Ya va a colgar, pero no cuelga. No va
a decirlo, pero al final lo dice: “¿Cenamos una noche?” Como
respuesta, pregunta: “¿Que qué?” Casi repite: “¿Quieres
cenar un día?” El silencio calla toda la línea. Por una rendija
muy minúscula, apenas la nada, él cree (o sueña) oír: “Vale”,
con una voz que se marcha... Repentina, regresa: “Ponme un wasap
luego”. Se dicen: “Adiós, adiós”. También: “Un beso, un
beso”. Entonces sonríen. Y, entonces, cuelgan. Aunque él todavía
sostiene unos segundos el teléfono. Sólo la ha visto en foto, tan
concentrada en su tarea; pero imagina cómo al otro lado del hilo las
gafas se han debido de sorprender nariz abajo. Quizá quedando
cerquita de ese mechón ondulado, más bien rizado (piensa mejor),
que le acaricia una mejilla tersa, ruborizada, sobre la que no podrá
escribir en su texto del periódico.