miércoles, 25 de septiembre de 2019

Autores

Es noche cerrada en Madrid. Dentro de una habitación de hostal, el poeta y cuentista chileno Sebastián Romero espera cama arriba y abajo la llegada de ese descanso que hoy le resulta esquivo. Se acumulan en su cuerpo el desfase horario, una inacabable jornada de promoción y ciertas inquietudes que prefiere no referir. Pero algo invita a pensar que, si camina unas cuantas manzanas, luego podrá al fin descansar. Casi en pijama, solo ha cogido la chaqueta y el par de zapatos, mi autor favorito deja su cuarto y desciende por Juan de Olías. Atraviesa enseguida el mejor tramo de calle Lérida y aparece, ni cinco minutos ha tardado, frente a la iglesia de Estrecho. Allí aguardo yo, sentado en un banco. Sebastián Romero se acerca. No está muy hablador, aunque juzgo increíble todo aquello que me cuenta. Sin duda, se trata de un escritor magnífico. Sebastián Romero emprende ahora lo que parece la ruta de regreso. Una amenaza oscurece su despedida: "No vuelva a escribir sobre mí".

jueves, 19 de septiembre de 2019

A corazón abierto

Qué bueno cuando te enfadas. Ya sabes que me encanta oír eso de “no aprenderás”. Pero cómo hago si nunca tomo a mal un mal modo tuyo. Tampoco los reproches ni tus manías. Y a quién puede molestarle que a ti a veces casi cualquier cosa te enfurezca. Yo vivo feliz cada segundo contigo ahora que regresaste del hospital.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Hormigas

Nada me aterra más que un dentista de dientes retorcidos, un oculista que necesite gafas o un peluquero calvo. Pero ya había comenzado a explicar lo de mis hormigas cuando percibí que el psiquiatra sufría un tic nervioso en los párpados. “Siga, siga”, me apremió con tono serio y algo nervioso. “Veo hormigas, cientos o incluso miles de ellas, en cada esquina y a cada instante… Ahora trepan pared arriba, suben en fila india justo detrás de su mesa”. El doctor no se giró a comprobar si decía la verdad. Ni un músculo movió, salvo esos que nunca descansaban y volvían temblorosa su mirada. “Claro que ninguna persona más las ve”, añadí. “¿Desde cuándo le sucede?”, y otra vez noté un matiz agitado (aunque la que vino a mi cabeza fue la palabra chalado) bajo su estado de paz y calma aparentes. No quería, pero le conté de Sara, de la noche en que se fue. Las hormigas llegaron a la mañana siguiente. “Le pondré medicación, es la única manera de cortar el brote”. Como guardé silencio, el psiquiatra continuó hablando y acelerándose hasta el punto de no hacer pausas: “También-voy-a-prescribirle-sesiones-de-terapia-disculpe-un-segundo”. Tiró su silla al levantarse. Los muchos títulos académicos que presidían la consulta cayeron de forma estrepitosa sobre la moqueta de color oscuro. El psiquiatra no debía de tener miedo de cortarse con los fragmentos de cristal, porque se quitó un zapato y lo usó para golpear el lugar exacto donde un mayor número de hormigas se había aglomerado. No sé cuántos porrazos propinó contra la pared. Todos mis bichos murieron, sin excepción. El doctor entonces destensó el gesto, recuperó la butaca y supe que sus párpados habían perdido el tic. Con voz serena, dijo al entregarme una receta: “Estas pastillas las tomo yo, son fantásticas”.

lunes, 2 de septiembre de 2019

ManSana


Entre sus muchos beneficios sobre la salud, tomar una manzana al día reduce el colesterol, disminuye el riesgo de diabetes, fortalece la dentadura, desintoxica el hígado y protege contra la enfermedad de Parkinson. Además, quita el sueño más que una taza de café. Eso al menos repite siempre ella. Es lunes a última hora de la tarde y él se ha escondido una manzana antes de recogerla del trabajo. En silencio, ahora caminan despacio junto al cauce seco del río. Ella arrastra por momentos los pies. Y sus hombros se van venciendo hacia delante igual que si cargaran a cuestas con el peso del mundo. Al primer bostezo, él le entrega la manzana. Ella queda muy quieta, como sin comprender. Pero de a poco sus ojos se hacen grandes y redondos, ya le asoma una media sonrisa y esas ojeras palidecen con cada mordisco. Tomar una manzana al día también es beneficioso para el corazón.

martes, 20 de agosto de 2019

Co(n)razón

Periódico local, sección de sucesos, columna interior de página par, párrafos finales: 

El equipo médico del complejo hospitalario continúa preguntándose las razones de la evolución clínica favorable que ha experimentado el joven de 32 años ingresado en situación de parada cardiorrespiratoria hace hoy seis noches. “A las tres horas y dos minutos de la madrugada del pasado lunes, tras haber agotado sin éxito cualquier posibilidad de reanimación, desde las instalaciones del ala de Urgencias de la institución se certificó el fallecimiento”, ha explicado a este diario el responsable de la Unidad de Cardiología, el doctor J. A. Tapia, quien ha añadido con perplejidad: “Sin embargo, escasos minutos después, el paciente recuperó la conciencia y también el resto de funciones fisiológicas a excepción del pulso cardíaco, que no ha vuelto a registrarlo desde entonces”.

“Vivir sin corazón resulta biológicamente imposible, se trata de un hecho indiscutible”, ha argumentado el propio doctor J. A. Tapia, aunque al segundo ha precisado: “Aparentemente, debiera ser así, por eso no damos crédito”, ha reconocido asombrado.

Ante la ausencia de una explicación médico-científica que desvele cómo regresó a la vida este joven hombre de 32 años cuyo corazón lleva sin latir durante casi una semana, la redacción se ha puesto en contacto vía telefónica con F. García de la Cruz, fundador y socio director de El Misterio, primera agencia en España y América Latina dedicada a la investigación de fenomenologías extrañas. “Pese a lo tremendamente inusitado de la cuestión, ya hay consignados casos similares a lo largo y ancho del continente sudamericano; si no recuerdo mal, en países como Perú, Uruguay o Chile, por citarte algunos”, ha declarado García de la Cruz. Para este “experto en la otredad cósmica y lo incierto de nuestra existencia”, como se define a sí mismo, cada vez serán más las personas que vivan bajo la privación del pulso cardíaco: “Es únicamente una cuestión de evolución humana, algo sobre lo que el escritor argentino Andrés Neuman reflexionó recientemente a través de un fantástico aforismo en el que, lamento no disponer de un ejemplar aquí, aunque recurriré a mi memoria, proponía que el corazón es un músculo peculiar que, en vez de levantar peso, lo acumula”.

Miembros del Gabinete de Comunicación del centro médico han adelantado a esta cabecera que el paciente recibirá mañana el alta hospitalaria y proseguirá con la recuperación desde su domicilio, en compañía de sus allegados y siendo a diario sometido a exhaustivos y rigurosos reconocimientos y controles. Pero el experto F. García de la Cruz no se muestra preocupado y augura “tiempos felices” al protagonista de tan increíble suceso: “Seguro que le irá de maravilla, y es que nadie puede partirte el corazón si no tienes uno dentro del pecho, ¿verdad?”.

domingo, 18 de agosto de 2019

Never(a)

Aburrido durante una tarde aburrida abro mi nevera en 2019, pero la cierro diez años antes. Ahora soy quien fui. Y sé qué sucederá. Aunque a la noche igual regreso a tu apartamento. Allí uso palabras distintas. Por un momento, funciona. Sale a la perfección. Hasta que de nuevo todo se nos rompe. Hoy hace diez años desde la última vez. Este aburrimiento me vuelve a arrastrar hacia la nevera. Solo abrir y cerrar. Nuestro tiempo espera.

lunes, 12 de agosto de 2019

Domingo de Julio

El mar de esta mañana parece acuarela. Julio ha llegado pronto. Y ha desplegado su sombrilla. También la toalla. Pero su cachito de paraíso enseguida es amenazado. Colchonetas, sillas a rayas y neveras toman al asalto cada milímetro de playa. Julio busca refugio entre las olas. Allí recibe un pelotazo. De nuevo huye y nada hacia donde cubre. Se deja flotar bocarriba cuando la orilla cae lejos. Tanto como para que surja una aleta oscura en este mar acuarela.

sábado, 10 de agosto de 2019

Monólogo de un socorrista mal hablado y sin vocación, pero enamorado (¿has visto cosa igual?)

En el dorso de su pie izquierdo, Bea tiene tatuada una rosa roja. ¿Has visto cosa igual? Aunque yo no debería estar aquí. Soy especialista en Borges. Me doctoré con las mejores calificaciones. Cuando quieras, te recito de memoria El Aleph. También El Zahir, Emma Zunz o Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. ¿Has visto cosa igual? Me juego el silbato a que no. Sin embargo, ver para creer, ante ti se presenta el puto socorrista de esta playa. Ese soy yo, sin duda. Desde las catorce hasta las veinte horas durante todas las tardes del larguísimo verano. Y ahí asoma entre las olas el primero de mis problemas del día. ¿Por qué motivo se meten tan hondo si no hacen pie? ¡Hay oleaje! ¿No has visto la jodida bandera amarilla? Claro, ahora con alzar las manos y que me rescaten ya queda arreglado y olvidado el asunto, ¿no? En serio, ¿tú has visto cosa igual? Pues este va a esperar. ¡So imprudente! ¡Dramático! ¡Cálmate que te estoy viendo flotar! Bah, es de los que no escuchan ni oyen a nadie. Maldita la gracia. Mi problema, justo lo contrario. Oigo, escucho y, en general, hago demasiado caso a cualquiera. Por ejemplo, al cabrón que me arrastró a este asiento de socorrista. Coser y cantar, me convenció mi amigo. También me ilusionó: ¡Vaya verano que te vas a meter, canalla! ¿Has visto cosa igual? De recordarlo, me enciendo. ¡En nada iré, pelmazo! ¡No dejes de mover las manos y piernas entretanto! No atiende, pero a este pieza le doy yo una buena curita de humildad, aunque me cueste el silbato. De la orilla no se aleja más en su vida. Mi idea era la siguiente: pasarme tres meses sentado a la sombra, leyendo a mi bola mientras me entraba la pasta en los bolsillos. ¿Has visto cosa igual alguna vez? Seguro que no, porque una puta maravilla de tal calibre no ha sucedido jamás ni ocurrirá. Resulta por completo imposible. En mi campo de batalla no hay quien pare. Ese mar de bañistas que me mira y remira para que a la puta carrera saque del agua al capullo de los gritos, pataleos y brazos al aire… ¡Lean a Borges, incultos! Todos ellos son los mismos mamones que no cesan de joderme ni un minuto. Al final no me quedará otra que ir a por el cenutrio. ¡Quién ha visto cosa igual! ¡Que muevas los brazos, tío! ¡Aguanta, campeón! Y tampoco son de los peores estos que a cada segundo amenazan con ahogarse, ¡ojalá! La playa rebosa de hijoputas aún más cabrones. Por ejemplo, el típico al que de repente le sobreviene un golpe de calor fatal. No te queda la menor duda de que a su lado siempre habrá una señorona que ha presenciado la escena y empieza a sentirse mareada. Suerte tendrás si no sufre un desmayo de pura aprensión. O el niñito que pisa tres erizos nada más haber plantado su papi la sombrilla. Entre mis horrores favoritos se encuentra el de esa inefable anciana que juguetea en el rompeolas hasta que cae de culo y, socorrista, levántame que no puedo, ¡sálvame! Y mi condena estival pasa, ¡faltaría más!, por rescatar a todos y cada uno de los imbéciles de turno. Nunca faltarán memos en nuestras costas. ¿Has visto cosa igual? Luego, me fríen sin piedad esos a los que califico de preguntones vocacionales: ¿Cómo ves hoy el mar, socorrista? ¿Qué horario tienes mañana, socorrista? ¿Amainará pronto el viento, socorrista? ¡Y yo qué coño sé, chaval! Déjame en paz. Ignórame. Pero qué te aporta a ti acercarte a saludarme. ¡Disfruta de tu vida! Hazlo lejos de mí. Igual que el tarugo de allí que apenas si se mantiene medio a flote. No se imagina que todavía le queda un ratito hasta que vaya a buscarle. Yo no vuelvo, fue lo que pensé tras mi primer día de trabajo. Aunque soy tan imbécil que regresé. Por supuesto, de nuevo prometí no repetir en una tercera ocasión. Ahí conocí a Bea y, ¡puto descerebrado!, desde entonces pido que este infierno no termine. Ya he explicado que Bea tiene tatuada una rosa roja en el pie izquierdo. Además, viene a bañarse y tomar el sol de lunes a domingo. ¿Has visto constancia o cosa igual? Ella siempre llega entre las seis y media y las siete de la tarde. Suele colocar su toalla y las gafas de sol unos cinco metros más allá. Bea jamás pierde un instante y enseguida se quita la camiseta y, con apenas un pantaloncito corto tapando su piel bronceada, se zambulle bajo la espuma. ¿Has visto cosa igual? Bea es increíble. ¡Qué estilo al nadar! Y sale del mar y resulta más increíble. Se tumba a tomar el sol; de nuevo increíble. Bea bocarriba o bocabajo. ¡Increíble! Encima saca una novela de su bolsa. ¿Has visto cosa igual? Totalmente increíble que compartamos afición por los libros. Ojalá supiese su nombre. Como ojalá conociese también cómo se llama este gilipollas de los chillidos para poder cagarme en él. Joder, tío, ¡ten paciencia! ¡Saca la cabeza del agua, capullo! La llamo Bea por Borges. Ella es mi “Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida”. Si comprendieras cuánto ansío que conversemos. Me bastaría con lo más mínimo. Un mísero qué hora es, socorrista. Pero ni eso. ¿Has visto puta cosa igual? Bea es la única persona en esta insoportable playa que no me cuenta sus soplapolleces. ¡Ironía de mierda! Espera, que me entra un wasap: joder, el jefe anda haciendo la ronda. Mejor será que me apure a por el tonto-boyas de las narices. Este a mí no me jode la tarde y menos con el superior husmeando la arena. Te juro que antes lo arrastro fuera del agua a patadas. Es que el muy loco parece empecinado en de veras ahogarse. Bueno, ¿y esto? ¡Es que no se ha visto cosa igual! Éramos pocos y parió la… Ahora aparece otro que grita pidiendo ayuda por aquel flanco. ¡Por turnos, señores! ¿No entienden que estoy solo aquí arriba? ¡No se ha visto cosa igual! Y en media hora bajará Bea. Quizá quiera hoy la fortuna que a ella se le encalambre uno de sus perfectos muslos mientras se da un baño. Ya te imaginas la estampa... Sería el mío un rescate heroico, de cine: ¡Muchas gracias, socorrista! Justo anoche soñé que la salvaba de un mar tempestuoso. ¿Has visto cosa igual? Supongo que por algo acabé vigilando la playa. Soy un caso perdido. No obstante, Borges escribió en un poema, y cito con exactitud, “La inmarcesible rosa que no canto / La que es peso y fragancia…”. ¿Olerá acaso a rosa la rosa roja tatuada en el pie izquierdo de Bea?

lunes, 5 de agosto de 2019

Azul océano

Tan solo la bañista del bañador azul océano gira su cabeza, se acaba de recoger el pelo en una cola que le resbala a un lado del cuello, cuando el tipo con pata de palo y un parche por ojo arriba a la cala. Son las penúltimas luces del día, de modo que no más de cuatro o cinco resistimos aún en la playa. El tipo con pata de palo y un parche por ojo tiene complexión ondulante y una piel color bronce tatuada de cicatrices. No trae toalla. Tampoco calzado para su único pie. A un paso de la orilla, el tipo con pata de palo y un parche por ojo alza los brazos. Arquea el tronco adelante. Estira tanto su cuerpo que se toca sin esfuerzo la punta de los dedos y luego recorre la arena húmeda debajo. La bañista del bañador azul océano observa muy quieta. Ambos contemplamos desde la distancia ese momento en que el tipo con pata de palo y un parche por ojo, como si guardase mercurio en la pierna y no madera, introduce su pata de palo bajo la espuma del rompeolas y, desde mi perspectiva, creo que sonríe. No da tiempo a cambiar de idea, porque de un salto el tipo se zambulle en el agua y la bañista y yo nos reconocemos por primera ocasión. El cabello recogido en una cola de la bañista del bañador azul océano vuela de un hombro a otro igual que un péndulo. Diez metros más allá, el tipo con pata de palo y un parche por ojo emerge de entre las olas. Su repentino gesto de despedida no encuentra respuesta en nosotros. Cuando levantamos las manos para corresponder, él ya se ha girado de nuevo y ahora nada mar adentro. Bracea despacio. También yo me muevo con lentitud mientras recojo mi toalla y la extiendo junto a la bañista. Durante el siguiente cuarto de hora, vemos en silencio que el tipo con pata de palo y un parche por ojo se va desvaneciendo en mitad del azul océano. Antes de que haya caído la noche, dejamos de distinguirle. La bañista y yo seguimos sentados en la arena largo rato después. La marea alcanza nuestros pies cada vez más próximos.

jueves, 1 de agosto de 2019

Breve monólogo de un obseso por lo capilar

Veo que usted me observa con el rabillo de un ojo. No sea tímido. Míreme sin recato. Estoy más que acostumbrado y a su autobús le queda largo rato para llegar. Es a causa de mi pelo que me espía, ¿verdad? Le juro que de hecho no es el primero en quedar embelesado. Luce tan fuerte, luminoso y apetecible. Lo sé, claro que soy consciente. En breves palabras, a mi edad conservo un cabello espléndido. Y disculpe que pueda parecer inmodestia, pero tenga en cuenta que lo mío es el ámbito capilar. Vamos, que me dedico a ello. Profesionalmente, quiero decir. No obstante, hay mucho más. Si me admite una confidencia, la desaparición del cabello provoca en mí tal agitación interna que no sabría describírsela. Resumiéndolo demasiado, me eriza el vello descubrir un pelo que cae. Hablo de ese momento fatal en el que un minúsculo pelito, apenas esa nada, se desprende de la cabeza y aterriza sobre los hombros, y luego busca el suelo para siempre... Por siempre, ¿ha reflexionado acerca de este hecho? Hoy usted es más calvo que ayer pero menos que lo será mañana. Y en mayor o menor medida nadie escapa de nuestra involuntaria y genética carrera hacia la alopecia. Aunque, por favor concédame el cumplido, usted aún resiste. Ese mechón gris de ahí arriba todavía guarda cierta dignidad frondosa. Sin duda, las canas le ayudan. ¿Pero no desearía un poco más de espesor aquí y allá? Ya me sigue, ¡reverdecer la pradera! Porque sepa que mi clínica de implante capilar no conoce rival en toda la provincia. Injertamos felicidad a módico precio. Además, con casi un cien por cien de efectividad. Tome mi tarjeta de contacto. Llámeme o escriba al correo electrónico a cualquier hora. En la lucha contra la alopecia jamás descansamos. En estos momentos, sumamos cerca de quince mil pacientes absolutamente satisfechos. Y soñamos con no dejar un calvo vivo en cien kilómetros alrededor durante los próximos años. Si me permite, arrancaré ahora mismo un cabello de su nuca para disponer al instante de una muestra en nuestro laboratorio. No se apure, resulta indoloro. Aguarde solo un momento. Seguro que vendrá otro autobús enseguida.

miércoles, 24 de julio de 2019

Radio yaya

Cada noche en casa de mi abuela el último de nosotros en caer dormido era siempre la radio. Minutos pasaban de las doce cuando frente al espejo mi abuela se recogía con soltura el pelo oscuro y en apenas un parpadeo desmaquillaba sus ojos, labios y las mejillas. Apagaba entonces la luz del baño y se dirigía hacia su cama como si gracias a un encantamiento pudiese ver en la oscuridad. Fuese invierno o verano, del cajón pequeño de la mesilla ella extraía a tientas un transistor de dimensiones todavía más diminutas. Me fascinaba el clic mínimo que hacía el aparato al cobrar vida. 

A veces mi abuela sintonizaba tertulias de cine (“Qué película más bonita esa, Juan”), o de cualquier tema excepto los deportes (“Ahora que se terminó la dichosa Liga y le da por empezar de nuevo”, repetía). También le gustaban esos programas en los que vía teléfono intervienen decenas de oyentes y cuentan sus preocupaciones (“Creo que no somos los dos únicos despiertos esta madrugada”). En otras ocasiones, mi abuela giraba varias vueltas el dial hasta encontrar una de esas cadenas que durante toda la noche emiten “canciones antiguas pero inolvidables”, así las definía ella. 

Desde luego, eran melodías que por alguna razón despertaban en mí la curiosidad para preguntarle sobre cosas de antes. De repente, yo quería conocer cada detalle del abuelo, de la infancia de mi madre y mis tíos, de la niñez de mi abuela en el barrio o de cómo había cambiado la ciudad en tantos años. Y fue precisamente en una de esas noches de conversación cuando mi abuela, a punto ya de quedar dormida, me dijo: “Si miro atrás mi vida, no sé si la viví o tan solo la soñé”. No recuerdo cuál había sido mi pregunta, pero sí el efecto de aquellas palabras.

De mi abuela tomé la costumbre de escuchar la radio hasta tarde. Anoche en mi cama oía la tertulia sobre fútbol a través del móvil y la aplicación saltó sin aviso a una emisora de música. Si pensé en cambiar de frecuencia, no lo hice. Sonaba una sucesión de canciones hermosas y envolventes. Y de a poco me inundaba el sueño. Surgió de entre las ondas una voz. Enseguida reconocí a la locutora. Ella aseguró que todo estaba bien y que, además, todo iba a seguir estando bien siempre. Antes de despedirse, mi abuela nos lanzó un beso. Aunque tampoco yo sé si lo viví o tan solo lo soñé .

miércoles, 22 de mayo de 2019

One More Cup of Coffee (Valley Below)

Hace justo tres meses asumí que no llamarías más. Era una mañana igual y distinta a esta. Mientras calentaba mi taza de leche, despegué el plástico protector de un nuevo bote de café soluble. “Este envase contiene 93 raciones”, leí impreso sobre la tapa. A ritmo de una taza cada mañana, tendría café para tres meses, algo que puede parecer poco o mucho tiempo según se mire. Por ejemplo, pero no recuerdo dónde leí esto, en el año 2001 un marinero francés apellidado Desjoyeaux circunnavegó solo y a vela los 40.000 kilómetros del globo terráqueo en la cifra récord de 93 jornadas. Si tamaña gesta resulta posible, qué no lo será. En mi caso, a lo mejor una acción tan sencilla como verter media cuchara de café soluble en vez de una entera (recomendación del médico). Aunque esa mañana el café con leche me dejó un poso de optimismo… Por qué entonces no iba a ser yo también capaz de encontrar otro empleo. Sí, quizá con esfuerzo acabaría por voltear mi vida de abajo arriba antes de haber terminado el nuevo bote recién abierto. Desde luego todo, menos recibir una llamada tuya, podía suceder durante los tres largos meses siguientes. Por descabellado que suene, estos pensamientos tuvieron mucha culpa de mi repentina contratación como encargado de tienda. Y de la modificación de mis rutinas, que ahora he llenado de amigos, viajes y tablas de gimnasio. Me siento otra persona 93 días después. Ya paladeo el aroma de la última cucharada del bote de café. Voy a tirar el envase vacío al cubo de basura cuando escucho mi teléfono. Del otro lado estás tú.
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martes, 30 de abril de 2019

Let it be / Let it bleed


Ni siquiera mi mujer se cree lo de mis paseos con Mick Jagger. “¡Pero qué imaginación, Juan!”, me dice muerta de la risa cada vez que le cuento alguna de nuestras conversaciones junto al mar. Ella siempre me ha tenido por demasiado fantasioso. A esta consideración, mi mujer también ha añadido en los últimos tiempos la de demasiado gordo: “Juan, has echado cuerpo como para tres infartos”. Y tantos no, pero sí que he sufrido un ataque al corazón hace poco... No me lean así. Trabajé mucho durante muchos años y ya estoy jubilado. ¿No puedo ahora disfrutar algo de la vida? Aunque tampoco soy un incorregible. Obedezco al médico lo mejor que sé. No por nada llevo más de dos meses sin probar un dulce. Además, he retirado la sal de mi dieta. ¡Incluso salgo a caminar durante una hora cada día!

¿De qué, si no, iba a conocer yo a Mick Jagger? Somos compañeros de caminatas. Le acaban de sustituir una válvula cardíaca y, como a mí, sus doctores le han prescrito largos paseos. Ni siquiera mi mujer puede negar una noticia que ha aparecido publicada en prensa de medio mundo. No, ella prefiere hacer burla de mis problemas con el inglés: “¿Y en qué idioma se supone que hablas tú con el rolinestón ese?”. “¡Pues en castellano, Juana!”, y ríe de nuevo como una niña traviesa. Da igual que le explique una y mil veces que Jagger aprendió español durante su matrimonio con Bianca, esa chica nicaragüense tan guapa. Diga lo que diga, he asumido que mi mujer se tronchará a mi costa. Sin embargo, reconozco que a menudo me quejo de ella demasiado mientras paseo con Mick. No sé en cuántas ocasiones habrá estado casado él, pero es obvio que de mujeres sabe. Siempre me aconseja que no se lo tenga en cuenta a Juana. Y tiene razón, porque mi mujer y yo llevamos toda nuestra vida juntos.

¡Pero qué gran tipo este Mick Jagger! Le encanta la Costa del Sol, es un conversador fantástico y su paciencia roza lo infinito. Hasta hoy nunca le había visto contrariado. Y con seguridad lo de esta tarde no ha debido de ser nada más que un malentendido sin importancia. Mañana estará olvidado. En realidad, no entiendo bien qué ha sucedido. Caminábamos por la playa y él me animaba a olvidar una pequeña riña que acababa yo de tener en casa. Entonces, con mi mejor intención, he querido agradecérselo con un cumplido: “Es igual que vuestra famosa canción Let it be”. Mick me ha mirado como quien no comprende. Ya iba a repetir mis palabras más despacio cuando veo que, de repente, se gira y emprende el trayecto de regreso. A los pocos metros, de nuevo gira y queda quieto. “¿Qué pasa, Mick?”. Su dedo índice apunta antes de por fin dispararme: “Juan, estás gordo”.

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Foto: Splash News.

viernes, 12 de abril de 2019

Por toda la escuadra


Durante más de treinta años, mi hermano Lucas creyó que le había marcado un gol al mismísimo Luis Miguel Arconada. Sucedió una tarde de verano de 1983. Éramos dos niños que jugaban al fútbol en la playa. Sentado sobre su toalla, mi padre insistía en que aquel hombre de largos brazos de la sombrilla de al lado no era otro que el mítico portero de la selección española. Nosotros no podíamos creer algo así; la estampa de Arconada era la única que siempre nos faltaba en el álbum. De modo que papá se acercó hasta la supuesta leyenda y se fundió con ella en un abrazo. Para nuestro asombro, ambos estuvieron largo rato hablando, como un par de viejos amigos. A su regreso, mi padre nos comunicó el reto: “Asegura que no sois capaces de meterle un gol”. Y, en mi caso, el internacional tenía razón. Con una hermosa palomita, Arconada atrapó sin problemas nuestro descolorido balón de playa. Pero Lucas, un año mayor, tomó carrerilla y en su intento pegó de puntera a la pelota. Esta tomó efecto y velocidad, lo que volvió inútil la estirada del guardameta. Ni Lucas daba crédito a su disparo. Solo saltaba y saltaba celebrando el gol. Papá y yo le abrazamos eufóricos. 

Matrícula de honor en la carrera y el doctorado, sacó plaza la primera vez que se presentó a las oposiciones, su boda con Elena y el posterior nacimiento de tres niños felices y sanos. Todo en la vida de mi hermano parece la consecuencia de aquella temprana proeza en forma de gol heroico. Quizá Lucas no opine igual, ya que hace poco, durante una comida en familia, nos sorprendió con esta pregunta: “¿Verdad que Arconada se dejó?”. Nuestro padre se puso muy serio y tardó en contestar: “Hijo, ni a día de hoy Arconada es calvo”. Si a Lucas esta revelación le contrarió, nada dijo. Sin embargo, ayer por fin creí entender a mi hermano, tras cruzarme con él y con mi sobrino Rubén mientras los dos montaban en bicicleta cerca de casa. Ya se alejaban cuando oí que Lucas desafiaba a su hijo: “Ese de ahí es Alberto Contador, ¿a que no eres capaz de pillarle?”.

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Foto: Korner.

martes, 2 de abril de 2019

Ropa (desa)tendida

A mi vecino siempre le quedan mejor las camisetas que el viento me vuela del tendedero. Pero mi vecino prefiere reírse a negar la evidencia. Y así llevamos cerca de dos años. Como ese viento implacable que cada día desarbola mi tendedero, la situación no cesa: es tender, por ejemplo, mi camiseta de los Rolling Stones y descubrir al rato, casi enseguida, que esta ya no está, y que allí donde la dejé solo cuelgan un par de pinzas de la ropa. Sin embargo, mi camiseta nunca se pierde del todo porque, a la mañana siguiente, aparece sobre los hombros del vecino cuando sale a pasear con Guapo, su rottweiler de ladrido tiránico. Es una supuesta casualidad que se ha repetido en demasiadas ocasiones. De esta forma, he ido perdiendo camisetas de los más diversos motivos y colores; especial apego tenía a una de la selección inglesa de fútbol que compré en el mismo Londres. Pese a ello, jamás habría imaginado que lo vivido hoy resultara posible. Mientras miraba y me probaba camisetas en una tienda del centro, por un momento he creído distinguir a mi vecino junto a una pila de pantalones vaqueros. No he querido ser paranoico y he vuelto a lo mío. Tras mucho dudar entre dos camisetas, finalmente he optado por llevarme una decorada en vivos tonos amarillos. Ya estaba pagando cuando desde atrás me han noqueado los ásperos gruñidos de Guapo y las palabras de mi vecino: “Mil veces más bonita esta camiseta, ¡dónde va a parar!”.

sábado, 30 de marzo de 2019

Trópico de cáncer

Nos dieron una foto de ti por dentro. El médico fue rotundo en su diagnóstico. Habló de tu operación, aunque nada dijo de esa larga convalecencia en el hospital ni de las sesiones posteriores. Durante la primera de ellas, empezaste a enumerar nuestras muchas mudanzas: Córdoba, Valencia, Sevilla, Madrid, Málaga. “No queda otra”, era siempre tu frase antes de arrancar el coche y encaminarnos hacia una nueva ciudad. Ya han pasado nueve años de nuestro último traslado y más de cinco de tu última sesión. Hoy hemos bajado a la playa. El sol y este mar en calma invitan al baño. Quizás incluso podamos nadar hasta después de la boya. Allí todo cae tan lejano como aquella foto de ti por dentro.

lunes, 18 de marzo de 2019

Turbulencias

Y el policía desenfundó su pistola, apuntó a cámara y de un disparo hizo saltar las luces de casa. De puro susto o quizás asombrados de la coincidencia, por un instante papá, mamá y yo nos quedamos mudos frente a la televisión apagada, sin atrevernos a abandonar el sofá. Fue finalmente mi padre quien primero se puso en pie y rompió a decir: “Por no haber puesto el fútbol”. Yo busqué la reacción de mi madre, pero su silueta se perdía en dirección a la cocina. Papá habló entonces de comprobar el cuadro de luces. Desde la ventana más cercana, vi que las farolas de nuestra calle estaban apagadas. El barrio entero parecía haber echado a volar, como si alguien se lo hubiese llevado lejos. Mamá reapareció con una vela encendida entre las manos. A cada paso, la llama perfilaba nuevas facciones en su rostro. Se sentó a mi lado y ahora sus ojos me parecieron de otro color. Desde el recibidor, mi padre maldecía la instalación eléctrica. “Juan, afuera también está oscuro”, y papá volvió al salón mientras arremetía contra la gestión del alcalde. Reflejada en la pantalla del televisor, la llama danzaba de forma hipnótica. No sé cuánto rato estuvimos los tres observando la vela en silencio hasta que mamá nombró a mis dos hermanas. No habíamos hablado de ellas en todo el camino de vuelta del aeropuerto ni durante la cena. Ya debían de estar sobrevolando el océano. Sería un año largo. Pero esa primera noche solos, recordamos momentos felices juntos y la luz a su regreso nos sorprendió con una sonrisa.

martes, 19 de febrero de 2019

Los piratas nunca duermen

Nadie ganaba a papá a la hora de madrugar. En innumerables ocasiones, intenté alcanzar la cocina antes que él. Imaginar su cara de sorpresa al descubrirme sentado a la mesa era para mí un despertador infalible. Así que a diario probaba a levantarme bien temprano: a las seis, a las cinco, a veces a las cuatro de la mañana incluso. Pero daba igual. Por mucho que madrugara y recorriese a tientas el corto pasillo de casa para venir a empujar la puerta entornada de la cocina, bajo la luz del fluorescente siempre encontraba a mi padre sentado en su silla, escuchando la radio mientras fumaba un cigarrillo y bebía a pequeños sorbos una botella de dos litros de agua, con la cicatriz interminable de su costado a la vista. Porque papá jamás, ya fuese verano o invierno, se cubría el tronco hasta el momento de marchar al trabajo, pasadas las ocho. Recuerdo que, durante mucho tiempo, nuestra proximidad al puerto y la visión de aquella cicatriz tremenda, junto con la piel del rostro de mi padre, bronceada como todo el año, como sus brazos morenos y largos, y todos esos rizos enmarañados sobre su nuca, me hicieron creer que yo era hijo de un hombre de mar, quizá de un auténtico pirata. Por ello, escondido tras mi vaso de leche, espiaba sus ojos de color verdoso en busca de algún detalle falso, de un descuido revelador, que me permitiese afirmar al fin que uno o tal vez ambos globos oculares eran de cristal. Y sus piernas, no me acordaba de si en alguna ocasión le había visto llevar pantalón corto, podían ser de palo... Sinceramente, no sé lo que pensaba papá mientras me veía escrutarle con tanta fijeza. Era la nuestra una fotografía cuando menos curiosa: frente a frente los dos, observándonos de madrugada al ritmo de la voz del locutor radiofónico y de un montón de noticias que yo no conseguía entender. En algún momento indeterminado, procedente de las profundidades de la casa, el sonido de un reloj despertador nos arrancaba del ensimismamiento y de repente, por un instante, papá y yo sentíamos que mamá aún vivía con nosotros.

viernes, 1 de febrero de 2019

Seísmo (FracturaDOS)

Como una confirmación de los cielos, ve que la lámpara de pie rompe a asentir con vehemencia. Y, enloquecidos, todos los bolígrafos y lápices huyen despavoridos, para precipitarse mesa abajo. Tampoco, a su izquierda, queda un libro que no haya decidido rebelarse contra el estante que hasta hace apenas nada los ordenaba. Solo la lavadora, arrinconada en la pequeña cocina, intenta centrifugar este caos repentino. Pero, tras las ventanas, el mundo anda retorciéndose. Y cada cosa, presa del miedo, parece a punto de deshacerse. Ni siquiera largo rato después del último temblor, logra que sus pies paren un momento quietos. Igual que en Fractura, de Andrés Neuman, un terremoto ha desplazado la perspectiva de fuera a dentro.

lunes, 28 de enero de 2019

Selfi

En el patio de la vieja casa, bajo un cielo que busca su color, el mosaico de fotografías dibuja sobre la mesa de madera toda una constelación vital. Juan ve su vida, cuántos recuerdos, y es azul la sensación que le salta al pecho. De otro sorbo a la taza, aún caliente, cree vaciar la emoción. Pero ahí está Juan, al que se le hace casi imposible reconocerse tan joven, en blanco y negro, fotografiado de perfil aquel día de su llegada a la tienda donde terminó trabajando durante cerca de cuarenta años. Y a la derecha, de nuevo Juan, retratado poco tiempo después, pero ya en colores y paseando cogido del brazo de Sara. “Málaga, agosto de 1967”, escrito a mano por ella (trazos redondeados, levemente ascendentes) en el margen inferior. Una foto más allá, ahora desde las playas de Sanlúcar, Sara y Juan posan sonrientes con los niños. Y en esta imagen de aquí, de la noche a la mañana a ojos de Juan, otra vez los dos sonríen junto al mar, pero en esta ocasión con los niños y los niños de los niños. Mientras que, a la izquierda, qué cerca queda, el lejano día de boda. Inolvidables, positivados, ambos salen de la iglesia y Juan, azulado por momentos, vuelve a dar un sorbo a su taza rebosante de ayer. Hay tantas fotografías de Córdoba. También de la vieja casa y su patio. Como la instantánea, Juan toca sus arrugadas esquinas, de esa mañana de junio en que Sara trajo a Kazán, un cachorro de apenas semanas que miraba a cámara con curiosidad y la lengua fuera, y que fue el primero de los muchos perros que tuvieron juntos. A Juan ya llega un punto en el que, sin solución de continuidad, se le acumulan, desbordantes, las imágenes felices de aniversarios, nacimientos, navidades y fines de año, viajes, veranos… Aunque sus recuerdos favoritos nunca tienen fecha. Son días improvisados, únicos, que todavía perduran. Con las últimas luces de la tarde, empieza Juan a desmontar su mosaico. Algo lo empuja a, de repente, dejar el álbum en la mesa y tantearse apresurado los bolsillos. No termina de entender este teléfono móvil, pero sí ha aprendido a usar la cámara. Frente a ella, Juan estira de a poco un brazo. Fija luego esa sonrisa de siempre ante la vida. Un gran fogonazo de alegría anuncia su primer selfi.

viernes, 4 de enero de 2019

Pa-ti-nete eléctrico

En apenas unos meses, la ciudad se ha coloreado de patinetes eléctricos. Los hay rojos y verdes, pero también amarillos, naranjas e incluso grises con estilizadas franjas azules. A cada paso que doy, me tropiezo con uno de ellos. Están, como esperándome, justo a la entrada de mi supermercado de toda la vida, frente a la puerta del bar de la esquina o varados en mitad del, por momentos, insondable paseo marítimo. Precisamente allí hará dos tardes, más veloz que la brisa, te vi montada en tu patinete. Preso de ese vano deseo de por una vez parecerme al fin a ti, era cuestión de tiempo que yo terminara subiéndome a otro. Esa misma noche, a través de mi teléfono móvil, descargué la app necesaria. A la mañana siguiente, con el romper de las olas, alcé una muy menuda pata de cabra, retiré el seguro y, tras un giro mínimo de muñeca, el patinete eléctrico emprendió su travesía: cauteloso al principio, aunque vertiginoso y huracanado a los pocos metros. No guardo recuerdo de haberme caído. Tampoco de la pérdida de consciencia ni acerca de quién nos ha traído hasta esta habitación de hospital. A los pies de la cama, flamante como la más bella perfección, el dichoso patinete eléctrico hace que piense en ti. Por eso ahora, con mucha calma, cuando no mire la enfermera, lo arrojaré ventana abajo.