Cómo pasa el tiempo, no corre sino vuela. Parece
increíble pero el próximo mes de enero se cumplirán ocho años de mi llegada a
esta casa, instante que supuso el inicio de mi actividad profesional. Sí, como
lo oyen, hace ocho años ya. Y es que empecé a trabajar siendo yo apenas un
niño, pero esta vida que llevo curte a uno y pronto comencé a valerme por mí
mismo y a hacerme con el control de la situación. En esta etapa he aprendido
mucho y la verdad es que no me arrepiento de mi día a día. Lo aprecio y amo. Es
cierto que a veces fantaseo con la posibilidad de otra existencia sin presiones
ni responsabilidades, pero quién no se deja arrastrar por la imaginación
esporádicamente. Todos somos débiles en ciertas ocasiones. Pero, siendo sincero,
les digo que ahora mismo no podría adaptarme a otra rutina que no fuese la que
sigo desde hace casi ocho años. No, me sería algo imposible. Lo tengo
clarísimo.
Han de saber ustedes que nadie me explicó mi cometido;
tampoco hizo falta, porque lo entendí enseguida. Pese a mi timidez e inseguridad
iniciales, pronto me sentí capaz de realizar las tareas habituales con confianza
en mí mismo. No es de extrañar, procedo de una familia que ha trabajado en este
campo durante generaciones. Si se están preguntando a qué me dedico; bueno, se
podría decir que velo por la vida de las cinco personas que se encuentran a mi
cargo. Soy una especie de guardaespaldas, pero esa denominación se me antoja muy
fría e inapropiada, ya que mis protegidos son mi familia y les quiero con locura
(nunca me han tratado mal y de ellos no he recibido más que cariño y amistad,
también han cuidado de mí en los momentos malos). En resumen, yo me encargo de
que nada les ocurra. Y soy un hacha en mi profesión, les doy mi palabra.
La mayor parte del tiempo no he de enfrentarme a graves
amenazas, pero mi cometido conlleva mantenerse en constante alerta, sin apenas pausas
para el descanso. En cualquier momento puede presentarse la contrariedad y debo
estar preparado. Por ello, continuamente paseo por los recovecos de la casa y
me aseguro de que ningún intruso se ha colado o intenta entrar, también compruebo
que no haya ruidos sospechosos ni desconocidos.
Mi única lacra es el idioma, pero la compenso con el olfato
para el peligro. Lo detecto con gran celeridad. El idioma, en cambio, es otra
cosa. Y eso que he aprendido un mundo desde que llegué a esta casa. Ahora sé
muchas palabras que antes desconocía. Aun así, con frecuencia no entiendo lo
que se me dice y me quedo estupefacto, tratando de descifrar qué se espera de
mí. Gracias a Dios, casi siempre termino por comprender y no resulta la mía una
falta muy gravosa… El olfato sí representa mi punto fuerte. Un olor me pone en
guardia y todo el cuerpo se me tensa como un muelle, y mi pelo se encrespa. Considero
que es una habilidad innata.
Como supondrán, este trabajo al que me dedico es fatigoso
y cansado. A veces, me da vergüenza reconocerlo, acabo tan agotado que me quedo
brevemente dormido mientras estoy de pie. Con rapidez vuelvo en mí y miro a
todos lados temeroso de que mis protegidos hayan visto mi dejación de
funciones. Nunca ha ocurrido. Sé que está mal, pero entiéndanme, hay noches que
me las paso despierto, vigilante. A menudo tampoco puedo comer tranquilo,
porque hay pisadas extrañas en la escalera o el ascensor registra una actividad
superior a la habitual y he de ir a comprobar que todo sigue en orden.
Entonces, aun cuando me he asegurado de que nada anormal acontece, ingiero a
traganudos de mi plato y, cada escasos segundos, levanto la cabeza y oteo en
busca del elemento que detone la señal de alarma.
Ya les decía que soy un profesional y sé hacer mi trabajo
a la perfección. Por ejemplo, les contaré otro caso, aunque no quisiera
cansarles ni parecer presuntuoso; mis protegidos, que en multitud de ocasiones
me recuerdan a ovejas que uno debiera pastorear, tienen predilección por salir
a caminar. No entiendo bien el por qué. No obstante, yo les acompaño de buena
gana y me detengo en cada esquina, para asegurarme de que no hay peligros
acechantes. Fíjense cómo me preocupo por ellos que me dejo atar una cuerda o
correa al cuello y de este modo garantizo que vienen detrás de mí. Cuando se
van de casa y no quieren que les custodie, me quedo muy preocupado y aguardo detrás de la puerta hasta que regresan.
Sólo entonces me relajo. Y es que verlos sonreír y que son felices representa
mi única recompensa.
Es una vida sacrificada la mía, lo comentaba
anteriormente. En mis poco comunes instantes de esparcimiento, me gusta tumbarme
a descansar al sol y olvidarme de todo, cosa que casi nunca logro, debido a que
una porción de mi ser sigue vigilante, por siempre protectora. Mientras dormito
bajo la luz del día me imagino una vida en el campo, sin preocupaciones ni
responsabilidades. Vagaría de un sitio a otro sin rumbo, disfrutando de cada
momento…
Mas no, ése no es mi destino. Mi futuro está aquí con
ellos, les quiero y, confieso que me asusta pensarlo, creo que moriría por
salvarles. No soy muy grande ni fuerte, tampoco el más valiente. Seguramente,
en mi barrio hay decenas de protectores mejores que yo. Sin embargo, nadie
vigilará con más dedicación esta casa y a sus cinco inquilinos. Sólo tengo
cuatro patas, mis puntiagudas orejas y este don olfativo con el que nací, pero
bastará. Sólo soy un perro y para qué más. Jamás cejaré en mi cometido, jamás.
->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica
Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de todo su trabajo: