"Todas
las noches, ya muy tarde, cuando mis compañeros de piso duermen
mientras yo sólo lo pretendo, la nevera tiembla ligerísimamente,
electrizada de vida. Un pestañeo después, apenas perceptible, el
electrodoméstico da un pasito pequeño, de calcetín blanco. Y,
enseguida, se atreve a otro. Al tercero, calculo de cabeza contra la
almohada, quizás al quinto, incluso con el séptimo, el enchufe se
queja, dice crac y ahora arrastra por las baldosas amarillas
de la cocina, persiguiendo al frigorífico como una cadena serpentea
tras la sábana que se disfraza de fantasma. Este sepulcro de metal
marmóreo, Moby Dick de andar por casa, navega el ancho salón
y sus sombras para perderse entre las profundidades de nuestro
pasillo. Mi habitación queda la primera. Y los vellos se me vuelven
plumas y hasta los brazos me aletean, más gallina que persona, en
cuanto escucho el abridor de la nevera empujando hacia abajo, igual
que si jugara a ser mano, el pomo del cuarto, que cede y aquí está.
El frigorífico. Demasiado gigantesco o sigiloso, ambas cosas
incompatibles, entra de puntillas. Camina hasta la cama donde rezo y
espío, tengo labios y párpados apretados. Cierro también los
pulmones. Me creo un muerto. Pero la nevera desliza sin temor mi tela
protectora y quedo en pijama, expuesto. Mirado como si nada. De
idéntica forma a cómo yo la abro y observo cada tarde. Por puro
aburrimiento, nunca me mueve el hambre. Al rato, el frigo
también se cansa, porque regresa a su rincón. Algunas madrugadas
venzo mi pánico y me asomo a la cocina esperando ver no sé
exactamente qué. La nevera disimula. Hace un siseo metálico. Es su
risa nerviosa. Eléctrica."
miércoles, 3 de agosto de 2016
Sobre mi nevera
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