Durante las noches de verano cenábamos juntos en torno a
la mesa de la cocina. “Ya se oye la
brisa”, oíamos decir a la abuela, siempre tan preocupada de que la puerta
del patio estuviese abierta tras la caída del sol. Desde mi silla, todavía me
acuerdo, veía la solería roja oscurecerse muy lentamente, igual que el cielo,
donde a cada instante aparecían nuevas estrellas. Mis tres hermanos pequeños y
yo solíamos encargarnos de poner la mesa, llevando
entre juegos y bromas los vasos, los cubiertos y la barra de pan, que nunca podía
faltar en nuestras cenas. Sin embargo, esa noche fue nuestra madre quien se
ocupó de los preparativos. Mientras retiraba cajas de cartón para hacer hueco a
los platos, papá iba y venía del salón con los brazos cargados de libros que
dejaba apilados junto a la pared del fondo. En casa una puerta batiente, como
en las películas del Lejano Oeste, comunicaba
las dos estancias, de modo que cada internada en la cocina de nuestro padre nos
traía unos cuantos segundos de música; le encantaba escuchar a los Stones, también a la Creedence y a los Doors. Esa noche el tocadiscos siguió girando en el salón hasta que
sonó el timbre. Entregué el dinero al repartidor a la vez que mis dos hermanos,
con un gesto triste nada habitual en ellos, recogían las pizzas. La pequeña de nosotros
cuatro, por aquel entonces acababa de cumplir cinco años, esperaba sentada en
la cocina, también fruncido el ceño pero
de una forma que resultaba muy cómica. Todos dijimos no tener hambre,
aunque no sobró ni una porción de pizza. Cenábamos en silencio cuando mi
hermana señaló hacia al patio en sombras. Entonces los siete nos giramos y allí
donde ella apuntaba vimos, mirándonos con boba curiosidad desde el marco de la
puerta, a un perro de pelaje oscuro tan
gigantesco como inofensivo que no llevaba collar. Pese a su descomunal tamaño,
tenía aspecto de cachorro. Ni siquiera mi padre supo determinar la raza. Una
inmensa lengua asomaba de su enorme boca y sus grandes ojos brillaban reflejando
la luz fluorescente de la cocina. Mis
dos hermanos se acercaron rápidamente para acariciarlo y el perro se dejó
rascar encantado. Ayudé a bajar a mi hermana antes de unirme a ellos. “Ha de ser un buen augurio”, apuntó la
abuela y sus ojos claros brillaron de
igual forma que los del curioso animal. Luego papá comenzó una ronda de sus
mejores chistes (así los llamaba él),
esos que decía reservar para las grandes
ocasiones. Mis hermanos y yo reímos sin parar con cada uno de ellos,
carcajada tras carcajada hasta que los
cuatro sentimos punzadas de dolor en el estómago y le pedimos que por favor
parase. El voluminoso perro debió de proseguir su paseo nocturno porque al
irnos a la cama ya no esperaba junto a la puerta. Mis hermanos se durmieron
hablando de lo bonito y grande que era el cachorro. “Debíamos haberle dado algo para comer, quizá tenía hambre”,
comentaban. Las maletas, apiladas en la entrada, parecían la más cruel de las
bromas. Aún sonriente, yo también me quedé dormido y esa noche soñé que al despertar no nos mudábamos. Aquella será siempre
nuestra casa.
------------------