Nada, ocho veces de cada nueve nada me abate o aflige y
mi día, por tanto, acaba bien; concluye de forma mágicamente suave y pacífica,
sin sobresaltos melancólicos. Dentro de una irreal armonía floto a la deriva y
desconecto de los quehaceres cotidianos pertenecientes al reino de la vigilia,
deshaciéndome de esta o aquella preocupación, de este o aquel asunto pendiente,
de este o aquel recado o encargo persecutor desde la víspera que se ha quedado
sin hacer y, por consiguiente, resulta retrasado, siempre en la lista de lo postergado.
En esas ocho periódicas ocasiones la vida fluye sin que
nada cambie y hoy es igual que ayer, y también idéntico a lo que será mañana;
una sucesión infinita de nada que vacía y, a la vez, lo llena todo. Pero, sin
embargo, con eso me basta o, al menos, en esos distintos ocho momentos se me
antoja una existencia suficiente, soportable y valiosa. La novena vez, y creo
que hoy, mientras escribo estas líneas, me encuentro irremisiblemente atrapado en
ella, no resulta comparable a nada de lo anterior, tampoco me parece lógica, ni
siquiera justificada; para nada…
Desolado, he cerrado el periódico y he pensado que ojalá
nunca leyésemos, ni viésemos; que no supiésemos nada, porque de ahí brotan las
ideas que acarrean todas las consecuencias. Qué bueno sería que la intuición le
pusiese a uno sobre aviso, pero no existe ese sexto sentido. Yo carezco de él y
por eso he leído la noticia entera mientras, letra a letra, el horror me
invadía como el viento frío que franquea la ventana abierta y me hace tiritar.
Debería cerrarla y, además, tendría que darme prisa en ello o la noche
terminará entrando en mi hogar. Aunque también qué más da, me pregunto desde
esta novena vez en la que me hallo preso.
Él también tenía su ventana abierta o eso afirma la
información del diario. Me aterro sólo de pensarlo, mas no consigo dejar de
figurármelo, real y corpóreo como si estuviese ahora a mi lado. Y es entonces
cuando le veo con nitidez cristalina; le observo llegar a casa después del
trabajo, de idéntica forma que el resto de sus jornadas, y dejar (es su
costumbre) la chaqueta doblada sobre una silla y pasar al baño, donde sumerge
la cara en agua helada.
Y, a su vez, le contemplo prendiendo la televisión, ya
que él jamás la encendía, sino que la ‘prendía’, pero hoy no echan nada bueno
(algún partido de escaso interés y anuncios, siempre es posible disfrutar de un
generoso bloque de anuncios); de modo que se tumba sobre la cama y mira el
techo, y creo que sí… Estoy prácticamente seguro, pese a que el periodista del
diario nada dice al respecto (es de lo poco que se reserva en su exhaustiva y
desasosegante pieza). Creo que por primera vez lo piensa y ahora el miedo me
atenaza el pecho, pese a que nada debiera temer yo.
Al principio le viene como una idea absurda e intrusiva,
un molesto fogonazo neuronal que puede alejarse de una impulsiva patada que le
descalza un pie, pero no se va. Y prueba con la otra pierna, pero tampoco se
marcha. Nada cambia. Se levanta y camina inquieto de un lado a otro. El gélido linóleo
atraviesa la tela de sus calcetines. Le conozco (le conocía) y sé que la
ausencia de motivo, la carencia de razón y causa para su pensamiento, es lo que
más le perturbó, lo que le terminó de tensar los nervios.
Lanzo el periódico por los aires y palpo con la diestra
el tercer cajón del escritorio. Con los ojos cerrados empiezo a tirar del
hermético receptáculo hacia mí y éste se desliza siguiendo las guías metálicas
que lo sujetan. Él, dice la noticia, no precisó de mesa o cómoda, sino que
abrió, (en mi cabeza) abre el vestidor y lo reconoce desierto; en realidad,
parcialmente desierto: una solitaria mitad fantasmal y en la otra, su consabida
y denostada ropa.
¿Fue éste el impulso definitivo? No me atrevería a
garantizarlo. Nada era diferente aquella noche, pero todo había cambiado.
Cualquier infinitesimal factor, quizás el sudor que le empapaba la camisa o la
inmovilidad de su concluido día, detonó su oscura reacción, una respuesta
conductual tan negra como el largo y metálico cañón de la escopeta que yacía
silenciosa en el fondo de su vestidor. Él la ase con destreza y retira el
seguro. Y se vuelve a la cama. Descubre que le apetece tumbarse. Le parece todo
más cómodo y soportable desde esa posición horizontal. Y mira de nuevo hacia el
techo, pero él otea más allá, vislumbra las alturas y en un penúltimo instante
de consciencia siente que está llamando a las puertas del cielo… No dejo de
pensar que si hubiese tenido un periódico en casa, algo que leer y con lo que
entretenerse, un esparcimiento que le hubiese llenado la cabeza de otras ideas,
que hubiesen convertido aquella novena vez en una de esas ocho repetitivas e
insulsas, pero seguras… Entonces, nada de lo que siguió se hubiese producido.
O, tal vez, sí…
Lo único claro es que llegados a este punto sus ansias de
ser protagonista de una página del periódico de mañana (mi hoy) le parecen
incontenibles. Todo y nada le alcanzan en un rápido estruendo sonoro. Cuando la
televisión deja de emitir anuncios, unos desmadejados ojos abiertos indican que
él ya duerme para siempre… Aterrado, abro yo los míos y pestañeo y salgo de mi
quietud, y extraigo del tercer cajón del escritorio una caja de metal. Me
estremezco al tocarla. Pero no se abatan por mí, tampoco se aflijan, no quiero
que se preocupen; es únicamente que esta noche, como le ocurrió a él ayer, me
encuentro atrapado en la novena vez (ya se lo decía al principio de estas
líneas), pero yo no guardo deseos de fama ni tampoco (perdónenme la redundancia)
guardo armas de fuego en mi hogar. En esa caja sólo caben las esperanzas,
esperanzas transfiguradas en fotografías que me apaciguan el espíritu. Las imágenes
pasadas nunca desaparecerán del todo, aunque el tiempo y el viento frío de la
noche las desgasten inmisericordemente a través de una negra ventana que
todavía sigue abierta.