El hombre invisible sueña con verse reflejado y al fin poder
apreciar sus formas. Después de toda una vida de espera, contempla sus
anhelados contornos. Y ése es su gozo, un placer compuesto de simple felicidad.
Sin embargo, de repente despierta y se sumerge en la pesadilla del cruel y
repetitivo espejo, superficie pulida que nada le muestra salvo transparencia y
lo que hay detrás de su inexistente figura. Le revela tan poco como la tinta
mojada que resbala a través de la hoja de papel y que, lentamente, se escurre
oleaginosamente hasta volver inapreciables para el ojo humano las letras que
forman palabras, esos entes invisibles…
Todo lo que no se ve, lo que ni tan siquiera se intuye,
es invisible. Una película que no se recuerda está condenada a la invisibilidad.
También la pregunta que nunca se responde es invisible. Por fuerza, invisibles
se tornan las líneas escritas que nadie lee, los libros que no se abren y
permanecen alineados en los estantes, los periódicos, que mal doblados,
conservan frescas las piezas de fruta, adaptados a un empleo para el que no
fueron formados. Un sueño que se ahoga en los primeros sorbos del café de la
mañana, por fantasioso y vívido que sea, compone la más sutil forma de olvido.
Y, desgraciadamente, el olvido también es invisible, ya que nadie lo ve ni
repara en su callada presencia.
A veces, hasta lo que se antojaría como inevitablemente
visible y reconocible, difícil de ocultar, pasa desapercibido y es invisible.
De este modo se explican las multitudes que, pese a reclamar la devolución de unos
derechos sustraídos a traición, nadie escucha. Escuchar requiere atención y es
una actividad que cansa y fatiga; en cambio, oír es involuntario y obligatorio,
y no existen párpados en las orejas que puedan entornarse y, por tanto,
silenciar un grito. Aun así, el grito sordo de la sociedad también es invisible
e inaudible.
Vivimos en un mundo invisible donde los colores se
confunden y se mimetizan. Donde las aceras y las farolas, y también los
árboles, y hasta los edificios, se diluyen en una acuarela gigantesca y viva.
Conocemos tan perfectamente nuestra senda que marchamos entre los recovecos de
la ciudad con los ojos cerrados. La realidad resulta invisible entre el mar de
calles que nos circunda. Los escaparates, igual que las cristaleras, no
reflejan imágenes sino proyecciones artificiales de las mismas. El
caleidoscopio presenta infinitos matices y éstos se anulan de forma
involuntaria, convirtiendo el resultado en invisible.
Invisibles nuestras vidas y las acciones que las llenaron
y dieron sentido. Historias y anécdotas que enterramos hasta que, de invisibles
que se vuelven, suponemos que han sido inventadas y fabuladas, y que nunca las
vivimos. Aquel descubrimiento del que nos deshacemos, esa coincidencia irreal,
la primera cita traspapelada, los sentimientos desgastados… Como si fuésemos
crueles espejos, negamos el reflejo de quien en nosotros se mira, esperando
reconocerse y dejar de ser invisible. Borramos a los demás y, a su vez, también
nosotros somos borrados.
Parece inevitable e irreversible. Por eso te digo que invisible
serás tú el día que tus redundantes días lleguen a su fin y te conviertas en
mera nostalgia. Invisible seré también yo, y además a mí me llegará mucho antes
que a ti, cuando mañana desaparezca y me desvanezca, las últimas luces de la
tarde comienzan a borrar ya mi escurridiza silueta, y no se me recuerde ni se
me añore. Cuando haya partido y mi estela se camufle con lo etéreo del pasado.
Invisible me harás tú al no echarme de menos. Si para que el corazón no sienta,
los ojos no han de ver, deben permanecer vendados; el adiós, entonces, se
encuentra detrás de un parpadeo.