Gimme one more chance
Hace ya nueve años, en una ciudad que no era esta, el Maestro Sané derramó pétalos azules sobre mi cabeza y los problemas laborales desaparecieron de la noche a la mañana tras un despido repentino. Y ahora, como en un libro de Paul Auster, cuando cada jornada solo me ofrece lamento, el azar ha traído de vuelta a mi vida al enigmático, esplendente y, ante todo, irrepetible Maestro Sané.
“Soluciona los males de pareja y personas queridas, atrae a quien te atrae, por difícil que resulte…”, prácticamente una década después, el Maestro Sané seguía utilizando la misma octavilla publicitaria, pero esta vez hallé su tarjetita dentro de mi buzón y no tirada en un banco de Madrid Río. Aunque produjo en mí idéntico efecto: llamé enseguida.
La tarde siguiente el inimitable Maestro Sané, precedido por incontables volutas de humo con aroma a incensario, me recibió en su pequeño y nuevo gabinete de la malagueña calle Tiriti, a un suspiro de los espigones y el astillero de jábegas Nereo. Esa tersura de la piel y el brillo de la mirada, el magnetismo que irradiaba su apostura… Todo indicaba que el Maestro Sané no había envejecido un mísero día. Era imposible, sin duda. Sin embargo, ¿existe algo en este mundo que caiga fuera del alcance de las astutas manos pizarra del Maestro Sané?
Precisamente, fue su mano derecha la que me dio pie. Entonces, le conté de ti y, no sé, dije que, bueno, me gusta hablar y andar contigo, ver caer el sol juntos, entrar a un cine, o llegar tarde porque, mira, nos da la risa y a que no sabes qué cosa, pues espera que te explico, y así mucho rato y con todo… El Maestro Sané, sentado muy quieto, igual que tallado en ébano, parecía no escuchar ninguna de mis palabras mientras yo le explicaba cuánto pienso en ti, alegre y triste, para lo bueno y malo y que, pese a nuestros irrealizables, me encantas y desde siempre te he querido y aún quiero sin querer.
La orden de mandarme callar recayó en su mano izquierda. El Maestro Sané necesitaba verte. Le entregué una fotografía de los dos y la observó con atención de fierro. Al cabo de unos minutos que duraron horas, el Maestro Sané se guardó la imagen y empezó a preparar, dentro de un mortero dorado, lo que se asemejaba a un cóctel nocturno. En la penumbra humosa del local, pude distinguir que el santero se movía aquí y allá, abriendo frascos y botellas con líquidos de diversos y llamativos colores. También añadió un fluido de naturaleza viscosa y unos pequeños granos de cierto tipo de especia o saborizante. Mezcló el brebaje y, sin margen de reacción, volcó el recipiente sobre mi cabeza: “Estás curado”.
Como hace nueve años, abandoné el despacho del Maestro Sané con un cúmulo de sensaciones y olores que no sé describir. Este breve segundo encuentro ocurrió hará un mes y medio, y la verdad es que, exactamente igual que aquella otra vez en Madrid, de repente mi vida ha ido mejorando de a poco. Las jornadas ya no traen lamento y sí, por el contrario, algo que recuerda a la ilusión.
O así venía sucediendo hasta ayer noche, cuando te vislumbré en un bar del centro: acodada frente a la barra, suelto el pelo y los ojos pintados y enormes. Me acerqué y saludé con mi mejor sonrisa. Ahí descubrí que ibas acompañada. Esbelto, garboso, magnético y de manos oscuras, acostumbradas a salirse con la suya. Tu cita también me obsequió con una amplia sonrisa. Su rostro de ébano poseía una quietud casi estatutaria. Únicamente ese levísimo temblor o parpadeo bajo la comisura de los labios permitía adivinar el nerviosismo. Pero solo este tic mínimo, como para demostrar que es humano y no un dios el inefable Maestro Sané.
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