Es
un botón perfecto en su redondez. Y enorme. Tan grande que para
pulsarlo hacen falta varios dedos. Quizá toda la mano. Una pequeña
luz roja parpadea en su corazón. Si accionas el botón, la luz se
apaga y enseguida oirás susurros de presión arañar cada metro de
manguera. A tu disposición tienes dos minutos y veinte segundos de
agua jabonosa. Inalterables caudal y tiempo. Aunque te da tiempo de
rodear el coche. Y borrar cada partícula de sucio. Ahora llega el
turno de ese segundo botón. El que aclara. Cuando las gotas
pulverizadas ya cuartean mis gafas. Dura sólo un momento, pero de
repente me apareces deconstruida: aquí veo moverse uno de tus brazos
sin pulseras, allí tu pierna derecha, justo debajo del goterón que
difumina tu cabeza, al menos su mitad izquierda. Te disfruto
convertida en turístico cubismo de gasolinera, pero sólo dura un
momento. Porque finalmente hay que escoger entre el encerado/brillo
o decantarnos por un baño de agua
osmotizada. Y nos miramos
como quien sopesa el destino de una vida. No sé qué decir. Ni tú
decidirte. Los dos últimos botones parpadean impacientes mientras
nuestra tarde constela tus ojos. Presiento que toda decisión será
fatal. Por eso yo voy siempre al túnel de lavado automático.
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Relato publicado en el periódico online La voz de hoy.