(Continuación del relato 'En casa')
Una noche de Navidad
años después le pregunté a mi abuela si recordaba la visita de aquel perro de
pelaje oscuro. A esas horas sólo nosotros dos permanecíamos despiertos y, a
decir verdad, la abuela únicamente a medias, ya que daba continuas cabezadas frente al televisor de la cocina. Estaban
echando la famosa adaptación de Moby Dick
con Gregory Peck como enajenado capitán Ahab y Orson Welles interpretando al orondo y profético Padre Mapple. Hace no mucho leí que
esta versión del clásico de Melville
fue grabada en las Islas Canarias. Y
cuando la gran ballena blanca amenazaba con destrozar el casco del Pequod y arrastrar al fondo del mar las
almas de Ismael y el resto de
tripulantes, aprovechando que la abuela había abierto los ojos fugazmente, repetí
mi pregunta. “Claro que me acuerdo”, contestó
muy segura de sí misma y enseguida añadió,
“era muy pequeña y del viejo camión
saltaron decenas de hombres, todos con rifles y uniformes, y yo tuve miedo, un
miedo terrible de que hicieran daño a mamá…”. Sus ojos se volvieron a cerrar y oí lo que pareció un conato de ronquido.
“Te hablaba de Sevilla, abuela”, intenté por última ocasión, consciente de que
había pocas probabilidades de obtener respuesta; “hablaba de aquel cachorro enorme que apareció en la puerta de casa durante
la cena y se quedó observándonos la noche previa a la mudanza, ¿lo recuerdas?”.
La abuela cogió el mando a distancia, quizá
pensando en cambiar el canal o queriendo apagar la televisión, aunque no
hizo nada de eso, sino que se dedicó a sostenerlo usando ambas manos mientras miraba
hacia mí como si me viese por primera vez. Entonces, con la voz tomada por un sueño que yo demoraba, comentó: “Cuando echo la vista atrás y pienso en mi
vida, siempre dudo si la viví o tan sólo la soñé”. Quise decir algo pero no
supe qué. Ella dejó el mando sobre la mesa y se incorporó. “Estoy tan cansada… Voy a la cama. Buenas noches, Juan”, se
despidió con una sonrisa y ya desde el pasillo me recordó, “no olvides desenchufar el brasero ni te acuestes tarde”. Agarrado
a un blanco ataúd, Ismael flotaba a
la deriva entre los restos del Pequod
cuando puse en ‘mute’ el televisor. No
sé por qué decidí esperar un sueño que
no llegaba ojeando viejos álbumes de fotografías. Ahí estaban mis hermanos
y también mi madre de niña. En blanco y negro contemplé a la abuela recién
nacida en brazos de su madre, una joven alta de pelo moreno y gesto decidido a
la que nunca conocí. Tiempo atrás la misma abuela me había mostrado esa imagen.
Ahora para mí la instantánea tenía un carácter distinto: esa mujer que posaba con
su hija para la cámara no imaginaba los
riesgos que años más tarde le depararía la guerra. Oí los disparos, las detonaciones.
Alcé la vista al techo y bajo la intensa luz del fluorescente comprendí que eran ladridos lo que escuchaba
y no bombas, los ladridos del perro de cualquier vecino. Seguro que su pelaje
era de color negro, pensé, y debía de tener un tamaño enorme pese a no más ser
que un cachorro. En algún momento de la noche, me ahogué entre aquel mar de
fotografías antiguas y caí dormido. A la mañana siguiente la abuela me regañó por no haber apagado el brasero,
pero no se enfadó porque, aunque en esta ocasión no nos mudábamos, esa era la
jornada en que volvíamos a casa después de las vacaciones de Navidad. Nos despedimos de ella en el
portal. Durante el viaje en coche recordé los ladridos. Realmente oí ladrar a un
perro de madrugada. No lo soñé, aunque puede que algún día sí sueñe con él ya
que, al igual que Ahab, cada día
miro un poco más hacia atrás, hundiéndome en el pasado, mientras mis noches se
llenan de todo aquello que una vez fue.
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Imagen del principio: 'Tiny House', por Kate Townley Smith.
Fotografía última: Gregory Peck como el capitán Ahab, en la cinta Moby Dick.