jueves, 14 de diciembre de 2023

Maestro Sané

Gimme one more chance


Hace ya nueve años, en una ciudad que no era esta, el Maestro Sané derramó pétalos azules sobre mi cabeza y los problemas laborales desaparecieron de la noche a la mañana tras un despido repentino. Y ahora, como en un libro de Paul Auster, cuando cada jornada solo me ofrece lamento, el azar ha traído de vuelta a mi vida al enigmático, esplendente y, ante todo, irrepetible Maestro Sané.

“Soluciona los males de pareja y personas queridas, atrae a quien te atrae, por difícil que resulte…”, prácticamente una década después, el Maestro Sané seguía utilizando la misma octavilla publicitaria, pero esta vez hallé su tarjetita dentro de mi buzón y no tirada en un banco de Madrid Río. Aunque produjo en mí idéntico efecto: llamé enseguida.

La tarde siguiente el inimitable Maestro Sané, precedido por incontables volutas de humo con aroma a incensario, me recibió en su pequeño y nuevo gabinete de la malagueña calle Tiriti, a un suspiro de los espigones y el astillero de jábegas Nereo. Esa tersura de la piel y el brillo de la mirada, el magnetismo que irradiaba su apostura… Todo indicaba que el Maestro Sané no había envejecido un mísero día. Era imposible, sin duda. Sin embargo, ¿existe algo en este mundo que caiga fuera del alcance de las astutas manos pizarra del Maestro Sané?

Precisamente, fue su mano derecha la que me dio pie. Entonces, le conté de ti y, no sé, dije que, bueno, me gusta hablar y andar contigo, ver caer el sol juntos, entrar a un cine, o llegar tarde porque, mira, nos da la risa y a que no sabes qué cosa, pues espera que te explico, y así mucho rato y con todo… El Maestro Sané, sentado muy quieto, igual que tallado en ébano, parecía no escuchar ninguna de mis palabras mientras yo le explicaba cuánto pienso en ti, alegre y triste, para lo bueno y malo y que, pese a nuestros irrealizables, me encantas y desde siempre te he querido y aún quiero sin querer.

La orden de mandarme callar recayó en su mano izquierda. El Maestro Sané necesitaba verte. Le entregué una fotografía de los dos y la observó con atención de fierro. Al cabo de unos minutos que duraron horas, el Maestro Sané se guardó la imagen y empezó a preparar, dentro de un mortero dorado, lo que se asemejaba a un cóctel nocturno. En la penumbra humosa del local, pude distinguir que el santero se movía aquí y allá, abriendo frascos y botellas con líquidos de diversos y llamativos colores. También añadió un fluido de naturaleza viscosa y unos pequeños granos de cierto tipo de especia o saborizante. Mezcló el brebaje y, sin margen de reacción, volcó el recipiente sobre mi cabeza: “Estás curado”.

Como hace nueve años, abandoné el despacho del Maestro Sané con un cúmulo de sensaciones y olores que no sé describir. Este breve segundo encuentro ocurrió hará un mes y medio, y la verdad es que, exactamente igual que aquella otra vez en Madrid, de repente mi vida ha ido mejorando de a poco. Las jornadas ya no traen lamento y sí, por el contrario, algo que recuerda a la ilusión. 

O así venía sucediendo hasta ayer noche, cuando te vislumbré en un bar del centro: acodada frente a la barra, suelto el pelo y los ojos pintados y enormes. Me acerqué y saludé con mi mejor sonrisa. Ahí descubrí que ibas acompañada. Esbelto, garboso, magnético y de manos oscuras, acostumbradas a salirse con la suya. Tu cita también me obsequió con una amplia sonrisa. Su rostro de ébano poseía una quietud casi estatutaria. Únicamente ese levísimo temblor o parpadeo bajo la comisura de los labios permitía adivinar el nerviosismo. Pero solo este tic mínimo, como para demostrar que es humano y no un dios el inefable Maestro Sané.


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viernes, 17 de noviembre de 2023

101

Algo en mí que no anda bien me hizo hace unas noches revisar (contar y recontar una, dos, tres, cuatro… ¡hasta en veinte ocasiones!) si el detergente para la lavadora trae dentro de su caja el número de pastillas que el fabricante promete: 101. Y, por desgracia, no es así. Solo hay 100. Un hecho que, repasando todos los años que llevo comprando el mismo producto, invita a elucubrar: si en cada paquete, ha quedado probado, puede desaparecer al menos una cápsula (quién sabe si no más)… ¿cuántos horriblemente denominados ‘pods’ se han malogrado?

No será, reflexiono inquieto, a causa de la creciente montaña de cápsulas fantasma o inexistentes que mis prendas, sábanas y toallas no salen de la lavadora tan limpias y lustrosas como debieran. A diario observo que el blanco de la colcha nunca refulge una vez la tiendo al sol, y los vaqueros y las camisas/camisetas languidecen, para olvidar su color en pocas semanas o, con una pizca de suerte, meses.

Puede ser, lo barrunto desde el otro día, que las pastillas que seguro echo a faltar (diez, cien, mil, ¿infinitas?) se hallen detrás de la no subida de sueldo que año tras año sufro en mi trabajo. Acaso los ‘pods’ no podrían también tener la culpa de que yo carezca de la capacidad financiera para comprar una casucha que únicamente, y por los pelos, mal alquilo. Y ahora, esto ya estremece, incluso temo que tantas cápsulas de lavado despistadas aguaran la madrugada en que deseé escucharte cómo decías sí, pero tú respondiste no.

Aunque de poco sirve dar vueltas al pasado, porque el futuro todavía no ha sido escrito. Hoy he venido al supermercado temprano y llevo horas desordenando estantes, en busca de un paquete de detergente con las 101 pastillas que garantiza el fabricante. Vuelco rápidamente el contenido de cada envase y voy alineando despacito, uno a uno, los innumerables ‘pods’.

Y aquí sigo: cuenta que te cuento. Pero nada. De momento no he localizado la caja adecuada. Encima el reloj corre en contra. Pese a que los dependientes de Carrefour han desistido de convencerme para que abandone mi tarea, he oído hablar, a quien aventuro es el gerente, sobre una llamada a la policía... Tampoco he prestado mucha atención. Yo resisto en medio del pasillo, construyendo este mandala de cápsulas. Al acecho de esa pastilla número 101 que la vida prometía.

sábado, 28 de octubre de 2023

La Sexta noche

Y el crepúsculo (televisado) de los dioses


Fiebre, no más de un parpadeo y en televisión ya hablan de mí. Pero yo no soy nadie; otro miope blancucho de treintilargos, con un empleo gris y negro futuro. Quizá por ello, 'explicadores' (extertulianos) de izquierda y derechas hoy al fin coinciden, y friegan con mis vergüenzas el piso del plató: 

"¿Habéis visto su nómina?" 
"¿Habéis oído qué ideas se le ocurren?" 
"¡¿Realmente os habéis fijado en ese careto que tiene?!" 

Luego vendrán con que cada vez se ve menos la tele... Y descubro que todavía falta la mención a mi "siempre convulsa" (así es descrita) faceta sentimental. Para "diseccionar amores y desamores", ahora ceden la palabra al independentista de cuota, que arguye: "Hora de picar el crostó... su problema principal, que no único, emana del aferrament... a más a más sufre sensibilitat desmedida... como ser cornut i pagar el beure... quién pot aguantar a tremendo tros de quòniam... ¡y españolista! vés a pastar fang...". 

El presentador y/o moderador, José Yélamo apunta un breve rótulo, pide respeto y asegura que no permitirá descalificaciones personales; se escuchan risas fuera de plano. Una de ellas, la tuya, de repente a mi lado en el sofá, igual que el fantasma de la navidad pasada. Y, además, mirándome con algo peor que la pena. De modo que corro a cambiar de canal. A un botón de distancia, echan la última secuencia de El crepúsculo de los dioses: "No puedo continuar la escena, soy muy feliz", nos reconoce Gloria Swanson. Tu recuerdo sonríe, al tiempo que me dejo caer encima, como un gato entrañable y fatal. "Porque mi vida es esto, solo esto, nada más...". Fiebre, parpadeos catódicos y trocitos de papel que nadie leerá.

domingo, 20 de agosto de 2023

I.A. (Inmisericorde Arrendadora)

Por una vez mi nueva casera casi era humana: la blusa y el sombrero a juego, ‘sonrisa profident’, unas manos hospitalarias. Sin embargo, a los pocos días se estropeó el grifo de la ducha y ella huyó del problema aludiendo a la inestabilidad en Oriente Próximo. Arguyó excusas similares para no hacer frente a la repentina rotura del calentador de agua ("las calles de Francia arden") y a las humedades en el techo ("está a punto de implosionar la central de Zaporiyia"). Ya no albergo dudas: solo una mañana me he retrasado en el alquiler este mes y mi no tan nueva casera, más algoritmo que persona, acaba de derribar la puerta. Con ojos rojo caldera, echa humo por las orejas. Dos tenazas hidráulicas ahogan mi cuello. El eco metálico tras sus palabras: “Okupa, desokupa y di adiós a tu fianza”.

lunes, 24 de julio de 2023

'Bartleby y compañía' (reedición extendida)

Epílogo para monstruos


Durante un tiempo que ahora sé no duró tanto, leí todos los libros de Enrique Vila-Matas que fui capaz de encontrar en la biblioteca de mi barrio: entre otros, Historia abreviada de la literatura portátil, El viaje vertical, El mal de Montano, Doctor Pasavento, Dietario voluble, Dublinesca, Marienbad eléctrico, los recentísimos Esta bruma insensata y Montevideo y, cómo no, mi favorito, Bartleby y compañía, su exhaustiva compilación casi ficticia de escritores que no escriben y que, atraídos por la ‘pulsión del no’ (resumida en el célebre y sempiterno mantra -“preferiría no hacerlo”- que Herman Melville conjuró a través de su copista más universal), decidieron jamás poner palabras a las historias que concebían y que, a fin de cuentas, únicamente quisieron/supieron imaginar.

Era, por tanto, inevitable que, enfermo de lo literario, tardase yo más bien poco en aprovechar el primer descanso dentro de mi gris trabajo de Bartleby posmoderno para tomar la línea de autobuses que une Málaga con Barcelona y, ya una vez en Cataluña, dediqué por completo varias semanas a rastrear la figura de Vila-Matas, como quien persigue sobre el cielo estrellado la estela de un cometa. Pero no di con él. Así de sencillo. En vano, busqué a mi novelista predilecto en esos lugares (desde el Tibidabo hasta el Mercado de la Boquería, visité parques, cafés, cines, librerías…) donde el narrador barcelonés no estaba.

Sin embargo, a diferencia de la ficción, la realidad a menudo no invita a la lógica. Y justo la tarde noche siguiente de mi regreso al sur, mientras paseaba la pena frente al Mediterráneo, a menos de cinco minutos de casa, reconocí al esquivo Enrique Vila-Matas en un tipo distinguido (vestía camisa de puños color marfil, pantalón largo azul, náuticos a juego y sombrero de ala ancha), muy alto, y eso que estaba sentado, que entre sorbos de sangría parecía realizar la autopsia a un espeto.

Mi petición difícilmente podría resultar más directa: aparecer incluido como uno de los ‘escritores del no’ en el epílogo de la próxima reedición de Bartleby y compañía. Por ello, hablé de mis relatos largo y tendido a Vila-Matas, que no cejaba en su empeño de atomizar cada jurel (¿temía acaso toparse con alguna espina?). Le confesé también que por unos años había sido El Periodista Salvaje y entonces ganaba certámenes, publicaba en revistas y blogs literarios, llegando a acumular cientos de textos.

Así pues, por qué no podía ser yo, cierto que muy a mi manera, otro minúsculo pero ineludible remedo andaluz de Bartleby, Robert Walser, Juan Rulfo o incluso del propio y borgeano Pierre Menard, personajes excesivamente poco prolíficos; todos heridos por un anhelo de inacción, silencio y posterior olvido.

“Mucho más hoy que ya ni siquiera escribo, y me he resignado a solo pensar cuentos que nunca contaré...”. Enrique Vila-Matas por fin dejó el espeto y me miró a los ojos: “Fernando, ¿no?”. Esbozó a continuación una sonrisa divertida, o quizás era un gesto de hartazgo. El caso es que en sus manos de repente no quedaba rastro de pescado. Tampoco seguíamos en un chiringuito junto al mar, sino en su estudio de trabajo de la ciudad condal. El sol del mediodía se derramaba sobre el mobiliario y las pilas de libros que entorpecían el paso aquí y allá. Frente a su ordenador portátil, mi escritor deslizó el puño derecho hasta la tecla de suprimir y comenzó a borrarm…

lunes, 17 de julio de 2023

Amarillo

He olvidado lo que nadie olvida: cuándo nací, dónde, quiénes son mis padres, cómo fui de niño, de joven luego, qué trabajo o trabajos en plural tuve, los viajes que realicé, qué películas vi, aunque fuese a medias, o si acaso cené algo ayer... En mi memoria, ya solo vive Lucía. Y no toda ella, sino únicamente la Lucía vaporosa, de pasos amarillos y hospitalarios ojos con la que paseé una tarde de invierno hace hoy demasiados años. 

Aún logro recordarnos tan cogidos del brazo. Con el repiqueteo de sus rizos contra mi cara y bufanda, caminamos al abrigo de nuestras palabras y circundantes remolinos de vaho. Lucía viene hablando del modo en que cree va a terminar (espera que acabe, en realidad) la novela que lee ahora. En la trama del libro, explica, la pareja protagonista deambula por las calles desiertas de una atardecida ciudad, dirigiéndose hacia un destino sin revelar; le faltan los tres capítulos finales.

Caigo en la cuenta, de repente, de lo vacías y amarillas que también lucen las avenidas y plazas que los dos atravesamos. No pretendo asustar(me) y, en vez de ahondar en el escenario solitario que acoge nuestra escapada, le pregunto si quizá no estará leyendo una historia acerca de nosotros. Lucía sonríe y, como al dictado de sus labios, se materializa el escaparate de un obrador confitería de rótulo amarillo encendido.

Observamos ensimismados durante largo tiempo antes de cruzar el umbral de la puerta. El local resulta cálido y muy acogedor. No hay más clientes. Una señora vestida por completo de amarillo, delantal incluido, atiende desde detrás del mostrador. Lucía se acoda lentamente sobre el expositor de vidrio y, tras unos instantes de aparente reflexión, pide y paga por los dos. La mujer de amarillo nos invita a regresar otro día.

Afuera, en un banco gastado pero próximo, coloreados por el remanso amarillo de una farola, damos cuenta de nuestro botín en silencio. Hasta que Lucía dice "nunca nadie me querrá tanto como tú", y yo dejo morir mi cabeza en su hombro derecho y nos quedamos así, estatuarios y de fotografía, lo que dura una vida.

Todavía hoy imito a menudo ese gesto, con el cuello ligeramente inclinado y los párpados temblorosos. En mis recuerdos, el eco de las palabras de Lucía. Son las últimas supervivientes frente a esta vorágine de olvido amarillo.

domingo, 18 de junio de 2023

Rematadamente rematado

Los días y sus noches irán pasando de a poco. Lentos, rutinarios, llenos de cuitas y pendientes. Pero ese tiempo traerá olvido. Al principio, despacio, con esfuerzo, resistiéndose a desaparecer, igual que una mancha de humedad. Hasta que llegue un momento en el que, como si yo fuera otro, ni siquiera sepa de estas líneas. Desmemoriado de ti; en realidad, de los dos. Nuestro extinto nosotros que en mí aún dura. Tan abarrotado de entradas de cine, novelas y fotografías, ahora condenadas a diluirse. Todo se pintará gris. Perderé entonces la fijeza de tu mirar, el detalle de tus dedos nerviosos mientras lían otro cigarrillo y la manera como el pelo te cae obstinado sobre la frente. Nada sobrevivirá. Así sobreviviremos.

jueves, 24 de febrero de 2022

Lavado de cara

“Poderoso, diferente, fresco”. La elección de adjetivos no es mía, sino de la tapa del detergente con el que desde hace meses lavo la ropa. “Poderoso, diferente, fresco”, vuelvo a leer. Quién no quisiera ser un poco (o todo) así. Por eso, yo siempre lo uso de champú en la ducha e incluso bebo al día varios vasos de este milagroso jabón. Y, aunque no lo creas, me siento mejor. Limpio por fuera y por dentro. No sé, es increíble, de un tiempo a esta parte noto en mí un vigor y desparpajo hasta ahora impensables. Tan bien me sentía hoy que he cogido el teléfono para marcar tu número aún inolvidable y contarte que por fin soy otro. Sin embargo, también tú dices haber cambiado de detergente. Un nuevo quitamanchas que proclama en su envase: “Mucho más poderoso, diferente y fresco”.