viernes, 4 de enero de 2019

Pa-ti-nete eléctrico

En apenas unos meses, la ciudad se ha coloreado de patinetes eléctricos. Los hay rojos y verdes, pero también amarillos, naranjas e incluso grises con estilizadas franjas azules. A cada paso que doy, me tropiezo con uno de ellos. Están, como esperándome, justo a la entrada de mi supermercado de toda la vida, frente a la puerta del bar de la esquina o varados en mitad del, por momentos, insondable paseo marítimo. Precisamente allí hará dos tardes, más veloz que la brisa, te vi montada en tu patinete. Preso de ese vano deseo de por una vez parecerme al fin a ti, era cuestión de tiempo que yo terminara subiéndome a otro. Esa misma noche, a través de mi teléfono móvil, descargué la app necesaria. A la mañana siguiente, con el romper de las olas, alcé una muy menuda pata de cabra, retiré el seguro y, tras un giro mínimo de muñeca, el patinete eléctrico emprendió su travesía: cauteloso al principio, aunque vertiginoso y huracanado a los pocos metros. No guardo recuerdo de haberme caído. Tampoco de la pérdida de consciencia ni acerca de quién nos ha traído hasta esta habitación de hospital. A los pies de la cama, flamante como la más bella perfección, el dichoso patinete eléctrico hace que piense en ti. Por eso ahora, con mucha calma, cuando no mire la enfermera, lo arrojaré ventana abajo.