Pese
a que vivo solo y nadie tiene copia de la llave de casa, desde la
puerta del bar de la esquina, esta noche miro hacia la ventana de mi
salón y veo luz adentro. Con cada sorbo de cerveza, me convenzo un
poco más de que soy olvidadizo, despistado, capaz de salir del piso
sin haber echado la llave o sin haber apagado la lamparita bajo la que a
diario leo; hoy, por no ir más lejos, un cuento de Julio Cortázar. También me digo o me cuento, y con el sabor de la cerveza
salen y saben mejor las palabras, que las sombras que intuyo moverse
tras el cristal y el estor de la ventana son únicamente eso:
sombras, ilusiones ópticas, fantasmagorías de mi mente asustada
ante el hecho de que empieza a hacerse tarde y Sara no ha venido al
bar ni contesta al teléfono. El camarero, que mira como quien
entiende, se ofrece a invitarme “a la penúltima”. Ya no debería
beber otra. O puede que sí, pienso después de haber aceptado su
ofrecimiento. Porque quizá no sea tan mala idea, antes de subir y
volver a marcar los números de su número, apurar algo más de valor
del fondo del vaso. Entre tanto, tal vez dé tiempo a que Sara
aparezca y las sombras de mi casa desaparezcan.
domingo, 22 de abril de 2018
(Otra) Casa tomada
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