1
Terraza de una
cafetería de la Avenida del Gran Capitán, Córdoba.
Septiembre, 2013.
Sí, sí, por supuesto que sí. Fui yo el que le habló de
Elston Gunn a aquel joven de gafas grandes… Juan Águila creo recordar que era
su nombre. Sí, así se llamaba; uno no olvida a un sujeto tan peculiar. Y ya le
digo: fui yo, no ningún otro, el que le instó a escribir el libro y resolver el
enigma; lo puse a prueba, desperté su interés por el asunto y no me arrepiento…
Pero claro que puede grabar lo que se le antoje. La conversación, claro, claro;
faltaría más… Siéntese, siéntese, por favor. Estas no son maneras de iniciar
una charla. Venga, póngase cómodo. ¿No se quita la americana? Ah, pues está
usted equivocado por completo. Cada vez que el tiempo es liviano yo aprovecho
para quedarme en mangas de camisa y airear la piel, que luego vendrán los fríos
del invierno, ya sabe. En fin, como usted guste. Si está cómodo… Espero que no
le importe que ya haya empezado sin usted. A cierta edad resulta espantoso
tener la boca seca. Se le queda a uno la lengua pegada al paladar, una
sensación horrible… No, no, por favor, tutéeme. Nada de don Amadeo o señor
Garrido. No estoy cómodo con esa deferencia en el trato. Le echa a mi pobre
corazón más años de los que ya tiene y, créame, son unos cuantos. Pero, aunque
vea mi barba blanca, mi espíritu sigue siendo joven.
De modo que llámeme Amadeo o, mejor, Ama; mis amigos me
conocen por Ama. Aunque, sinceramente, no recuerdo por qué me empezaron a
llamar de forma tan abreviada, ni tampoco caigo ahora quién fue el primero en
hacerlo, quién fue el creador de tal denominación. ¿Sabe? Al principio, no me
agradaba oírla, pero la vida nos familiariza con todo. Por lo que llámeme Ama,
espero que esté de acuerdo… ¿Y qué va a tomar? Ah, sí, y yo también me
esforzaré. No me es fácil, ya que guardo hábito de conservar el trato de
cortesía cuando me dirijo a un recién conocido. Pero, supongo, que si le pido…
Bueno, si te pido que me tutees, no me queda más remedio que pagarle, digo
pagarte, con la misma moneda. Lo intentaré…
Entonces, ¿qué tomas? Te recomiendo este pacharán que me
estoy bebiendo. Sabe a gloria. Su fragancia le llena a uno el paladar, aunque
entorpece la lengua, no te lo niego. No debo beber mucho, tan sólo una copa me
permito, eso sí, grande y de balón; si bebo más mi relato, las respuestas a tus
preguntas, se volverán confusas y embrolladas. Le… Te pido que seas benévolo
con mi memoria, cada vez se halla más desmemoriada. Y no bromeo, ya me gustaría.
Te decía antes que fui yo y no ningún otro el que puso a
Águila sobre la pista de Elston Gunn y su canción perdida. Leñe, parece que
ocurrió ayer mismo y eso que ya ha transcurrido su buen tiempo… Me entrevisté
con Juan una tarde como la de hoy, pero no nos vimos aquí sino en Málaga, muy cerca
de la playa, en un bar colindante al paseo marítimo. Se encuentra en el barrio
de Pedregalejo. Aquello es precioso; no sé si conoces la zona… Tienes el mar
enfrente de ti y las nubes, algodonosas y blancas cuando tapan el cielo y su
azul irreal (¡qué luz la del Sur!), se deslizan en eterna fuga delante de tus
ojos. Y ves bullir el mar verde y el batir de las olas contra la orilla,
también la subida y la bajada de la marea puedes presenciar si aguantas allí
las horas suficientes y, hazme caso, no es algo difícil de lograr, ya que allí
uno entra en trance y el tiempo se escapa, literalmente, volando. Además, el
ambiente es muy animado, siempre hay gente de todo tipo, jóvenes y mayores,
extranjeros y de la tierra, paseando y tomando algo en una u otra terraza. A mí
me gusta mucho aquello, como ya te harás una idea a partir de mis palabras. De
hecho, paso buena parte del año en la Costa del Sol, pese a haber nacido aquí,
en Córdoba, y haber desarrollado toda mi carrera profesional en esta ciudad que
pisamos, Patrimonio de la Humanidad.
Pero a día de hoy mi condición de jubilado me permite
hacer cualquier cosa que se me antoje; dentro de unos límites, algo lógico… Por
tanto, disfruto de largas temporadas en la playa y como se conoce que, pese a
no estar ya en activo, mi reputación o lo que queda de ella me precede, cierto
día (uno cualquiera, la verdad), recibí la llamada de un periodista que decía
llamarse Juan Águila. Quería entrevistarme para el periódico en el que
trabajaba, uno de tirada local y no muy leído entre la sociedad malagueña. No quisiera
sonar hiriente ni cruel, ya que nada tengo en contra del medio de comunicación
en cuestión. La proposición no me sedujo especialmente, no le mentiré… No te
mentiré. Ves que me cuesta, ¿no? Mas no tenía nada que hacer, salvo sestear
tranquilo, dar mi obligatorio paseo diario y poner al día mis lecturas
atrasadas. De tal forma que acepté y concerté con Juan un encuentro junto al
paseo marítimo para la víspera de lo que por entonces era nuestro mañana, ahora
perdido en la repetitiva rutina de los días… Camarero, por favor… Sí, ¿me la rellenas?
Hazme el favor, que tanto contar me está dejando la garganta dolorida y mi
historia no ha hecho sino arrancar. No se puede hablar sin beber, estoy
convencido de ello. No me juzgues severamente; quien dice que sólo dará cuenta
de una copa, siempre acaba tomándose dos, como poco. Y tráele otra cerveza a
este caballero, que ya tiene ésa por debajo de la mitad, en niveles críticos…
Por cierto, el joven Águila también bebía cerveza. Se
declaró muy aficionado de la importada; me dijo que le daba igual la marca
siempre que no estuviese hecha en España. Supongo que sería una rareza o manía
personal, todos tenemos alguna… El caso es que aquella tarde los dos bebimos
cerveza y nos tomamos unas cuantas. Tal vez se nos fue la mano. Lo que es
seguro es que se nos hizo de noche entre trago y trago, y entre frase y frase. Aunque
lo más curioso es que al principio el muchacho no estaba nada entusiasmado con
la idea de tener que compartir su tiempo con un anciano como yo. Su gesto transmitía
cansancio y fatiga. Sus preguntas eran rutinarias, sin alma; no sé si me
explico… Le habían encargado hacerme la entrevista y él iba a cumplir con el trámite,
como suele decirse; nada más. Así que me decía don Amadeo, ¿cómo fueron sus
orígenes en el mundo de las editoriales? También me preguntó qué libro era mi
favorito y de cuál estaba más orgulloso de haber rescatado del olvido… Todavía
puedo verle, sentado enfrente de mí, con la grabadora sobre la mesa de madera, entre
los dos (exactamente igual que sucede hoy, todo se repite), y la vista
esporádicamente volcada hacia una libreta de hojas blancas en la que garateaba de
modo convulso. Lo recuerdo como si lo hubiese vivido ayer mismo o incluso hoy.
Y Juan, si me permite apuntarlo, se daba un aire con usted… Contigo. Su pelo
rizado, similar al tuyo, aunque no tanto, el suyo era ondulado. Eso sí, el
color era el mismo: un castaño que pretende ser claro. Y luego portaba sobre la
nariz unas gafotas enormes que le restaban la poca credibilidad que su juventud
no le había arrebatado ya. No te ofendas, pero os dais un aire. Tus gafas son
más rectangulares y discretas. Bueno, en algo también os diferenciáis, los ojos
de Águila eran muy azules, de un tono muy intenso. Llamaban la atención incluso
desde detrás de las lentes, algo ocultaban que no llegué a desentrañar…
Pese a su desganado trato hacia mí, me cayó extraordinariamente
bien aquel joven. Y es que algo fuera de lo común aconteció, de igual forma que
una extraña energía parecía brotar de él. Verás. Justo antes de comenzar la
batería de preguntas que me tenía preparada, le inquirí, por aquello de crear
cierta confianza o cordialidad entre nosotros, acerca de su cometido en el
diario. Me explicó de mala gana que tecleaba cualquier información que le
encargasen sus jefes; también me dijo que a menudo escribía el horóscopo y
presumía de no acertar nunca… Por lo visto, se había comprado a través del
ordenador un libro que señalaba las pautas y los códigos necesarios a la hora
de desentrañar el incierto futuro. En nada de aquello él creía. Su actitud ante
la vida parecía la de alguien abatido, la estoica pose de un ser derrotado que
sigue su rutina por inercia, no por impulso propio; sin pasión.
El laconismo de Juan me resultó infranqueable y la
entrevista se inició con el mismo tono gélido con el que nos estrechamos la
mano al saludarnos. Decía que, no obstante, algo sucedió… En cierto momento,
tal vez una respuesta o un comentario azaroso por mi parte (este punto no lo recuerdo
con precisión), nos hizo abordar el campo musical y descubrí que ese joven era
un gran conocedor de antiguas batallitas que yo adivinaba olvidadas por todos
salvo por los que todavía quedamos de mi tiempo. Pero Águila, sin obviar su
juventud, era una enciclopedia ambulante en cuanto a musicología se refería. Y,
lo más destacable, su actitud, incluso su gesto corporal, mutó por completo. El
dinamismo contagió su voz y sus ojos refulgieron detrás de las gafotas que
usaba. Para mi sorpresa, apagó la grabadora y pasó innumerables hojas de su
libreta hasta que encontró una en blanco y ahí… Vaya… Ahí comenzó la auténtica
charla. El joven Juan había hallado por accidente, fruto del azar laboral, un
filón informativo que podía serle útil, una presa que no debía dejar escapar
con vida.
De modo que yo le animé mientras dábamos cuenta de una
cerveza tras otra. Mi fluida prosa le dio alas y animó su espíritu. Me encargué
de disiparle las escasas dudas que le frenaban, aunque él mismo se habría
desecho de ellas sin mi ayuda. Solamente acorté los plazos de espera… Claro,
claro, en ese punto es cuando le conté todo lo que sabía de Elston Gunn. Era
difícil que yo dominase algún dato que él no guardase en su hermética cabeza.
Usted… Tú, si has llegado hasta mí, también tienes que dominar la cuestión,
¿no? Sabrás mucho al respecto: Gunn, la gira de Tom Waits, esa lejana noche de
San Juan y la actuación de una canción que nadie recuerda, un tema que no está
recogido en ninguna grabación conocida. ¿Acaso existe? ¿Es real? ¿Una leyenda?
Yo creo que esa colaboración imposible entre aquellos dos grandes artistas sí
se produjo y así se lo expresé a Juan Águila, que, una vez convencido y
dispuesto a desentrañar el misterio (quizá con la esperanza de componer un
libro con el que hacer dinero y fortuna, para dejar atrás su insulsa
trayectoria periodística; tal vez buscando algo más, puede que encontrarse a sí
mismo), me pidió consejo. Me preguntó por dónde debía seguir. Entonces, yo le
propuse que viajase aquí, a Córdoba, y que se entrevistase con Carlos Bepo, el
célebre crítico musical. Le insté a que si tensaba las fibras precisas, mi
paisano se mostraría sincero y revelador… No sé si hizo caso a alguno de mis
consejos.
En cambio, sí sé qué ocurrió aquella noche, que empezó
siendo tarde y acabó más tarde de la cuenta; perdóname estos insulsos juegos de
palabras. La edad nos vuelve pedantes. Te decía que… Sí, después de incontables
cervezas (no exagero), Juan estaba eufórico y yo también, he de reconocerlo, me
achispé ligeramente. Nuestra charla migró a otros derroteros musicales ajenos a
los que hoy nos atañen y al motivo que te ha hecho reunirte conmigo e
interrogarme. Águila y yo hablamos de música y de grupos antiguos, unos más
olvidados que otros. Salieron a colación anécdotas de toda índole y, en un momento
dado, Juan me pidió que le acompañase en el acto a su casa, vivía en ese mismo
barrio, para enseñarme un disco pirata de Dylan. Me parece que había sido
grabado en 1975, en el club ‘The Other End’. Yo jamás había oído hablar de ese
LP, editado por fans (según él me confesó). El bardo de Duluth había cantado
una fantástica versión de ‘Abandoned love’ que un buen dylanita como yo sabría
apreciar. Por tanto, él me insistió que debía escucharla y sin falta.
En circunstancias normales, es decir, estando sobrio,
nunca le habría seguido hasta su apartamento. Mas aquella noche lo hice.
Primero, qué disgusto me llevé, me tocó abonar la cuantiosa cuenta en el bar,
ya que Águila hizo amago de lanzar su mano al bolsillo en busca de la cartera,
pero a medio camino se arrepintió y se sinceró conmigo, confesándome que no
llevaba dinero encima. Posteriormente, recorrimos tambaleantes las estrechas y angulosas
calles anexas al paseo marítimo y, apenas, diez minutos más tarde ya nos
adentrábamos en la sombra del bloque donde residía. Ojalá hubiese podido saber,
ojalá la intuición me hubiese alertado… Pero no recibí ninguna señal divina que
fuese interpretable como un llamamiento a estar alerta.
Nos reíamos de un chiste sin gracia que ahora no viene al
caso cuando salimos del ascensor en la tercera planta. Juan se encaminó hacia
la entrada de su piso (la letra B), pero de repente ralentizó su acción de
sacar la llave del bolsillo y su risa se quebró, la mía también, y quedamos
estupefactos, en silencio. La puerta de su casa ya estaba abierta, más bien se
encontraba entornada, y del interior emanaba luz. Y, lo más inesperado (que
además nos sobresaltó), había una gota de sangre, redonda y brillante, y por
supuesto roja, colgando de la cerradura. Ambos observamos aterrorizados aquella
horripilante escena. En ese momento no fui capaz de preguntarme acerca de la
naturaleza e identidad del extraño visitante de aquel joven, tampoco salí
corriendo, ni grité asustado. Simplemente me quedé petrificado, parece que me
ocurrió ayer. Juan, a mi lado, permanecía inmóvil con las llaves aún a medio
camino de la ranura y su mirada vagaba perdida en el dorado del ojo de la
cerradura, en su mancha oscura y oxigenada; mientras mis ojos fueron directos
al linóleo, donde yacía un casquillo de bala. Su brillo era inconfundible. Lo
reconocí enseguida. Pertenecía a un revólver de pequeño calibre, de esos que
caben en cualquier bolsillo o en la cintura del pantalón. También pueden
llevarse guardados en el forro interior de una chaqueta americana, como hace
usted esta tarde, ¿verdad? ¿Cree que no me he dado cuenta desde el principio? Y
disculpe que retome el trato de cortesía, pero respóndame usted ahora si me
hace el favor: ¿Qué clase de persona queda para conversar con un editor
retirado, en una cafetería del centro, y porta un arma bajo el costado? ¿Ha
venido a matarme?
-> El próximo fin de semana la segunda entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!
Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.