Aquel teléfono era adicto a las desgracias. Cada llamada
introducía en la casa el fantasma de otro que dejaba el mundo. Los finados se
sucedían como los timbrazos en una línea muerta. Al otro lado del hilo, Juan
perdió familiares, amigos y conocidos. Todos fueron víctima de la parca
telefónica, desterrados al olvido de la memoria.
No lo había comprado sino que le fue instalado de forma
gratuita al contratar la conexión a internet. Juan recordaba verlo llegar en las
gruesas manos del técnico. Era un teléfono blanco que refulgía sin mácula, sus
teclas resultaban tan suaves al tacto, suplicantes de caricias, mientras que el
auricular ergonómico pendía de un largo cable que jamás se enmarañaba. Aquella
tarde, cuando aguardaba ansioso una llamada que sería la inaugural, Juan se
sorprendió admirando la belleza de aquel aparato, se descubrió pensando que
aquel teléfono era lo más hermoso que jamás había visto. Cómo no se había
comprado uno antes. ¿Quién podía querer un móvil teniendo tan hermoso ingenio? Entonces
sonó la esperada primera llamada y su aullido recorrió las paredes del
apartamento. Juan no lo dejó crepitar y así se enteró de la muerte de su madre.
Siguió a aquel deceso la extinción del padre. Dos amigos
de la infancia de Juan también fallecieron en trágico accidente, así
como un primo y su antiguo entrenador de fútbol. Hubo más muertos que lágrimas.
Distintas causas, mismo mensajero de malas nuevas. Las tertulias deportivas
eran las únicas que en el silencio de la madrugada acallaban las voces del
insomnio.
Juan temió tanto la llegada de malas noticias que dejó de
responder a las llamadas. A menudo se imaginaba desenchufando el teléfono y arrojándolo
por la ventana, convirtiéndolo en mil y un pedacitos,
pero el miedo lo atenazaba; las fabuladas e irracionales consecuencias de aquel
hipotético acto le impedían realizar el más mínimo movimiento. Por tanto, Juan se
instaló en la inacción y cuando atronaban los timbrazos él se mantenía al
margen, distrayendo sus pensamientos con asuntos banales, como la reubicación
de los muebles, hasta que el teléfono desistía.
A la mañana siguiente de la primera llamada sin atender,
Juan recibió la visita de Alba, que le contó como una amiga común había sufrido
un infarto. La ingresaron de urgencia ayer, explicó. Fui corriendo al hospital.
Algo horrible, sólo treinta años. Estuvo varios minutos en parada, Juan, y de
repente volvió en sí. Traté de avisarte. Te llamé aquí. Justo acababa de colgar
porque no cogías cuando los médicos me informaron de su milagrosa recuperación.
A partir de ese día Juan vivió como si no tuviera
teléfono y así sus allegados dejaron de morir. Una tarde, mientras el sol se
cobijaba en la sombra de los espigados edificios, resbaló mientras reordenaba
sus libros. Quiso la mala fortuna que, en su aparatosa caída, Juan arrastrase
la estantería, que se desplomó y le aplastó una pierna. Desde el suelo, gritó dolorido.
Sus manos alzaron la voluminosa pieza de madera lo suficiente como para poder
liberarse y reptar entre lamentos hasta la mesita del teléfono. Se había
prometido no volver a usarlo, no atender otra llamada. Sin embargo, el malestar
pudo con su férrea voluntad y asió el auricular. Torpemente, tecleó el número
de emergencias y aguardó.
Dieciséis minutos más tarde los sanitarios encontraron el
cuerpo sin vida de Juan tumbado boca arriba. Del oído pegado al auricular descendía
un surco de sangre que llegaba hasta al suelo y se entrelazaba con las volutas
del hilo telefónico. El mismo técnico que había realizado la instalación recogió
en fechas posteriores el terminal y lo depositó en un almacén propiedad de la
empresa operadora. Sobre una balda de contrachapado, rodeado de cajas y cables
sucios, siguió recibiendo llamadas, a la espera de las caricias de un nuevo
propietario.