Para
escapar del cliente y su cupón descuento, me escondí en esta
lavadora. No fue fácil: recuerdo mis manos hacia delante, con
esfuerzo metí ambos brazos, las piernas enseguida quedaron tan
retorcidas y aquel dolor de cuello, qué horrible punzada en la nuca.
Aunque peor está resultando salir. La pequeña puerta redonda se
cerró tras de mí y hace meses que permanezco atrapado. Mis gritos,
igual de presos, a diario centrifugan sin éxito el tambor hasta
enmudecer. Tampoco sirven los arrepentidos cabezazos que me castigo
contra el grueso cristal. Pasa mi tiempo, sin que nada ni nadie
pasen. Yo intento matarlo, inflar la esperanza, soplando pompas de
jabón. Cada una envuelve un pequeño miedo. Y a ratos, cuando mis
dedos lo alcanzan, algo raro, también me aplico suavizante en el
pelo. Oí una vez que si repites y repites, te acaba dejando un
brillo genial. Y es que aquí dentro me acuerdo de demasiado. Pienso
demasiado. Ahora, por ejemplo, le doy vueltas a esta lavadora. La
imagino como una gran ballena blanca de metal. Vista así, yo sería
Ahab. Mejor Jonás. Muy pronto libre de nuevo. En una playa. ¿De
agua fría o caliente? ¿Después de un baño corto o largo? Depende
del programa. En todo caso, mojado, remojado. Ya me tiendo al sol.
Pronto estaré seco. Y sin manchas. Lavado por fuera. Limpio por
dentro.