Se hacen extrañas amistades esperando. En aquella época
el trabajo me obligaba a desplazarme cada día más de cien kilómetros y, como
carecía de coche propio, cogía el autobús. El horario de los buses no solía ser
más que una estimación, de modo que habitualmente pasaba largos ratos tirado en la estación. Allí me dedicaba a leer, a mirar el trasiego de los viajeros, a
pensar; a no hacer nada, en realidad. En una ocasión se acercó hasta mi banco
un hombre que dijo llamarse Anton Faste. Parecía extranjero, parecía mayor. Sus
manos eran de hueso. Sus ojos, muy pequeños, como puntos en mitad de un texto. La
falta de descanso lastraba sus hombros, caídos de forma asimétrica, más el
izquierdo que el derecho. Vestía traje gris raído y, mientras me contaba la
historia que aquí narro, juraría que vi los surcos de su chaqueta acrecentarse,
hacerse más hondos, igual que las arrugas de su rostro. Se marchó en cuanto
concluyó su relato. Y no volví a verlo hasta la pasada noche cuando soñé con
él, que no con su recuerdo.
Habla Faste: La primera noche soñé con una casa que no
era la mía. Ésta, la del sueño quiero decir, tenía dos plantas y paredes de
ladrillo cara vista. Un jardín arbolado la rodeaba, mientas que una piscina
cortaba la superficie del césped como una cicatriz horrible. Por alguna razón
supe que a mí me pertenecía o que yo habitaba el piso de abajo. Entré a través
de una ventana abierta. El color blanco de la cocina me produjo dolor de
cabeza, una agobiante sensación de abstracción. Tras una puerta batiente, como las
del Lejano Oeste, encontré una sala que debía de ser el salón, un espacio
atestado de retratos de gente que no conocía. La distribución de aquella
estancia amenazó con marearme, por lo que regresé al patio. Entonces vi las escaleras
negras de metal que conducían a la planta superior. Ascendí agarrado al
pasamanos. Una gigantesca terraza surgió ante mí. Había dos tumbonas colocadas
de forma paralela, también dos toallas de playa tendidas de una fina cuerda.
Quise entrar al interior del inmueble por una oquedad en la pared carente de
puerta, pero di de bruces contra una mujer joven y hermosa, de cabello rubio y
ojos azules. Le dije que era un ángel. Ella rió. Besé el brillo de sus dientes
y al instante oí los gritos en la distancia que me hicieron despertar.
»Poco tiempo después soñé de nuevo con aquella casa y eso
me alegró. Esta vez, cuando llegué, el ángel nadaba en la piscina. Me fijé en
su ceñido bañador verde, me fijé en cómo le caía el pelo por toda la espalda.
Nada dijo al verme aparecer. Sus movimientos en el agua atraparon mi atención y
tardé en comprender que no estaba sola. Junto a ella había otro ángel, tal vez
una amiga o su hermana, un espíritu afín de cabello moreno. Salieron de la
piscina al rato y me pidieron que las acompañase arriba. Cenamos pese a ser
todavía de día y bebimos hasta que sus voces sonaron indistinguibles. Recuerdo
que el ángel moreno hablaba de su pasado, describía vivencias dantescas, cuando
su compañera me guió hasta una de las tumbonas. Se desabrochó la parte superior
del bañador y aquella noche tardé mucho en despertar.
»La siguiente noche que visité la casa escuché insultos,
voces que discutían. Un hombre las amenazaba. Corrí escaleras arriba y le
ordené que se marchase. Sus ojos escrutaron mi cara como si pretendieran
aprenderse cada una de mis facciones. Entonces, antes de retirarse, dijo algo
que no logré entender. Toda la situación resultó ser confusa, caótica. Por
precaución decidí quedarme varios días en la casa, viviendo con ellas, cocinando
para ellas, haciendo el amor entre ese mar de fotografías de desconocidos, el
ángel rubio y yo atrapados en las dimensiones de aquel extraño salón, y sólo abandoné
el sueño cuando una mañana me sumergí en las frías aguas de la piscina.
»Transcurrió una temporada marcada por la ausencia de viajes
oníricos. Ya comenzaba a perder la esperanza de volver cuando recaí en la casa.
Ella descansaba tumbada sobre el césped. Su abdomen lucía anormalmente
hinchado. Temí lo peor. Así fue. Su voz sonaba idéntica a la del ángel moreno,
pero hablaba como siempre me había hablado. A partir de aquí las complicaciones
crecieron. Había noches en que soñaba y noches en que ni siquiera pegaba ojo.
Sí que me tocó estar en la casa cuando el embarazo se malogró. Limpiaba yo con
paños la sangre derramada, el ángel moreno acariciaba mientras la frente de su
compañera, de su hermana, el instante en que aquel hombre malo apareció de
nuevo. Ambas gritaron aterrorizadas, como si todos sus miedos se acabaran de
materializar. Vi que él cargaba un cuchillo en la diestra. Intentó apuñalarme,
pero esquivé su estocada por medio palmo. Forcejeamos. Luego, caímos por las
escaleras, produciendo un ruido metálico infernal. El golpe contra el suelo me
despertó.
»Comprendí entonces que no debía, que no quería, volver a
aquella casa. Así empecé a medicarme. Trataba de mantenerme por siempre
despierto. Una vez llegué a aguantar una semana completa sin pestañear, sé que
no me cree. Mi vida se ha convertido en un pánico constante a quedarme dormido.
Si me ve en sus sueños, corra, ¿lo entiende? No importa lo que le diga, lo que
haga, huya de mí.
Y Anton Faste anduvo hacia la calle, huyó de la estación.
Se marchó y yo lo borré hasta anoche, momento en que me reencontré con él en un
sueño. Era Faste, inconfundibles su rostro y manos, sólo que más mayor. En mi
sueño no había mujeres angelicales, tampoco casas de dos plantas y paredes de
ladrillo cara vista, sino que me encontraba en la ducha y no sé por qué
mientras me duchaba leía un libro, un relato en el que sí aparecían dos
hermanas muy parecidas a las que Faste mencionó en su día. Las del cuento vivían
solas en una casa perdida entre los montes. Alguien las amenazaba, el narrador
del relato explicaba que se sentían acechadas, quién sabe el motivo. Pensé de
repente, dejando la lectura, que iba a empapar el libro, que destrozaría sus
páginas, y esa idea me provocó gran angustia. Abandoné raudo la ducha. Sequé
como pude los goterones de agua. Varias frases quedaron inservibles, por
siempre crípticas, lo supe enseguida. Fuera del baño aguardaba Faste. Diría que
fue el cuchillo que esgrimía lo que me hizo despertar, pero mentiría. El terror
que nubló mi quietud procedía de sus ojos, tan pequeños y muertos como un punto
final.