Me
tomó al asalto: “Fernando, necesitan personal de refuerzo en el
Carrefour de Comala; mañana de tarde empiezas”, dijo
mi jefe de sección. “Pero, Pedro, eso es imposible”, protesté
atropellado, incrédulo, “en Comala todos están muertos, ya lo
contó Juan Rulfo”. Y Pedro rio feliz, puede que de mí, de
mi ocurrencia tal vez. Luego, quiso calmarme: “Que va, que va”,
me repitió, se repitió, “aquel tiempo pasó, ahora Comala es
futuro: rebosa turistas, comercios, vida. Lo comprobarás por ti
mismo mañana”. Horas después salí hacia allí. Largo rato anduve
perdido en la llanura gris y amarilla. Y con cada paso me ahogaba un
poco más ese calor líquido, empapado, tan de los cuentos de Rulfo.
Finalmente, un arriero me indicó el camino. En las afueras de Comala, Carrefour refulgía como las casitas dolorosamente blancas abajo en el pueblo. La chica de Recursos Humanos me dio una
tarjeta identificativa nueva. Leí: “Fernando Páramo,
Electrodomésticos”. Sin decir nada, comencé a trabajar. Pero los
clientes no llegaban. De modo que aproveché para imprimir y colocar
los precios que faltaban en el PAE, también encendí los televisores
de la parrilla, frenteé el pasillo con los cables, limpié el
cristal grasiento y nada espejado de las tablets, además,
repuse los deuvedés y tedetés, cambié yo solo todos los
microondas del podio Daewoo y hasta encarcasé las
maquinillas y depiladoras eléctricas. La tienda entera me quedó
magnífica, igual que nueva, en realidad creo que como nunca antes;
claro que la tarde se fue sin dejar venta. Algo contrariado, temeroso
de no sé exactamente el qué, devolví a la oficina los 150 euros
con los que habíamos abierto caja. Y sobre el mueblecito de metal
gris de tacto casi líquido, donde se guardan los fondos de la
jornada siguiente, vi entonces aquella hoja de reclamaciones.
Quejándose de un tal Fernando Páramo.
sábado, 23 de abril de 2016
Fernando Páramo
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