la baranda, iluminado por la luminiscencia que
filtraba la claraboya, oteé el hueco de las escaleras. Nada vi aunque el
golpeteo de unos tacones contra los peldaños indicaba que mi visitante se
aproximaba. Con el alma en vilo comprendí que iba a conocer la identidad de
aquella usurpadora.
martes, 11 de marzo de 2014
Vaivenes del adiós
Dicen que cuando te mueres algo, una especie de instinto,
de corazonada, te pone antes sobre aviso. De algún modo esta señal se adelanta
a tu deceso y te lo anticipa, te lo hace saber. También dicen que, a causa de
ese llamémosle instinto, la mañana de la fecha de su muerte el otrora afamado
escritor Ernesto Herráiz supo de su final bien temprano. Aunque, claro, hoy en
día se dicen demasiadas cosas…
Ernesto Herráiz no permitió que el repentino escalofrío
le agriase el humor matutino y, de forma supersticiosa, se escondió detrás de
la cocina, desde donde preparó un copioso desayuno. Como siempre hacía, lo sacó
a la terraza sobre una desgastada bandeja y dio cuenta de él, las papilas
henchidas en gusto y su figura recostada en una mecedora de roble, mientras sus
ojos, viejos y algo vidriosos, oteaban las aguas de la bahía. El puntual ferry
que unía la isla con el penacho de tierra más cercano llegaba, una vez más,
puntual a su cita semanal. Aquella embarcación era más precisa que un reloj suizo.
El humo de sus dos potentes motores diesel teñía de drama el azul diamantino
del cielo, que era de un tono menos intenso que el refulgir del mar. Aquella
mezcla de colores provocó un brote melancólico en el sentir de Ernesto. La
feroz ingesta del desayuno le satisfizo. Devoró tres huevos fritos y los
acompañó con unas tostadas untadas en mermelada y varios melocotones
levísimamente verdes. Regó la mezcla con una taza de hirviente café negro como
la brea. Lo habitual era que el recorrido de la cafeína por sus entrañas le
activase los desinflados músculos y desentumeciese las nieblas de su errática memoria.
Cuando el ferry ya casi abandonaba su campo visual, el
otrora afamado escritor apuró su taza y regresó a las tinieblas de la casa de
madera para rellenarla de algún brebaje que él mismo destilaba durante las
noches de verano. Bajo los primeros haces del sol, naranjas, amarillos,
tendentes al blanco más puro, notó el calor que se adentraba por los poros de su
piel y le inflaba el torso moreno y descamisado. Abandonó el porche y caminó
sobre los finos granos de arena de aquella inmensa playa. A los poco pasos
experimentó la sensación de ahogo y sus enfermos pulmones le arañaron las
entrañas con manos esponjosas. Entonces Ernesto se sentó y dejó que las gotas
de agua le refrescasen el rostro. Llegaban hasta él impulsadas por la brisa y
quedaban apresadas en los vellos de su barba albina. Allí cristalizaban e
irradiaban sabor a salitre. Con los párpados abrazados, Herráiz pensó en su
inminente muerte y se le apeteció llorar, aunque no lo hizo. Se preguntó,
seguidamente, qué haría ese día, que era su último, y no halló respuesta. Se
sumergió en las aguas y nadó con lentitud. El cansancio y la fatiga se
compensaban con la viveza del mar y el irisado de la cresta de las olas. Bullía
la ilusión en su espíritu y, por un momento, el otrora afamado escritor se
permitió vagar boca arriba, haciéndose el muerto, mecido por la inapreciable
corriente marina… El mundo pendía de hilos invisibles que se encontraban momentáneamente
en equilibrio.
Más tarde, aún mojado, se refugió en la tarraza de su
casa a pie de playa y ojeó el contenido de una antigua caja grisácea rescatada
de un olvidado hartillo. Ernesto repasó fotos suyas y de otros, contempló
instantáneas de amigos y familiares fallecidos. Y en muchas de esas
instantáneas vislumbró una figura que parecía él pero que ya no era él.
Vislumbró su pasado, pero le resultó imposible hallar coincidencia entre aquel
hombre que fue y que dejó de ser. En la vetusta y rectangular caja también dormitaban
cartas y postales, y documentos de diversa índole. Y, al fondo de ella, detrás
de un intrincado grabado en tela, envuelto en una opaca gamuza, descansaba el
revólver que en una ocasión tuvo que disparar. No se le antojaba en mal estado.
De todos modos, lo limpió y engrasó. Esta tarea le llevó un rato bastante
largo. La luz celeste varió de inclinación mientras Herráiz se afanaba en sus procelosos
asuntos. El peso de la culata sobre la mano le trajo al presente viejos
recuerdos…
Los últimos rayos de sol huían de la bahía cuando el
ferry inició su viaje de vuelta. Tocaría tierra bien entrada ya la noche. Desde
las cargadas sombras de su terraza Herráiz divisó de nuevo la estela de humo
que teñía de drama el cielo diamantino. Sus ojos recorrieron la masa de agua
mientras su mano derecha sostenía el revólver junto a las sienes, el cañón
acariciando la áspera piel. A sus pies reposaba la caja, todavía abierta. Sobre
la mesa, la taza numerosas veces vaciada a lo largo del día. El índice de su diestra
jugueteaba en torno al gatillo. Deseó que los pulmones le hubiesen dado una
tregua, una última voluntad. Bajó el arma. La volvió a subir. La bajó de nuevo.
Dicen que ahora sus ojos sí lloraban. Dicen también que en los vaivenes del
adiós le sobrevino la muerte al otrora afamado escritor Ernesto Herráiz y la
noche custodió su cuerpo inerte, y la brisa silenciosa le acarició el rostro, secándole
las lágrimas.
sábado, 8 de marzo de 2014
'Rebobina': ¡Novena entrega!
9
Terraza de una
cafetería de la Avenida del Gran Capitán, Córdoba.
Septiembre, 2013.
No sé si quiero que sigas grabando nuestra conversación y
más cuando has apagado ese cacharro mientras me dabas tu explicación, la cual
tampoco sé si creer, dicho sea de paso… No me cambies de tema, se me han
quitado las ganas de beber. Déjate de Amadeo, no voy a tomarme otra; bebe lo que quieras… Dices
que eres policía y por eso vas armado, claro que no llevas nada que así lo
acredite. Ya, ya, he captado eso de que trabajas de incógnito y no puedes
arriesgarte a ser identificado… Es o eres como Juan… Ya no sé si tutearte o no,
estoy confundido. La edad y el pacharán confunden mi sentido de la intuición.
Te comentaba antes que Juan Águila me cayó bien, pero había algo en él, un poso
insondable de duda, de hartazgo, de oscuridad. También lo veo en ti. Decías
a su vez que nada de mí quieres ni me harás daño, que no me matarás; que al que
buscas es a Juan y que lo haces porque está en problemas, porque corre
inminente peligro y sólo tú, ni siquiera sé tu nombre, tu nombre real, puedes
ayudarle… Bien, ¿y cómo sé yo que no me mientes? ¿Que no me engañas y que no le
asesinarás, con ese arma que guardas bajo la americana, en cuanto le tengas a
tiro? Cómo la búsqueda de una canción puede generar una situación tan
rocambolesca… Nos hemos vuelto locos, es la única razón que encuentro.
Sí creo eso de que Juan está en problemas. No me extraña
lo más mínimo oírlo, sinceramente. No le deseo nada malo a ese joven, tampoco a
ti. No se lo deseo a nadie, en realidad, pese a que presiento la dualidad en
vuestras almas, pese a que me gustaría confiar en vosotros, mas no debo, no
debo… Te contaré lo que sé y me olvidaré de este asunto para siempre. Volveré a
casa y dormiré y pediré a las estrellas que borren de mi memoria esta tarde y
también la otra, aquella tarde que acabó siendo noche y en la que algo bebido
acompañé a Juan Águila hasta su apartamento, cercano a las playas de
Pedregalejo, para oír de primera mano ese disco de Dylan grabado por fans que
guardaba en su circular corporeidad una versión en directo del tema ‘Abandoned
love’ interpretada en el ‘The Other End’ neoyorquino, allá por la década de los
setenta. Salíamos del ascensor y nos íbamos riendo de forma bobalicona, aunque
migramos con celeridad al silencio más absoluto cuando vimos la puerta de su
piso entre abierta, entornada, y una densa y pardusca, y también rojiza, gota
de sangre abrazar el dorado de la cerradura. Y a los pies, como la sombra corpórea
de dicha gota, el casquillo de un arma de pequeño calibre.
Del interior de la vivienda emergía una luz tenue,
amarillenta, fantasmal. Y entonces recé, yo recé aunque en nada creo ni jamás
he volcado mis plegarias al cielo. Pero recé porque contemplé cómo Juan
guardaba las llaves en un bolsillo de los vaqueros y de otro extraía una
armónica plateada, rectangular y metalizada… Claro que, obviamente, no era una
armónica sino una navaja, una de esas mariposas que se abren con un rápido
movimiento de muñeca, movimiento de muñeca que Juan llevó a cabo antes de colocar
un esquelético dedo sobre sus labios e indicarme que guardase silencio. Y,
entonces, comenzó a caminar con pasos lentos y elásticos, pero sobre todo
quedos, hacia el interior de su casa. Detrás de él, aterrado y con los vapores
etílicos escapando a través de todos los poros de mi cuerpo, imité su gesto y
me agaché torpemente y le seguí hasta el otro lado de la puerta sin querer
seguirle, ya que lo que yo quería era escapar y marcharme de aquel vívido conjuro
que sobre mí tan cruelmente se había derramado.
Entramos, uno detrás de otro, como dos fantasmas o como dos
zombis, de esos que en el cine siempre andan con horripilante lentitud y pasos
desacompasados. Las bisagras de la puerta crujieron ligerísimamente y asustado
di un respingo. Mi corazón latió deprisa, desbocado, mucho más rápido de lo que
debiera pulsar a mi edad. El intruso, que por la procedencia de la luz debía de
hallarse en una sala situada a la derecha del recibidor, no había percibido
nuestro arribo, ya que no se había abalanzado sobre nosotros. Permanecimos
parados unos instantes. Creo que Juan agudizaba el oído, yo en cambio no era
capaz de dejar de mirar con pasmo el baile de los reflejos lumínicos en la hoja
de su navaja… Y, entonces, sí, entonces escuché un ruido intermitente, una
especie de ritmo primario, de percusión, algo así como el roer que producirían
mil hormigas devorando a un pequeño mamífero. Te sonará extraño, pero esa es la
imagen que se configuró dentro de mi cabeza… La puerta de la sala, que supuse
sería el salón o la propia sala de estar, se encontraba cerrada y a través
del cristal translúcido sólo se intuían sombras y contornos difusos. Y, al
igual que en esas cintas policíacas de hace unos años, esas americanadas tan
populares, Águila arreó un patadón a la pobre puerta, pero ésta no se abrió, y
no se abrió porque el propietario del piso, el insensato Águila, había
calculado mal y estampó su zapatilla de deporte contra el cristal y éste se
rompió en mil pedazos, propiciando una alharaca monumental. Yo retrocedí y Juan
maldijo al mismo Dios al que yo había rezado momentos antes. Luego, con su
zurda giró el pomo y entró con torpe valentía y, cuando me quise dar cuenta, Juan
ya había tropezado y la mariposa, su navaja, se le había resbalado de las
manos, y justo ahí sentimos la voz grave que bramó algo así como al fin está
aquí el grandísimo hijo de puta y yo experimenté miedo, auténtico terror.
Era un hombre desprovisto de refinamiento, permíteme que
apuntille. Era grande o, al menos, más grande que Juan y yo… Juntos. Sus brazos
lucían hinchados, sin definir, pero potencialmente dañinos. Tenía un abdomen
regio y abultado, y también tatuado; su barriga estaba presidida por una
especie dragón marino con aletas. Y esto lo sé porque el visitante en casa de Águila
no llevaba camisa ni camiseta. Iba desnudo de cintura para arriba y el resto de
su indumentaria no era más que unos vaqueros preocupantemente roídos y un par
de botas de un marrón blancuzco, como recién salidas de la obra. Contigo quería yo
hablar, mamón; dijo mientras se incorporaba con visible esfuerzo. Observé que su
rostro moreno y sin afeitar sudaba profusamente. Él se acercó a Juan, que se
dolía de su traspié y al mismo tiempo trataba de levantarse. No le dio
tiempo a esto último y el enormísimo visitante le asió por las axilas y lo alzó
como se elevaría una mota de polvo bajo el influjo demoledor de un tornado. Por
un momento pensé que lo estamparía contra el techo. Y, sin embargo, cuando ya vaticinaba
lo peor, vi para mi asombro que aquel gigantón depositaba a Águila otra vez en
el suelo y ambos se separaron a la para mí insuficiente distancia de tres pasos
y medio. En la mano de Juan sobresalía la hoja metálica de su navaja; con la
que debía de haberlo amenazado, o eso deduje. Desconozco de qué forma había
conseguido hacerse con ella después de habérsele caído.
Aproveché la momentánea calma para templar mis nervios,
para intentar templarlos, pero no lo logré. Hice un examen ocular de la
habitación y descubrí una pila de discos, de vinilos, extraídos de sus fundas. Tirados,
desparramados por los suelos y… Lo que más me dolió: Estaban rotos. Habían sido
pisoteados, deliberadamente partidos en pequeños fragmentos de futilidad. Casi
lloro al ver aquellas grabaciones ya inservibles de Cocker, Stewart, la
Creedence, Fleetwood Mac, Dire Straits y tantos otros. Aquel tipejo, que ya se
había convertido en mi enemigo y mira que no le conocía, se había dedicado a
destrozar aquel paraíso musical con deliberada osadía… Pero mi odio no se
extendió en el tiempo porque enseguida, la inspección de mis ojos me llevaron
hasta él, divisé la palanca grisácea y, a su lado, el revólver de similar
tonalidad y como si mis sentidos hubiesen alertado al allanador de moradas éste
se condujo hasta ese preciso lugar y se hizo con ambos y a mí me amenazó con la
palanca y a Juan le reservó la pistola, apuntándole a la cabeza, y yo quise
echar a correr, pero el sonido de una mariposa posarse sobre el frío linóleo,
el sonido de la rendición, del armisticio, me hizo desistir…
Y empecé a hablar. Soy de natural cobarde y siempre he rehuido el conflicto. No me he encarado en mi vida con casi nadie y eso que en
el pasado hubo veces que pude haberme hecho el ofendido, con el mismo Carlos
Bepo, sin ir más lejos; pero eso es agua pasada y agua pasada nunca mueve
molinos o eso dicen… Pero… Ah, sí, te decía que soy cobarde, pero una llama por
la paz, ni siquiera sé qué quiere decir esa expresión… El caso es que me gusta,
así que la mantengo: Una llama por la paz alumbró mis entrañas y entonces comencé
a hablar, di forma a un parlamento que buscaba con tesón el fin de las
hostilidades entre aquellos dos hombres que yo casi no conocía, aunque ellos sí
tenían que saber el uno del otro y a mis ojos quedaba más que claro que se guardaban
rencillas personales, de esas que hacen que uno, contra toda lógica, entre en
la casa de otro y encima lo haga armado y se afane en destrozar toda su
colección de discos… Me estoy refiriendo a rencillas personales
de la peor clase.
Por favor, calmémonos todos y guarde esa arma, ha de existir
una explicación razonable para todo esto y podremos resolverlo como caballeros;
dije… Perdona la distracción, se me ha ido el santo al cielo. Me ha venido de
repente la consciencia del paralelismo entre las dos situaciones, la extraña
persecución que las armas llevan a cabo sobre mí… El revólver aquella noche, tu
revólver hoy… En fin, prosigo; sí, eso les dije, que debíamos ser capaces de
resolver el entuerto como caballeros. Pero él me contesto que con ese malnacido
no se puede arreglar nada, no es un caballero; el odio que se desprendía de sus
palabras hubiese sido capaz de haber hecho estallar un volcán por siglos
dormidos. Pero, ¿quién es usted si puede saberse?, pregunté insistiendo en mi
estratagema conciliadora… ¿Que qué hacía Juan mientras? Miraba de forma furtiva
hacia la navaja. Sólo se olvidaba de ella para contemplar el mar de fragmentos
de vinilo que decoraba su salón.
¿Quién soy yo? Bien, eso puedo decírselo; comentó aquel
hombre armado. Soy o me llamo Antón Carpio y soy el vecino del segundo. Sí, soy
el desgraciado que tiene la suerte de vivir una planta por debajo de este hijo
de puta; y yo le interrumpí alzando rápidamente una mano porque notaba cómo su
ira se reconcentraba conforme las palabras saltaban de sus labios. El tal Antón
se calmó e incluso se colocó el arma por dentro de la cinturilla de los vaqueros. La
palanca, en cambio, siguió pendiendo de su largo brazo. Y dijo más ese Carpio y
ahora yo intuí por primera vez el meollo de todo el asunto. Y es que el vecino
explicó le he pedido por activa y por pasiva que no lo haga más, pero él no
hace caso, a él le gusta tocar los huevos. Va buscando una hostia, en el mundo
hay gente así… Pues bien, Águila, has encontrado a alguien que te la va a dar.
Pero no entiendo nada, me atreví yo a interrumpirle, ¿qué le ha hecho Juan? Es
un buen hombre, no imagino qué ha podido hacerle; argumenté. Y Antón rió como
un loco, como un poseso, como si el sonido de un millar de hormigas devoradoras
que producía cuando rompía elepés hubiese sido multiplicado por mil o por un
millón y ahora fuese la voz de un billón de hormigas. Era una risa demencial,
que agradecí dejar de escuchar. Aseguró entonces que con Juan todo empieza muy
bien. Al principio éramos colegas, a veces veíamos el fútbol juntos y bebíamos
cerveza cada lunes y cada martes, pero poco a poco la cosa se jodió… Usted
parece un hombre venerable, por lo que me sorprende verle codearse con
semejante individuo; y estas palabras a mí dirigidas me despertaron algo de
simpatía por el tal Antón. No tengo nada contra usted, siguió diciendo, pero
Juan hace mucho que colmó mi paciencia; y me señaló hacia un rincón de la
estancia. En un primer instante, no comprendí. Luego, ya sí. ¿Ve, usted? Me
señaló. Vea el bafle, está volcado contra el suelo… Y el otro también y no he
sido yo, añadió.
Admonitorio miré a Juan. Él había dado un imperceptible paso
en pos de su anhelado e improvisado estilete. Le rogué con los ojos abiertos y
negros, como dos sartenes, que se quedase quieto. Pero no le pude recriminar
más, ya que Antón retomó su relato y ahora comentó usted, usted, repitió, ¿sabe
lo que es trabajar en una lonja de pescado? ¿Levantarse a las tres de la mañana
seis días a la semana? No se ofenda, pero se le ve un caballero respetable, de
esos que tienen o que han ejercido una profesión erudita, sin mancharse nunca
las manos, sin hacerse un rasguño… Aunque nada de esto viene al caso. Yo
trabajo en la lonja, yo madrugo seis putas madrugadas a la semana y ese mamón
no se limita a no dejarme dormir con su condenada música de viejo, sino que…
Sino que encima el mamón, el mal nacido; ahora Carpio no hablaba sino que
aullaba; deja el tocadiscos puesto a todo volumen cuando sale de casa. Lo deja
puesto a todo volumen y con los bafles contra el suelo, para que mi apartamento
sea un maldito diapasón. No sé una mierda de música, pero estoy hasta los cojones
de esos infernales bajos. Águila, ¿me oyes? ¡Hasta los cojones!
Pero, Juan, dije yo, ¿por qué? ¿No te entiendo? Añadí.
Águila observó el suelo al igual que hace un niño cuando es regañado por su
padre o por su madre y, enseguida, recuperó la compostura. ¿De qué te quejas,
Antón? Podías darme las gracias por haberte culturizado musicalmente; eso dijo
el muy loco y yo pensé que Carpio le mataba allí mismo y si no le mataba él, lo
haría yo porque este Juan estaba hecho un condenado imbécil, un botarate.
Pero en vez de perder los papeles el visitante habló muy despacito, midiendo mucho
el tempo de las palabras, y yo noté en mis huesos la calma que precede a la
tempestad. Antón habló y afirmó, ¿ve usted? Con semejante individuo llevo
bregando ya no sé ni el tiempo, fíjese. Y yo, siguió diciendo Carpio, que soy
tranquilo y no pierdo la calma he llegado a un punto en el que me ha sacado de
mis casillas y he rebuscado el viejo revólver de mi padre y he disparado contra
la puerta para poder entrar y colarme aquí, y antes traté de destrozar la
cerradura con esta palanca, pero se me escurrió y me la he clavado en una mano,
y ahora sangra mucho…
Y entonces la sangre llamó a la sangre. No lo creerás
posible o tal vez sí, mas pareció que ya todo había sido hablado y que ahora, ahora que había aparecido en su parlamento el término sangre, sí iban a dar comienzo
las hostilidades y, mientras Juan se agachaba a recoger la navaja, Antón hizo
amago de sacar de nuevo su arma de la cinturilla y yo les pedí calma a ambos,
pero percibí el fuego en sus miradas, percibí la locura que rige este mundo y
que explica cada una de las desgracias que a diario suceden y no fui capaz de
soportarlo, sencillamente no pude más. De modo que salí corriendo escaleras
abajo. Ya me encontraba muy lejos del bloque, en medio de un laberinto
compuesto por húmedas calles, cuando todavía sentía a mi espalda el fuego de cuatro ojos desprovistos de razón, brasas que arderían hasta
consumir la última de las briznas…
Y eso es todo lo que le relataré de aquella noche. Antes de que me
lo cuestiones, sí, después de esa velada me crucé otra vez con Juan.
Ocurrió cerca del puerto un atardecer. Él bebía junto a una hermosa muchacha.
Estaban sentados en una mesa. En cuanto le reconocí, eché a correr despavorido.
No sé qué ocurrió en su casa, cómo se resolvió la trifulca, pero tampoco tengo
la más mínima curiosidad al respecto. Nada malo le deseo a Juan Águila. Estoy
seguro de que hay bondad en él, lo que no sé es si él piensa igual que yo. Es
como tú, me recuerda tanto a ti... Los dos os hayáis sumidos en problemas, en
lamentos, guardáis más de lo que debierais y a mí vuestra negrura me resulta
cegadora. Ya no te tutearé… Así que váyase, ¿me oye? Váyase si no quiere que
comience a gritar, a lanzar alaridos que alerten al condenado planeta, voces
que se oirán hasta en la luna. Tal vez tenía que haberlo hecho hace muchísimo
tiempo, pero sólo desde la locura uno cavila de forma sensata y yo he tardado
demasiado en llegar hasta ella…
->En dos semanas (el sábado 22 de marzo) la décima entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas
palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias,
todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables
letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un
final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa
silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y
adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo
una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre
extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino
que tan sólo se disfruta.
viernes, 7 de marzo de 2014
Caleidoscopio
Orondas abejas revoloteaban entre el océano
de flores que, bajo los haces de un sol en extinción, amarillo y naranja, y
también cobrizo, creaban aquel hermoso caleidoscopio similar a una paleta caprichosa
que ahora prefiere el ocre y luego se decantará por el mostaza o el rosa palo o
el magenta. La vegetación desbordaba las lindes del prado y sólo cedía y
mostraba tímido sonrojo en el mismo centro, lugar donde las vívidas amapolas
alfombraban la superficie hasta que ésta se hundía en el mar y el azul de sus
aguas, calcos oscurecidos de los tapices del cielo.
El blanco reluciente de las sillas plegables,
divididas en dos bancadas, a izquierda y derecha de un largo y estrecho
corredor, no desentonaba en aquella amalgama festiva. El aire parecía cargado
de partículas etéreas; densos e incontables átomos que ralentizaban los
movimientos de los allí presentes. En total, casi un centenar de asistentes,
todos ataviados con sus elegantes trajes oscuros, muy discretos y mesurados, aunque
algún invitado se había decantado por un tono más estridente, rozando la
fosforescencia. Peinados recogidos, rostros impolutamente afeitados, anillos y
collares, brillo sobre brillo el de ellos y ellas en la fiesta de las fiestas.
Y, en medio de aquella vorágine ruidosa, el
protagonista de la velada se encontraba quieto y envarado, la piel lívida con los
ojos cerrados y el gesto compungido. Inmóvil aguardaba a que diese comienzo la
ceremonia y, a cada segundo que el tiempo dejaba escapar, temía más y más que
ella no se presentase. Ajenos a su preocupación, a su atávico pavor, los
invitados conversaban y reían, y alguno incluso afirmaba que hacía mucho que no
se lo pasaba tan bien. Y todo era alharaca y también color, y más de uno y de
dos ya pensaban en las viandas inmediatamente posteriores a las rectas palabras
del sacerdote, ansiosos por satisfacer la voracidad que albergaban en su
interior.
Se hizo un repentino silencio cuando el
prelado alzó sus manos. Sonó una melodía apacible y todo el prado pareció
transmutarse en solemne seriedad. El próximo ulular de las rompientes olas
azules y los vientos de un cielo con reflejos violáceos perfilaban los últimos
detalles de la escena. Magnífica y orquestada despedida la que se erigía. Ella
no apareció y, dentro de su ataúd de pino, el protagonista del oficio, por
siempre quietos los ojos cerrados, volvió a morir, roto en mil pedazos su
corazón. Se deshizo en corpórea nada mientras los invitados, sentados con
recato, compungían teatralmente el gesto y las orondas abejas revoloteaban al
calor de los últimos rayos de un sol en extinción.
lunes, 3 de marzo de 2014
En un club de Dallas
Existe un club en Dallas, en la esquina entre el boulevard Malcolm X y la Gran Avenida, donde los tercios de
cerveza se venden a treinta centavos el botellín y donde, además, por cortesía
del ‘cook’ Chuck, cada espirituosa
bebida llega a los sedientos labios del cliente acompañada de una suculenta
costillita de cerdo, manjar de dioses bañado en densa y opaca salsa barbacoa.
Allí comen y, por supuesto, beben personas de todo tipo. No se hacen
distinciones entre mecánicos, contables, cowboys y estrellas de cine. O eso
dicen, porque cuentan que este club de Dallas es uno de los sitios más
habituales donde uno puede encontrarse a Matthew
McConaughey, actor tejano y figura boyante del celuloide. Dicen también que
el flamante ganador del Oscar a la mejor interpretación masculina, acodado en
la barra de este club y con las comisuras de la boca llenas de salsa barbacoa y
con unas cervezas ya en el cuerpo, dicho sea de paso, se topó con el demonio,
el cual le ofreció un trato que éste no pudo, ni quiso, rechazar.
El demonio, como ya se imaginarán, responde a la imagen
general que de él se tiene: refinado y elegante, trajeado y peinado hacia atrás
de forma pulcra. A todo lo anterior hay que añadirle, según cuentan, que Mefistófeles mostraba el pétreo rostro
de Marlon Brando, intérprete entre
intérpretes: Julio César, ¡Viva Zapata!, El rostro impenetrable, Rebelión
a bordo, La ley del silencio, Un tranvía llamado deseo… Aquella
sucesión de antológicas películas anonadó al alcoholizado McConaughey, que
enmudeció ante la grandeza de su interlocutor. Comprensivo, y también algo
halagado, hasta del diablo es víctima de su propio ego, el demonio Brando
palmeó con cariño la espalda de Matthew y le invitó a una ronda de cervezas.
Bebieron muchas más, incontables rondas. Y, cuando ambos se hallaban
profundamente perjudicados, el señor de las sombras le propuso al tejano un pacto,
un trato; él haría despegar su carrera, le volvería un actor de método, le concedería
la habilidad necesaria para firmar papeles memorables y actuaciones
formidables. Aseguran, los pocos presentes que allí estaban y que escuchaban con
aire distraído, como el que no quiere la cosa, que McConaughey profirió una
estentórea risotada y gritó Sahara, Los fantasmas de mis ex novias, Planes de boda y muchos más títulos de una
desastrosa filmografía escaparon de su convulsa garganta. No tendría mérito
entonces, aseveran que fue la respuesta del malvado Brando.
No ganarás ni la mitad de pasta que ahora, pero te
agenciarás el Oscar y en menos tiempo
del que crees. ¿Y a cambio? A cambio, nada; considérate afortunado. Nadie me
cree, pero no soy tan malo como me pintan… La estrella de la comedia romántica calló
durante eternos segundos. Los testigos explican cómo, al final, ambos terminaron
dándose la mano y el diablo Brando pagó la cuenta antes de perderse bajo la
claridad vespertina y nociva de las calles contaminadas de Dallas. Matthew
quedó inmóvil, acodado en la barra, rodeado por las sombras del club y con las
ideas vagando confusas y repetitivas por su cabeza como una adivinanza que
jamás llega a ser descifrada…
Apenas unos años después, hace tan sólo unos meses,
McConaughey grabó Dallas Buyers Club
(‘El club de compradores de Dallas’) y ahora le acaban de premiar con un Oscar
por su fenomenal interpretación del sureño, pendenciero, mujeriego, homófobo y
racista cowboy de rodeo Ron Woodroof.
Aún no se ha estrenado en España, pero es una cinta que han de ver con urgencia.
A Jared Leto, compañero de metraje,
le han concedido el galardón al mejor actor secundario, lo cual tampoco resulta
de extrañar. Los dos están sublimes en esta hermosa película que no cae en el
sentimentalismo, en esta historia de superación y de ganas de vivir, que
esgrime un mensaje profundo y de calado, que huye del clásico y vacío final
feliz, pero que tampoco condena al espectador a la pena por la mera pena, al
abatimiento y la pérdida de esperanzas.
Dallas Buyers Club es la vida misma hecha cine y toda esta vida empezó hace
unos pocos años cuando Matthew McConaughey pactó con el diablo en un club tejano
donde aún hoy se sirve cerveza barata y sabrosas costillas de cerdo.
Curiosamente, con esta película la historia vuelve al origen, a Dallas, aunque
ni mucho menos se cierra aquí. La carrera de la estrella tejana promete más papeles
antológicos, siempre ayudado por los poderes sobrenaturales de un Marlon Brando
mefistotélico… ¿Qué no creen nada de lo que cuento? Vean Dallas Buyers Club. Véanla y luego me dicen. Y ya de paso, y si
tienen un rato, les recomiendo que echen también un vistazo a la primera
temporada de True Detective, antes
de que concluya la semana que viene. Véanla y quizá entonces, al igual que Fausto, al igual que yo, crean en los
pactos imposibles y en los milagros cinematográficos que únicamente suceden en
algunos clubes de Dallas.
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