A
través del cristal parcialmente empañado, veo que ha dejado de llover y las
gotas, que antes caían del cielo, ya no golpean el resbaladizo pavimento. Le
entrego un billete al conductor y me apeo del taxi en plena avenida, con
tráfico en ambos sentidos, mientras los rayos de luz comienza a filtrarse entre
la muralla de nubes, cada vez más menguante. El blancuzco taxi refulge ante mis
ojos con un brillo magnético, por lo que me alejo de él aterrorizado. Atravieso
la calzada y flanqueo una moto de dos cilindros y un todoterreno que,
exhaustos, tocan el claxon, impacientes por reanudar la marcha. El tráfico
resulta angustioso y emite un olor metálico, de modo que me siento feliz y
apaciguado cuando noto bajo la suela de las botas el húmedo tacto de la hierba.
Aliviado cruzo un breve sendero verdoso y, a la sombre de una palmera, vecina a
su vez de una farola fuera de servicio, observo la bahía que se descubre ante
mí, mostrando su amplísima paleta de colores. El paseo marítimo serpentea, al
Este y también al Oeste, hasta donde se pierde la vista. No hay mucha gente y
los pocos que andan por el lugar parecen ocupados y ajetreados. Caminan
nerviosos y hablan acaloradamente a sus teléfonos móviles. Un hombre pasa con
su bicicleta a toda velocidad y a punto de está de hacer caer a una anciana
algo despistada. No se detiene a disculparse, ni siquiera echa la mirada atrás.
Con tristeza, caigo en la cuenta de que estos son tiempos modernos y lo normal ahora
es comportarse de manera egoísta y zafia. Así que me pongo en marcha y comienzo
a pasear marcha atrás, camino de espaldas para separarme lo más posible de
estos malditos tiempos modernos.
El
mar brilla y se mece frente a la playa y al espigón hormigonado que se adentra
en las aguas. Las nubes se han retirado casi en su totalidad, ahora ya no son
más que un recuerdo lejano de una pesadilla que se pierde por la línea del
horizonte. Amanece una tarde maravillosa en la que el atardecer toma
protagonismo. Veo y siento los colores, y en mi cabeza se graba el contraste de
la masa acuosa, plomiza y grisácea, contra el cielo vívido, bañado de todos los
matices que uno pueda imaginar. Pero en todo esto sólo reparo yo, los demás,
que componen el resto del mundo, se quejan del tráfico e intentan llegar a
tiempo a sus modernos trabajos o a encender sus modernas computadoras.
Únicamente, yo asisto a la caída del día más bella jamás soñada. Y mientras me
embeleso, las pupilas vacías, camino hacia atrás, huyendo de los tiempos
modernos.
A mi
lado transita corriendo un joven de constitución atlética y con pinta de cuidar
su forma hasta el extremo. Lleva un reproductor de música ceñido a la cintura
del pantalón corto y, a través de los auriculares, acompaña su ejercicio de
unos estridentes sonidos a tal volumen que todo el paseo sabe de qué canción se
trata. Corre absorto en su música y sus ojos se arrastran por el suelo. No
escucha el azote de las olas en la orilla, no siente el susurro del viento que
se acerca (al igual que la noche, por momentos tremendamente próxima) y seduce
cada uno de los huesos de mi esqueleto, que se sacude conmovido bajo la
cazadora. Él solo vive su carrera diaria. No le culpo, al fin y al cabo está
atrapado en los tiempos modernos.
De
espaldas llego hasta un saliente en el paseo que se adentra en el mar, lo que
lo convierte en un mirador perfecto. Interrumpo mi paseo hacia atrás y me
acerco a ver mejor el paisaje. Las nubes siguen en fuga y el éter de la
atmósfera refracta la luz de diversas maneras, desde el último celeste diurno
hasta el primer violeta negruzco de las horas oscuras. El mar mantiene su
perpetuo vaivén y el viento mece a todos los que, a estas horas, aún siguen por
el paseo marítimo. Me giro y descubro
que el blancuzco taxi que me había recogido en la estación se encuentra detenido
en la carretera a mi misma altura. Con el infernal atasco, ha podido avanzar
poco desde que me dejó un rato antes. El conductor, irritado y a la vez
impaciente, trastea con el dial de la radio en busca de alguna emisora que le
satisfaga. Derrotado, se vuelca sobre el claxon y lo acciona con demencia
homicida. Paso a su lado y me toco el sombrero en señal de saludo. No parece
verme y mucho menos reconocerme. Sus ojos están velados y no ven más allá de
los tiempos modernos.
Me
aprieto la mochila al costado y me acaricio la cara mal afeitada. Hay un
elevado número de personas a mi alrededor, pero nadie interpreta este momento
como yo; nadie es capaz de subir los párpados para contemplar lo que
verdaderamente importa; prestan atención exclusivamente a su propia persona, a
su yo y a sus minucias diarias. Mientras, el universo despide el día de una
forma formidablemente hermosa. Lástima que nadie esté interesado en observar
ahora que corren estos tiempos modernos.
Lo
superficial manda y nadie escucha la letra, sólo permanece el soniquete de la
música. Lo ajeno es malo y lo intrascendente se vuelve vital. Pienso y
reflexiono. Y me asusto profundamente: estamos condenados. El mundo se ha
vuelto loco y la tradición y la historia ya no tienen hueco dentro de él. Me gustaría
que alguien lo comprendiese, tal vez así cambiasen las cosas. Pero el viento de
la noche aúlla detrás de mis orejas y el sol, al mismo tiempo, se esconde
detrás del horizonte, por donde las nubes ya han desaparecido. Queda una luz
tenue y un mar calmado y sereno. Permanece la humedad en la atmósfera y el olor
a césped recién regado. Las palmeras ceden su protagonismo a las farolas que se
encienden, las que todavía funcionan, sin remedio… Sin más detenimiento, me
afianzo el sombrero, me guardo los ojos en los bolsillos y reanudo mi camino.
Hacia atrás, firme y confiado, ando en dirección contraria al blancuzco taxi
que, atrapado en la jungla urbana, representa la peor parte de estos tiempos
modernos que nos ha tocado vivir.