Blanco y espumoso, vibrante y denso soufflé, el escupitajo cayó a centímetros de mis pies con precisión
de francotirador. Eran las nueve de la mañana de un lunes y necesité de toda mi
fe y agilidad dormidas para driblar el obstáculo, yéndome por muy poco el no
pisarlo. Y cuando ya a salvo alcé la vista para contemplar el rostro de mi
escupidor, me sobresaltó descubrir a un hombre como tú y yo, equipado con esos rasgos
físicos y ropajes que mal llamamos normales. Admonitorio, le reproché su fea
acción y él rió a modo de respuesta. Una carcajada de autosuficiencia tan
molesta como atronadora al oído. Luego siguió andando, aunque ahora creo que nunca
se detuvo, sino que se rió de mí igual que esputaba, en marcha. Lo vi perderse
calle abajo. En los siguientes cien metros escupió tres veces más, parecía
decidido a sembrar su código genético por toda la Avenida de Andalucía.
jueves, 29 de enero de 2015
martes, 13 de enero de 2015
'Volver a casa' (relato)
(Continuación del relato 'En casa')
Una noche de Navidad
años después le pregunté a mi abuela si recordaba la visita de aquel perro de
pelaje oscuro. A esas horas sólo nosotros dos permanecíamos despiertos y, a
decir verdad, la abuela únicamente a medias, ya que daba continuas cabezadas frente al televisor de la cocina. Estaban
echando la famosa adaptación de Moby Dick
con Gregory Peck como enajenado capitán Ahab y Orson Welles interpretando al orondo y profético Padre Mapple. Hace no mucho leí que
esta versión del clásico de Melville
fue grabada en las Islas Canarias. Y
cuando la gran ballena blanca amenazaba con destrozar el casco del Pequod y arrastrar al fondo del mar las
almas de Ismael y el resto de
tripulantes, aprovechando que la abuela había abierto los ojos fugazmente, repetí
mi pregunta. “Claro que me acuerdo”, contestó
muy segura de sí misma y enseguida añadió,
“era muy pequeña y del viejo camión
saltaron decenas de hombres, todos con rifles y uniformes, y yo tuve miedo, un
miedo terrible de que hicieran daño a mamá…”. Sus ojos se volvieron a cerrar y oí lo que pareció un conato de ronquido.
“Te hablaba de Sevilla, abuela”, intenté por última ocasión, consciente de que
había pocas probabilidades de obtener respuesta; “hablaba de aquel cachorro enorme que apareció en la puerta de casa durante
la cena y se quedó observándonos la noche previa a la mudanza, ¿lo recuerdas?”.
La abuela cogió el mando a distancia, quizá
pensando en cambiar el canal o queriendo apagar la televisión, aunque no
hizo nada de eso, sino que se dedicó a sostenerlo usando ambas manos mientras miraba
hacia mí como si me viese por primera vez. Entonces, con la voz tomada por un sueño que yo demoraba, comentó: “Cuando echo la vista atrás y pienso en mi
vida, siempre dudo si la viví o tan sólo la soñé”. Quise decir algo pero no
supe qué. Ella dejó el mando sobre la mesa y se incorporó. “Estoy tan cansada… Voy a la cama. Buenas noches, Juan”, se
despidió con una sonrisa y ya desde el pasillo me recordó, “no olvides desenchufar el brasero ni te acuestes tarde”. Agarrado
a un blanco ataúd, Ismael flotaba a
la deriva entre los restos del Pequod
cuando puse en ‘mute’ el televisor. No
sé por qué decidí esperar un sueño que
no llegaba ojeando viejos álbumes de fotografías. Ahí estaban mis hermanos
y también mi madre de niña. En blanco y negro contemplé a la abuela recién
nacida en brazos de su madre, una joven alta de pelo moreno y gesto decidido a
la que nunca conocí. Tiempo atrás la misma abuela me había mostrado esa imagen.
Ahora para mí la instantánea tenía un carácter distinto: esa mujer que posaba con
su hija para la cámara no imaginaba los
riesgos que años más tarde le depararía la guerra. Oí los disparos, las detonaciones.
Alcé la vista al techo y bajo la intensa luz del fluorescente comprendí que eran ladridos lo que escuchaba
y no bombas, los ladridos del perro de cualquier vecino. Seguro que su pelaje
era de color negro, pensé, y debía de tener un tamaño enorme pese a no más ser
que un cachorro. En algún momento de la noche, me ahogué entre aquel mar de
fotografías antiguas y caí dormido. A la mañana siguiente la abuela me regañó por no haber apagado el brasero,
pero no se enfadó porque, aunque en esta ocasión no nos mudábamos, esa era la
jornada en que volvíamos a casa después de las vacaciones de Navidad. Nos despedimos de ella en el
portal. Durante el viaje en coche recordé los ladridos. Realmente oí ladrar a un
perro de madrugada. No lo soñé, aunque puede que algún día sí sueñe con él ya
que, al igual que Ahab, cada día
miro un poco más hacia atrás, hundiéndome en el pasado, mientras mis noches se
llenan de todo aquello que una vez fue.
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Imagen del principio: 'Tiny House', por Kate Townley Smith.
Fotografía última: Gregory Peck como el capitán Ahab, en la cinta Moby Dick.
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domingo, 11 de enero de 2015
'En casa' (relato)
Durante las noches de verano cenábamos juntos en torno a
la mesa de la cocina. “Ya se oye la
brisa”, oíamos decir a la abuela, siempre tan preocupada de que la puerta
del patio estuviese abierta tras la caída del sol. Desde mi silla, todavía me
acuerdo, veía la solería roja oscurecerse muy lentamente, igual que el cielo,
donde a cada instante aparecían nuevas estrellas. Mis tres hermanos pequeños y
yo solíamos encargarnos de poner la mesa, llevando
entre juegos y bromas los vasos, los cubiertos y la barra de pan, que nunca podía
faltar en nuestras cenas. Sin embargo, esa noche fue nuestra madre quien se
ocupó de los preparativos. Mientras retiraba cajas de cartón para hacer hueco a
los platos, papá iba y venía del salón con los brazos cargados de libros que
dejaba apilados junto a la pared del fondo. En casa una puerta batiente, como
en las películas del Lejano Oeste, comunicaba
las dos estancias, de modo que cada internada en la cocina de nuestro padre nos
traía unos cuantos segundos de música; le encantaba escuchar a los Stones, también a la Creedence y a los Doors. Esa noche el tocadiscos siguió girando en el salón hasta que
sonó el timbre. Entregué el dinero al repartidor a la vez que mis dos hermanos,
con un gesto triste nada habitual en ellos, recogían las pizzas. La pequeña de nosotros
cuatro, por aquel entonces acababa de cumplir cinco años, esperaba sentada en
la cocina, también fruncido el ceño pero
de una forma que resultaba muy cómica. Todos dijimos no tener hambre,
aunque no sobró ni una porción de pizza. Cenábamos en silencio cuando mi
hermana señaló hacia al patio en sombras. Entonces los siete nos giramos y allí
donde ella apuntaba vimos, mirándonos con boba curiosidad desde el marco de la
puerta, a un perro de pelaje oscuro tan
gigantesco como inofensivo que no llevaba collar. Pese a su descomunal tamaño,
tenía aspecto de cachorro. Ni siquiera mi padre supo determinar la raza. Una
inmensa lengua asomaba de su enorme boca y sus grandes ojos brillaban reflejando
la luz fluorescente de la cocina. Mis
dos hermanos se acercaron rápidamente para acariciarlo y el perro se dejó
rascar encantado. Ayudé a bajar a mi hermana antes de unirme a ellos. “Ha de ser un buen augurio”, apuntó la
abuela y sus ojos claros brillaron de
igual forma que los del curioso animal. Luego papá comenzó una ronda de sus
mejores chistes (así los llamaba él),
esos que decía reservar para las grandes
ocasiones. Mis hermanos y yo reímos sin parar con cada uno de ellos,
carcajada tras carcajada hasta que los
cuatro sentimos punzadas de dolor en el estómago y le pedimos que por favor
parase. El voluminoso perro debió de proseguir su paseo nocturno porque al
irnos a la cama ya no esperaba junto a la puerta. Mis hermanos se durmieron
hablando de lo bonito y grande que era el cachorro. “Debíamos haberle dado algo para comer, quizá tenía hambre”,
comentaban. Las maletas, apiladas en la entrada, parecían la más cruel de las
bromas. Aún sonriente, yo también me quedé dormido y esa noche soñé que al despertar no nos mudábamos. Aquella será siempre
nuestra casa.
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jueves, 1 de enero de 2015
Atlantic City (relato)
Recuerdo ver el truco por televisión cuando era niño y sentirme maravillado pese a no
comprenderlo del todo. La majestuosa sala del Dante Hall Theater en la lejana Atlantic City y, entre la negrura de un auditorio abarrotado, el
foco proyectado sobre el hombre delgado de mediana edad que (en castellano
gracias al doblaje) afirma ser mago aunque no
lleva la habitual chistera ni los guantes blancos sino ropa de calle, barba
de varios días y lentes graduadas sobre unos ojos del azul más claro. Su nombre
Flatliner (como el singular de la famosa película que por aquel entonces
aún no había visto) y su función, magia concentrada en un solo truco.
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