Parpadeantes luces multicolores incrustadas en el panel
de mandos alertan al cosmonauta de la avería. Ajustada la escafandra, abandona
la seguridad oxigenada del módulo y, a través de la fría y solitaria nada que
compone y circunvala el negro espacio exterior, se aproxima reptante a la cola
del cohete, lugar donde se alojan los complicados y extensos circuitos de
cableado que controlan el potentísimo motor diesel, una maravilla de la
ingeniería aeronáutica que ha de llevarlo de vuelta a su planeta natal, que
debe introducirlo en la aún lejana atmósfera terrestre. Con la presteza que
otorga la experiencia al ojo aplicado, el cosmonauta comprende que no hay nada
que hacer, la instalación eléctrica se ha perdido para siempre. Golpea entonces
con rabia la helada superficie metálica del cohete y lanza gritos e
improperios. Descubre que, sin apenas ser consciente de ello, está llorando.
Piensa en llamar por radio a la torre de control, pero sabe que es en balde,
que todo está perdido.
Después de unos minutos en sordo silencio, el cosmonauta vuelve
al interior del cohete. No aguanta mucho tiempo dentro sino que sale de nuevo
al espacio y ahora porta entre sus manos un potente artilugio diseñado para
observar estrellas distantes. Dirige la mirilla del aparato hacia el planeta
azul y divisa con pasmosa claridad la serpenteante muralla china, ve miles de
turistas pulular de un sitio a otro de la milenaria construcción. Recuerda el
cosmonauta la fecha del año en la que nos encontramos y enfoca su alargada lupa
hacia los desiertos chilenos. Entre sus innumerables dunas vislumbra coches y
motocicletas y también camiones, son los participantes del rally Dakar.
La precisión de las lentes le genera una extraña idea.
Tras unas décimas de segundo dedicadas al rastreo, el cosmonauta se encuentra
contemplando su casa. En el marco de la puerta abierta atisba la silueta de su
mujer envuelta en un abrigo y el cuello apresado por los giros de una larga
bufanda roja. Alrededor de ella, alrededor de toda la casita de dos plantas,
refulge la nieve blanca. Un coche aparca y un hombre se apea de él. Sus pasos
decididos le llevan hasta la entrada y, por tanto, hasta su mujer. El
cosmonauta asiste pasmado al abrazo entre ambos. Su pulso tiembla cuando
observa a la pareja besarse apasionadamente. No entiende nada y cuando el
visitante se gira y muestra su rostro a la mañana rusa, como si posase para un
espectador ubicado miles de kilómetros sobre ellos, el cosmonauta se siente
confuso, ya que el usurpador resulta ser él. Y, aunque sabe que esto es
imposible y él está en el espacio a punto de morir y no en su casa, no puede
sino admirar el parecido de sus facciones con las del hombre que abraza y besa
a su mujer: la misma estatura, el mismo pelo y hasta la misma ropa. Una copia
idéntica observada desde los cielos por un cosmonauta con el cohete averiado,
un trasunto observado por un hombre atrapado en el espacio pero fuera del
tiempo, por un asteroide humano condenado a orbitar a través del cosmos
transmutado en, como cantaba Lou Reed, un improvisado satélite de amor
ascendido a las alturas.