Esta
pequeña historia se la contaron hace poco a mi abuela, que enseguida
se la relató a mi madre, que por teléfono me la repitió, quizá
queriendo, seguro intentando, que yo le pusiese palabras. Pero quien
narra es mi abuela:
Verás,
Pili. Concha me explicó que era una excursión de un día por los
pueblos blancos de Cádiz. Ya te imaginas, muchos mayores y
kilómetros en autobús. A mediodía paran delante de una venta.
Antes de sentarse, rodean la barra y beben cerveza. Brindan. Y al tal
Matías le sabe a gloria. La primera caña. Porque la segunda parece
que le cuesta. De repente, se siente morir. El hombre toma y se toma
tan en serio que va y muere allí mismo, al instante. Fulminante.
Infarto, anuncia el médico presente (siempre hay uno) entre los
comensales. Que se miran, los más aprensivos incluso, cuenta Concha,
se buscan con disimulo el pulso, sin entender bien cómo. Aunque la
conmoción dura casi nada. Porque oyen que el de la funeraria no
llegará hasta dentro de horas. Insostenible situación. Algo hay que
hacer. Todos de acuerdo. Pero sólo dos cargan y acuestan a Matías
en el patio trasero de la venta. Un tercero, que padece de los
hombros, le tapa con una manta. El resto de la excursión
superviviente se sienta a comer. Si es que ya estaba pagado, se
repiten. El menú, muy sabroso. Anima a la conversación. A reír
durante los cafés. Luego, siesta en el bus. Lleno salvo por la plaza
de Matías. Todavía en el patio, como si durmiera. Igual que se
olvida un sueño.