Mecido por la música, flota en espirales de humo gris,
azul a ratos. Ante ti, la fe, tu copa y un cenicero. Cómo no reconocer esa
sensación, qué nombre darle. Toco el piano, te dice. Resulta encomiable,
lástima que lo hayas oído demasiadas veces. Te sobrepones y esbozas para ella
esa sonrisa de viernes por la noche. Tan estimada se siente que de su boca
escapan nuevas palabras como fantasmas, cristal o caricia. Sin tiempo para
atraparlas, se evaporan en el aire viciado del bar. Desde lo alto de la
banqueta de la que se ayuda, afanado en derramar pétalos ligeros como gotas de
lluvia sobre cada mesa, el camarero también ha de verlas esfumarse entre notas
y ruido. Tal vez él sí sepa ponerle un nombre a este momento, te consuelas
mientras observas que entre aplausos va de conocido en conocido, felicidad hecha
carne y hueso.
Y la estela de su paso son risas, no sólo de las decenas
de clientes que abarrotan el local, sino también de los rostros que no pierden
detalle desde las paredes. Esos cientos de personas atrapadas, alguien pagado
de sí mismo diría miles de víctimas presas, en fotografías tomadas durante
incontables veladas pretéritas. Visitantes ilustres y anónimos, los más
habituales y algunos ocasiones o esporádicos, todos ellos igualados por el complejo
mecanismo de una instantánea.
Resulta encomiable, repites con voz prestada. No te
escucha. Antes me contabas que apareces en una de estas fotos, prometiste
mostrármela, ¿recuerdas? Y no miente, ella siempre dice su verdad, pero la
imagen fue hecha hace tanto. Ven si quieres verla. Un último sorbo difumina por
completo el sinfín de figuras que baila, que se zarandea. Esquivas a éste y al
otro, el tacto de su mano te acompaña. Eres su guía. Tropezáis, aunque no
paras. Un grito llega amortiguado, lejano, pero carece de importancia. Ya vislumbras
el marco colgado a la altura de los ojos, muy digno salvo por la proximidad de
los servicios.
Señalas la instantánea. Cogidos de la cintura, susurra
algo acerca de tu atuendo, sopesa tu juventud; llega a preguntar por tu acompañante
en el retrato. Se os adivina muy felices y qué hermosa es, vaya traje. Qué
hermosa eras, confiesas a un recuerdo. Entonces sientes su desconcierto, predices
el reproche que está por venir pero que nunca llega debido a que ahora la
lluvia de pétalos se derrama sobre vosotros, regada por la risa del camarero
desde lo alto de su inseparable banqueta. Ella te abraza, luego te besa, es de
las que saben fingir contento. El bar entero aplaude, desean oír esas palabras
que atan, que son irremediables, eternas. Y, pese a que tu mirada no se aparta
de aquella antigua fotografía, accedes a pronunciarlas porque lo ocurrido largo
tiempo atrás jamás puede deshacerse ni cambiarse, tan sólo repetirse cada noche
de viernes.
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