Cuando de madrugada uno vuelve andando a casa solo y ha
de cruzar esas largas e inacabables avenidas huérfanas de tráfico, en las que
los frondosos árboles que dormitan proyectan sombras sobre la acera, filtrando
la luz amarillenta y artificial de las farolas, puede sentirse la presencia del
otro en su eterno merodeo. Si se agudiza el oído y se atiende con auténtica
concentración, resulta perceptible y reconocible la sonoridad de unas pisadas
duplicadas, copias prácticamente idénticas del caminar propio, salvo que
ligeramente (más bien, debiera decir que imperceptiblemente) desacompasadas. Y se
nota que por momentos, al principio dichas pisadas eran lejanas e inaudibles,
se acercan o al menos se escuchan con mayor intensidad o estruendo.
En esos instantes uno acelera la marcha, pese a que trato
de convencerme de que son únicamente imaginaciones mías emanadas del sueño
perdido y retrasado hasta horas tan intempestivas, y además uno se ciñe (desde
luego, yo siempre lo hago) el abrigo a la cintura, si el frío permite llevar
tal prenda. Y, por supuesto, en tales casos, siempre se evita mirar atrás no
vaya a ser que realmente alguien nos aceche y persiga, y eso nos paralice. La
sola idea se erige perturbadora. Entonces, de forma obsesiva surge en mi mente la
imagen del otro, al que no conozco pero del que sí aventuro sus oscuros
propósitos. Pienso que viene a por a mí, que está dispuesto a liquidarme sin
ningún tipo de contemplación, mediante funestos actos que me destruirán y
sepultarán. Siento la muerte sobrevolando mi nuca y, aterrado, aligero mis
pasos que llegan a ser zancadas. Algunas de las ocasiones en que esta sensación
me ha invadido casi he terminado por echar a correr, presa del pánico.
Sin embargo, en los segundos de mayor terror, siempre
consigo arrojar una pizca de luz sobre mis negras cavilaciones y recuerdo, para
mi alivio, que aunque así él lo quisiese, el otro no puede matarme. Él es mi
trasunto y, como tal, cuando yo me acuesto el otro se levanta; si callo, habla;
si me apesadumbro, se regocija; y viceversa. Sólo consigue ser feliz a costa de
mi tristeza. Lo mismo a mí me ocurre, pero al revés. Aunque he de aclarar que
esto es menos común. Normalmente, el otro logra salirse con la suya y acabo
siendo yo el desdichado. Nunca hemos hablado. Él vive dentro de mí, pero a
menudo me compongo su imagen como la de un ser de otro mundo que me resulta
ajeno por completo. Tal vez lo único que nos une y nos asemeja es el odio
visceral y primario que nos proferimos mutuamente.
Es en noches como éstas, en las que vuelvo a casa de
madrugada, andando solo por largas avenidas mientras escucho cómo unas pisadas
se arrastran a mi espalda, cuando descubro cuánto detesto al otro y lo que me
gustaría verlo extinto. Pero no, esto no es del todo cierto; en realidad, le
envidio y deseo arrebatarle su día a día. Sin sorpresa me reconozco
pretendiendo ser él, tratando de asumir la identidad del otro. Nada me
agradaría más que sustituirle cuando se divierte y también cuando triunfa. Por
supuesto, anhelo suplantarlo en los momentos que se encuentra con ella y ambos
destilan felicidad y placer al tiempo que a mí, en cambio, me aguarda el lado
más amargo, el ostracismo de la soledad. Me encantaría ser él de idéntica forma
que echo de menos ser aquella persona que nunca fui y en la que no me
reconozco. La imposibilidad eterna del cambio.
A causa de este inconfesable deseo, razono de forma
furtiva (en medio de mi agotador camino de vuelta a casa) que tal vez él venga
tras de mí y planee oscuros propósitos contra mi persona, pero que a lo mejor
yo también puedo sorprenderle y pillarle con la guardia baja, ahora que sus
pasos suenan tan próximos a los míos. Me escondo en la penumbra de un soportal
y, apoyado contra el frío mármol de la pared y con el corazón palpitante bajo
el abrigo, esta noche el tiempo permite llevar tal prenda, extraigo el juego de
llaves de un bolsillo. Con mi mano izquierda las agarro como si de un manojo de
cuchillos se trataran y el refulgir del metal en la penumbra me hace sonreír.
Elijo la más larga y puntiaguda, y la empuño decididamente. Aguardo paciente.
Añoro ser aquella persona que nunca fui, me repito mientras las persecutoras
pisadas ya casi llegan a mi posición al tiempo que yo tenso los músculos del
brazo, preparado para asestar un golpe definitivo que ponga fin a nuestro
sempiterno enfrentamiento. Todo es acerca de mí, pero también concierne al
otro; siempre el otro.