Soy el peor y por eso muero. Deambulo sin razón a través
de los fantasmas de la última noche. Desde hace semanas siento en el pecho,
medio palmo por encima del corazón, las punzadas arrítmicas que habrán de
ponerme fin. Los ojos cerrados no maquillan el dolor. Cuando entorno los
párpados y caigo al suelo, diría que floto. Jamás los abriré de nuevo.
Copas aquí y allá, nombres y recuerdos que se evaporan.
En la penumbra, entre dentelladas sonoras, surges como escapada del cielo. Es
otra cara, es otro cuerpo, incluso otra voz, pero tus mismos ojos. Te sigo de
bar en bar mientras miras sin verme. Acodado sobre una mesa de esquinas romas te
observo bailar. Las luces proyectan sombras irreales hasta que no queda de ti
más que la silueta y el vestido.
Ahora me desplomo, pero tu mano me despierta y cada
palabra que pronuncias supone un esfuerzo terrible porque llega de muy lejos
para golpearme el corazón. Caminamos cogidos de la cintura hasta la parada. Allí
me recuesto sobre tu regazo. No atisbo las manecillas del gran reloj. Te pregunto
si somos hologramas, entes sin hora. No escuchas, de repente sorda. Te pregunto
entonces por América, por la ausencia. Hace tiempo, juras y sé que dices la
verdad, oíste hablar de un pequeño pueblo mejicano perdido entre la vasta inmensidad
del desierto de Sonora. No recuerdo el nombre, explicas, pero sí me acuerdo de una
particularidad, y es que allí todos son asesinos. Me estremece tu nueva voz.
Todos asesinos, repites, asesinos hasta el punto de que
con infalible constancia los hijos matan a sus madres y las madres hacen lo
propio con sus maridos que, con anterioridad, han liquidado a los incontables pretendientes
que amenazaban con arrebatarles a las que desempeñarán el futuro rol de asesinas.
Todos matan en aquel pueblo, te dispones a concluir pero añades, sus vecinos
nacen con un único cometido en la vida: quitar vidas. Yo alego que eso es una
redundancia. Entonces te callas, como si te hubiese ofendido mi comentario.
Y enseguida, temeroso de un silencio que puede engullirnos, te interrogo más acerca
de aquel lugar: ¿Y cómo sobreviven si la mayoría muere antes de llegar a conocer
el mundo?
Antes de retomar el discurso, tu mano redentora me
acaricia las sienes con infinita paciencia, trazando elipses invisibles. Cuando
todos han fallecido y no son más que moradores del olvido, susurras, uno de los
cadáveres se erige sobre sus iguales. Bajo un sol de justicia el espectro
corpóreo se sienta sobre la piedra de su mechero y allí fuma. Calada tras
calada sus ojos secos otean el horizonte. El aire cálido achicharra su
maloliente carne. Y pasa mucho tiempo, transcurren décadas.
Una mañana las brumas arrastran hasta las lindes del
pueblo a un camionero extraviado o a lo mejor a un autoestopista, quizás a toda
una familia que migraba hacia la costa: padres, madres e hijos que huían del
mal. El muerto los recibe con brazos abiertos. Cada gesto en él rebosa bondad: les
ofrece su derruida casa, el agua hedionda que mana del malogrado pozo
comunitario, las escasas provisiones que aún guardan las viejas despensas. Y
los visitantes no desconfían del espectro porque en Méjico lo vivo y lo muerto
cohabitan, o eso me fue contado, de modo que los forasteros se instalan en el
pequeño pueblo y la historia vuelve al origen, donde se gesta un nuevo clan de
asesinos.
Bolaño escribió sobre ese pueblo, lo llamó Villaviciosa;
pronuncio entre bostezos. Tengo que irme, tu respuesta. Y te levantas y, con
sumo cuidado, alzas mi cabeza para depositarla de nuevo, instantes después,
sobre el frío e incómodo banco. Un beso de despedida de otros labios. Tus ojos,
los de siempre, los que ya miraban desde lejos mucho antes de irse a América,
me dedican las últimas atenciones. Luego oigo unos tacones que se atenúan hasta el
mutismo y dejo escapar los tres autobuses siguientes.
En algún momento de la madrugada me deslizo hasta la
inconsciencia del sueño. Por primera vez en semanas no me duele el pecho, descubro
antes de quedar profundamente dormido. Cansado de procurar ser el mejor,
preparado para no presenciar otro amanecer, me rindo a lo inevitable. Una
última punzada arrítmica invoca a los fantasmas, asesinos que han de recogerme.
No parecen mejicanos, no creo que vengan de Villaviciosa. Uno de ellos, deduzco
que el jefe, su piel marchita se hunde en las profundidades del cráneo, me
consuela con extrañas palabras de aliento. No te aflijas, tampoco podrá olvidar
al peor, y se entrega a un estallido de risa que me ahoga, la risa de un
muerto.
Foto comienzo del post: Tom Waits, imagen promocional del disco 'Heartattack and vine'.