martes, 19 de febrero de 2019

Los piratas nunca duermen

Nadie ganaba a papá a la hora de madrugar. En innumerables ocasiones, intenté alcanzar la cocina antes que él. Imaginar su cara de sorpresa al descubrirme sentado a la mesa era para mí un despertador infalible. Así que a diario probaba a levantarme bien temprano: a las seis, a las cinco, a veces a las cuatro de la mañana incluso. Pero daba igual. Por mucho que madrugara y recorriese a tientas el corto pasillo de casa para venir a empujar la puerta entornada de la cocina, bajo la luz del fluorescente siempre encontraba a mi padre sentado en su silla, escuchando la radio mientras fumaba un cigarrillo y bebía a pequeños sorbos una botella de dos litros de agua, con la cicatriz interminable de su costado a la vista. Porque papá jamás, ya fuese verano o invierno, se cubría el tronco hasta el momento de marchar al trabajo, pasadas las ocho. Recuerdo que, durante mucho tiempo, nuestra proximidad al puerto y la visión de aquella cicatriz tremenda, junto con la piel del rostro de mi padre, bronceada como todo el año, como sus brazos morenos y largos, y todos esos rizos enmarañados sobre su nuca, me hicieron creer que yo era hijo de un hombre de mar, quizá de un auténtico pirata. Por ello, escondido tras mi vaso de leche, espiaba sus ojos de color verdoso en busca de algún detalle falso, de un descuido revelador, que me permitiese afirmar al fin que uno o tal vez ambos globos oculares eran de cristal. Y sus piernas, no me acordaba de si en alguna ocasión le había visto llevar pantalón corto, podían ser de palo... Sinceramente, no sé lo que pensaba papá mientras me veía escrutarle con tanta fijeza. Era la nuestra una fotografía cuando menos curiosa: frente a frente los dos, observándonos de madrugada al ritmo de la voz del locutor radiofónico y de un montón de noticias que yo no conseguía entender. En algún momento indeterminado, procedente de las profundidades de la casa, el sonido de un reloj despertador nos arrancaba del ensimismamiento y de repente, por un instante, papá y yo sentíamos que mamá aún vivía con nosotros.

viernes, 1 de febrero de 2019

Seísmo (FracturaDOS)

Como una confirmación de los cielos, ve que la lámpara de pie rompe a asentir con vehemencia. Y, enloquecidos, todos los bolígrafos y lápices huyen despavoridos, para precipitarse mesa abajo. Tampoco, a su izquierda, queda un libro que no haya decidido rebelarse contra el estante que hasta hace apenas nada los ordenaba. Solo la lavadora, arrinconada en la pequeña cocina, intenta centrifugar este caos repentino. Pero, tras las ventanas, el mundo anda retorciéndose. Y cada cosa, presa del miedo, parece a punto de deshacerse. Ni siquiera largo rato después del último temblor, logra que sus pies paren un momento quietos. Igual que en Fractura, de Andrés Neuman, un terremoto ha desplazado la perspectiva de fuera a dentro.