Mi
cocina da a la de Sara. Apenas metro y medio de patio interior,
quizás incluso algo menos, me separan de su ventana siempre abierta.
En verano e invierno. Sara vive enmarcada. A diario veo cómo prepara
lo que luego comerá. Tiene un olor ya sabroso. De postre, una
manzana. También un cigarrillo. Enseguida, nunca falla, se enciende
otro. La mano libre agarra bolígrafo y papel. Y durante horas
escribe. Porque Sara es escritora. Crea sus historias frente a mi
ventana. Me las lee. Mientras lo hace, imagino su voz, en realidad su
eco, narrando todo el patio. Planta por planta, hasta el cielo de
Madrid. En esta ciudad cuentan demasiado demasiados. Pero nadie con
tanta tinta en los ojos, tan coloreadas las pupilas, como Sara. Que a
veces, después de la última frase, me pregunta: ¿Te gusta cómo
acaba? Yo reconozco que prefiero los comienzos. Hace muchos meses,
recién llegada al bloque, vestida de amarillo cliché, Sara me pidió
un poco de sal. Llené una taza. Alargamos las manos. La suya era de
tacto dulce. Como su boca. Esa que hoy, dictando punto y aparte, me
ha pedido un beso. Para el que ahora alargo el cuerpo. Cuelgo de mi
ventana. Un equilibrista fuera de quicio. Pero qué cerca. Ya
casi llego. Sara se sonríe. Y también se estira. Nos tambaleamos
bajo el cielo de Madrid. Si caemos, será hacia arriba.