Es noche cerrada en Madrid. Dentro de una habitación de hostal, el poeta y cuentista chileno Sebastián Romero espera cama arriba y abajo la llegada de ese descanso que hoy le resulta esquivo. Se acumulan en su cuerpo el desfase horario, una inacabable jornada de promoción y ciertas inquietudes que prefiere no referir. Pero algo invita a pensar que, si camina unas cuantas manzanas, luego podrá al fin descansar. Casi en pijama, solo ha cogido la chaqueta y el par de zapatos, mi autor favorito deja su cuarto y desciende por Juan de Olías. Atraviesa enseguida el mejor tramo de calle Lérida y aparece, ni cinco minutos ha tardado, frente a la iglesia de Estrecho. Allí aguardo yo, sentado en un banco. Sebastián Romero se acerca. No está muy hablador, aunque juzgo increíble todo aquello que me cuenta. Sin duda, se trata de un escritor magnífico. Sebastián Romero emprende ahora lo que parece la ruta de regreso. Una amenaza oscurece su despedida: "No vuelva a escribir sobre mí".
miércoles, 25 de septiembre de 2019
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Sebastián Romero
jueves, 19 de septiembre de 2019
A corazón abierto
Qué bueno cuando te enfadas. Ya sabes que me encanta oír eso de “no aprenderás”. Pero cómo hago si nunca tomo a mal un mal modo tuyo. Tampoco los reproches ni tus manías. Y a quién puede molestarle que a ti a veces casi cualquier cosa te enfurezca. Yo vivo feliz cada segundo contigo ahora que regresaste del hospital.
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miércoles, 4 de septiembre de 2019
Hormigas
Nada me aterra más que un dentista de dientes retorcidos, un oculista que necesite gafas o un peluquero calvo. Pero ya había comenzado a explicar lo de mis hormigas cuando percibí que el psiquiatra sufría un tic nervioso en los párpados. “Siga, siga”, me apremió con tono serio y algo nervioso. “Veo hormigas, cientos o incluso miles de ellas, en cada esquina y a cada instante… Ahora trepan pared arriba, suben en fila india justo detrás de su mesa”. El doctor no se giró a comprobar si decía la verdad. Ni un músculo movió, salvo esos que nunca descansaban y volvían temblorosa su mirada. “Claro que ninguna persona más las ve”, añadí. “¿Desde cuándo le sucede?”, y otra vez noté un matiz agitado (aunque la que vino a mi cabeza fue la palabra chalado) bajo su estado de paz y calma aparentes. No quería, pero le conté de Sara, de la noche en que se fue. Las hormigas llegaron a la mañana siguiente. “Le pondré medicación, es la única manera de cortar el brote”. Como guardé silencio, el psiquiatra continuó hablando y acelerándose hasta el punto de no hacer pausas: “También-voy-a-prescribirle-sesiones-de-terapia-disculpe-un-segundo”. Tiró su silla al levantarse. Los muchos títulos académicos que presidían la consulta cayeron de forma estrepitosa sobre la moqueta de color oscuro. El psiquiatra no debía de tener miedo de cortarse con los fragmentos de cristal, porque se quitó un zapato y lo usó para golpear el lugar exacto donde un mayor número de hormigas se había aglomerado. No sé cuántos porrazos propinó contra la pared. Todos mis bichos murieron, sin excepción. El doctor entonces destensó el gesto, recuperó la butaca y supe que sus párpados habían perdido el tic. Con voz serena, dijo al entregarme una receta: “Estas pastillas las tomo yo, son fantásticas”.
lunes, 2 de septiembre de 2019
ManSana
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