Acudí a su casa aquella noche porque él me lo pidió y
porque era mi amigo y porque me necesitaba, me pidió auxilio y yo corrí en su
ayuda. Lamenté y aún hoy lamento su muerte, con la que nada tuve que ver o eso
quiero creer (al menos, de manera directa), pero no me atrevo a asegurarlo, ya
que vago a la deriva en un inmenso mar de dudas… Si tienen un poco de
paciencia, les contaré mis inquietudes y más negras sospechas. No pienso omitir
ningún detalle, serán ustedes los que juzguen y repartan culpas, los que
decidan o, por el contrario, los que tilden estas líneas de disparate o de
burda mentira. Eso dependerá de cada cual.
Conocí a Agustín Sebas hace muchos años, ambos íbamos a
las mismas clases en bachillerato y pronto entablamos amistad. Le gustaba leer
y bebía en demasía. Su amor por los libros y los vidrios le definía a la
perfección. Por supuesto, era buena persona, un chaval atento e inofensivo,
también algo extraño y huidizo, su carácter independiente le hacía no encajar
con el resto de amigos. Estudió Empresariales y, con presteza, nada más haber
concluido la licenciatura, encontró trabajo y un buen puesto, dicho sea de paso,
con un sueldo fantástico para tratarse de alguien sin experiencia que acababa
de dejar las aulas. En resumen, su vida se encauzó por derroteros distintos a
los míos y con lenta constancia nos fuimos distanciando.
Me llamo Víctor Montalvo y a causa de mi profesión, soy periodista
(aunque también escribo ficción; es más, he obtenido algo de éxito de un tiempo
a esta parte y ahora casi podría decirse que me dedico exclusivamente a la
creación literaria; tengo tres novelas publicadas y, de hecho, hoy he estado
firmando ejemplares de la última de ellas en la feria del libro), empecé a
viajar y pasar largas estancias en el extranjero y, digamos, que eso nos hizo
despegarnos y perder el contacto. Pese a ello, siempre le tuve aprecio; yo
intentaba quedar con él para tomar unas cervezas cada vez que volvía a Málaga.
Con el tiempo su ansia por la bebida fue menguando; su pasión por la literatura,
en cambio, se mantuvo inalterable y si acaso varió fue para aumentar todavía
más.
Hace ya algún tiempo el mismo trabajo que me hizo
abandonar mi hogar me ha hecho retornar. De modo que ahora vivo y escribo en la
Costa del Sol y, nada más me hube instalado, eché el teléfono a mi amigo
Agustín con la intención de darle la buena nueva, se me apetecía verle, ya que
llevaba demasiados meses sin saber una palabra de él. Probé a llamarle durante
días pero no obtuve ningún éxito. Me presenté en su casa, mas nadie me abrió la
puerta ni contestó mis repetitivos y concienzudos timbrazos. No me quedó otra
que desistir y postergar al bueno de Sebas al más cruel de los olvidos.
Mentiría si dijese que no intenté ponerme en contacto con él a través de
terceras personas, que no le busqué en su oficina y que no me esforcé, sin
ningún resultado, en localizar a sus padres... Llegué a pensar que Sebas se
había mudado, que había desaparecido con la maleta bajo el brazo en busca de distintos
paisajes y nuevas aventuras. También calibré la opción de un enfado, la amistad
conmigo clausurada por su parte de manera unilateral, sin tan siquiera
hacérmelo saber. Claro que, si esto se había producido, no era capaz de
recordar qué le había hecho yo, qué mal le había propiciado que justificase tan
drástica decisión.
Como no hallé contestación a tanta duda, a tanta
incomprensión y, sobre todo, a tanto silencio me desentendí de la cuestión y
seguí con mi vida, en el fondo entristecido al suponer que quizá jamás sabría
nada de mi antiguo colega. Pero me equivoqué. Justo cuando abandoné el rastreo,
meses después de haber vuelto yo a Málaga y haberme asentado en mi nuevo puesto
de trabajo y haberme venido a vivir con mi preciosa Julia y, asimismo, haber
recobrado los lazos con muchas amistades dejadas atrás y también con algunas
nuevas, entonces, y sólo entonces, Agustín Sebas me llamó y su voz me asustó
profundamente, sonaba rasgada y grave, tañía débil como si procediese de un
sitio muy lejano, como si el cable del teléfono por primera vez en la historia
de este invento reflejase la distancia real que existe entre las dos personas
que charlan con el auricular pegado a la oreja.
Sebas me llamó una noche. El teléfono ya crepitaba cuando
crucé el umbral de la puerta, no sé cuánto rato habría estado llamando o si era
ésta, la vez que respondí y dije hola, la primera de sus intentonas. Y no puedo
saberlo porque Julia tampoco había llegado a casa. Era una de esas ocasiones en
las que se quedaba hasta muy tarde, a veces hasta bien entrada la madrugada, en
el despacho de abogados donde trabajaba y trabaja, eso afortunadamente no ha
cambiado. El caso es que cogí la llamada de Agustín y me alegré de oírle. Le
atosigué a preguntas (¿dónde has estado? ¿Por qué no has respondido a mis múltiples
llamadas? ¿Tienes idea del ahínco que he puesto en localizarte? ¿Qué es de tu
vida?), mas él me cortó con un ataque de tos seca, creo que fue ésta la primera
vez que me preocupé por su salud, que tuve un mal presagio.
Me pidió Sebas que nos viésemos, que si no me suponía
mucho problema me desplazase hasta su casa esa misma noche. Yo argüí que
aquello era muy precipitado, que esperaba a Julia, que, por cierto, debía
conocerla pronto, esperaba que le cayese genial porque era una mujer que me
hacía muy feliz… Y no recuerdo si le conté más, aunque sí rememoro aún con
nitidez el instante en el que me quedé callado, sorprendido de no escuchar ni
un murmullo al otro lado de la línea. Ambos permanecimos unos segundos en
completo silencio, hasta la estática de la línea pareció haber quedado
repentinamente muda. Víctor, necesito tu ayuda, susurró la voz debilitada (ahora
sí lo percibí con rotundidad) de mi colega, que añadió, mientras yo cavilaba
todo lo que ahora pongo por escrito, hay algo que necesito que oigas, es
necesario que sepas y si no vienes hoy puede que mañana sea tarde.
No diré más por teléfono, amigo, dijo Agustín zanjando el
asunto. Me plegué a su petición y le pregunté a dónde tenía que dirigirme. A mi
casa, vivo donde siempre; creo que no recuerdo la última vez que salí de aquí…
La llamada concluyó súbitamente y yo hablé, a lo mejor grité poseído por el
pánico, al auricular muerto de mi teléfono, ¿qué dices, Sebas? ¡No bromees! ¡Me
estás asustando! Sabe Dios que en esos momentos no era consciente del terror
que estaba tomando forma ante mis ojos, pero cómo iba a imaginar algo así,
¡cómo!
Me eché la gabardina sobre los hombros y me adentré en el
tráfico nocturno que recorría la ciudad. Antes de abandonar el piso, garabateé
una nota para Julia. No deseaba que volviese y mi ausencia la asustase. En
escasos minutos, no transcurrieron más de quince, ya franqueaba la puerta de la
casa de Agustín. Él me recibió en la entrada y casi di un salto atrás al tenerle
frente a mí. Ambos éramos de la misma edad, por tanto, la última noche que le
vi con vida no podía tener más de treinta años. No obstante, su esqueleto se
hallaba encorvado, volcado hacia delante, y estaba flaco como una vela que se
ha pasado toda la madrugada prendida, sin dejar de consumirse. Su pelo raleaba
y se ayudaba de un bastón blancuzco para caminar, un apoyo de madera que
agarraba con unas manos mefíticas y arrugadas, plagadas de costras y con la
piel, de un vívido color purpúreo, levantada. La visión de ellas resultaba
completamente repugnante. Quise darle un abrazo pero temí que todo su ser se
fuera a romper en mil pedazos al menor contacto, al más ligerísimo roce. Sebas
tampoco hizo nada por exteriorizar ninguna muestra de entusiasmo ante mi
llegada. Únicamente sonrió un poco, una sonrisa esbozada desde el fondo del
cráneo, una sonrisa que se volvía prácticamente invisible ante la fijeza de los
dos globos oculares que husmeaban sobre ella… Agustín siempre tuvo los ojos
claros mas, pese a que no lo crean ustedes posible, aquella noche sus iris me
miraban bañados en mitad de un lago amarillo.
Un gesto realizado con el bastón me instó a caminar hacia
el salón. El polvo de toda una casa abandonada se elevó en forma de nube cuando
me dejé caer sobre un carcomido sillón. A dos metros de mí se sentó, con
visible esfuerzo, mi amigo y me dijo hola, se te ve bien, sano. Yo tardé en
asimilar sus palabras al sentirme desbordado por el caos de libros reinante en
ese salón. Cómo describirlo. La luz llegaba procedente de pequeñas lámparas equipadas
con bombillas de bajo consumo. Las cortinas del ventanal, gruesas y pesadas,
tapaban la visión del patio y de la calle, supuse que durante el día aquello
parecería una cripta, ni un rayo de sol atravesaría ese telón de pétrea tela… Y
los libros, qué de libros. Arriba y abajo, a un lado y a otro, en estanterías y
montañas apilados, en el suelo y hasta el techo, junto a las fantasmales lámparas
y cerca de las cortinas. Libros, libros y más libros. Libros caros
encuadernados en edición rústica, también de bolsillo y baratos, y libros antiguos
y nuevos y descatalogados; un infinito océano de papel inabarcable delante de
mis pupilas.
Cuando hube admirado aquel paraíso de bibliófilo, reparé
en las palabras de Agustín y me pareció cómico que alguien en su estado pudiese
tan siquiera entrar a valorar cómo de sana era mi condición física y así se lo
solté y, enseguida, una fracción de segundo posterior, le pregunté por su
salud, le pedí que alumbrase los meses, casi un año entero, en los que nada
había sabido de él. Qué te ha ocurrido, colega, le dije ante su expresión atentamente
clavada en mí, su amarillo par de ojos me inspeccionaba. Te he llamado para
salvarte, Víctor, dijo por fin. Para mí ya no hay escapatoria, afirmó después,
pero para ti todavía queda tiempo. Escúchame y vivirás, no cometas mis errores.
Atiende, Montalvo, atiende.
Su apariencia demacrada y sus ademanes dementes, junto
con el matiz siniestro y débil de su voz, me hicieron pensar en una grave
enfermedad, en un veneno que le había hecho renunciar al mundo y enclaustrarse
en casa a esperar rodeado de libros el arribo de la muerte; leyendo hasta el
fin de sus días, fecha que se antojaba próxima. Preocupado por Agustín, con
presteza elaboré un plan para sacarle de allí y llevarle a un hospital de
manera urgente. Sabía que primero debía dejarle hablar y de ese modo ganarme su
confianza. Tenía que ser cauto ya que me parecía una persona profundamente
enajenada. Sin embargo, cuando concluyó su relato y me explicó lo que me quería
explicar ya no percibí de forma tan clara todo lo que aquí y ahora plasmo sobre
el papel, sino que dentro de mis sienes retumbaba su desgarrada voz y la imagen
nítida y dolorosa de sus manos, plagadas de costras y la piel, de un vívido
color purpúreo, levantada…
(Continuará… La
segunda y última parte de este cuento verá la luz el próximo miércoles, día 5 de febrero, en el periódico ‘La voz
de hoy’)
->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica
Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: