miércoles, 4 de septiembre de 2019

Hormigas

Nada me aterra más que un dentista de dientes retorcidos, un oculista que necesite gafas o un peluquero calvo. Pero ya había comenzado a explicar lo de mis hormigas cuando percibí que el psiquiatra sufría un tic nervioso en los párpados. “Siga, siga”, me apremió con tono serio y algo nervioso. “Veo hormigas, cientos o incluso miles de ellas, en cada esquina y a cada instante… Ahora trepan pared arriba, suben en fila india justo detrás de su mesa”. El doctor no se giró a comprobar si decía la verdad. Ni un músculo movió, salvo esos que nunca descansaban y volvían temblorosa su mirada. “Claro que ninguna persona más las ve”, añadí. “¿Desde cuándo le sucede?”, y otra vez noté un matiz agitado (aunque la que vino a mi cabeza fue la palabra chalado) bajo su estado de paz y calma aparentes. No quería, pero le conté de Sara, de la noche en que se fue. Las hormigas llegaron a la mañana siguiente. “Le pondré medicación, es la única manera de cortar el brote”. Como guardé silencio, el psiquiatra continuó hablando y acelerándose hasta el punto de no hacer pausas: “También-voy-a-prescribirle-sesiones-de-terapia-disculpe-un-segundo”. Tiró su silla al levantarse. Los muchos títulos académicos que presidían la consulta cayeron de forma estrepitosa sobre la moqueta de color oscuro. El psiquiatra no debía de tener miedo de cortarse con los fragmentos de cristal, porque se quitó un zapato y lo usó para golpear el lugar exacto donde un mayor número de hormigas se había aglomerado. No sé cuántos porrazos propinó contra la pared. Todos mis bichos murieron, sin excepción. El doctor entonces destensó el gesto, recuperó la butaca y supe que sus párpados habían perdido el tic. Con voz serena, dijo al entregarme una receta: “Estas pastillas las tomo yo, son fantásticas”.