Al
buzón de casa llegan cartas a nombre de otro. En el teléfono móvil
se acumulan llamadas que no debieran ser para mí. Cuando abro
Facebook, lo que encuentro me resulta extraño, desconocido. Incluso
los datos y la foto del DNI en mi bolsillo se renuevan para
identificar a un nuevo yo. Sin embargo, sigues empeñada. Nunca
cambiaré.
Pese
a que vivo solo y nadie tiene copia de la llave de casa, desde la
puerta del bar de la esquina, esta noche miro hacia la ventana de mi
salón y veo luz adentro. Con cada sorbo de cerveza, me convenzo un
poco más de que soy olvidadizo, despistado, capaz de salir del piso
sin haber echado la llave o sin haber apagado la lamparita bajo la que a
diario leo; hoy, por no ir más lejos, un cuento de Julio Cortázar. También me digo o me cuento, y con el sabor de la cerveza
salen y saben mejor las palabras, que las sombras que intuyo moverse
tras el cristal y el estor de la ventana son únicamente eso:
sombras, ilusiones ópticas, fantasmagorías de mi mente asustada
ante el hecho de que empieza a hacerse tarde y Sara no ha venido al
bar ni contesta al teléfono. El camarero, que mira como quien
entiende, se ofrece a invitarme “a la penúltima”. Ya no debería
beber otra. O puede que sí, pienso después de haber aceptado su
ofrecimiento. Porque quizá no sea tan mala idea, antes de subir y
volver a marcar los números de su número, apurar algo más de valor
del fondo del vaso. Entre tanto, tal vez dé tiempo a que Sara
aparezca y las sombras de mi casa desaparezcan.
Desde
hace hoy justo tres meses, a una hora tan improbable y nada taurina
como las 3:33 de la mañana, de madrugada el viejo torero recibe en
su ancha cama de Estrecho la visita de todos aquellos (casi
incontables) toros a los que, a lo largo de una larga y vivida vida,
dio muerte en plazas a ambos lados del océano. Fueron muchas (incontables) tardes de triunfos en la cercana Las Ventas, los abriles
saliendo a hombros de La Maestranza sevillana y esos vítores
irrepetibles que dicen aún se oyen allá en Aguascalientes.
Temblequea la memoria del viejo torero, embestida por manadas de
fantasmagóricos toros de lidia. El viejo torero rememora sus nombres
(Lucero, Tiza, Sinfonía, Rayo, Maldito...) mientras los astados de
ayer cornean el descanso sin descanso. A la mañana siguiente, una vez más, el madrugador sol de Madrid deslumbra al viejo torero, aovillado e insomne entre sábanas y tormentos. Dentro de la consulta
número cuatro del ambulatorio de calle Infanta Mercedes, el
doctor ausculta su pecho, le toma el pulso y receta pastillas
amarillas; incluso pronuncia las palabras perdón y remordimientos.
A nostalgias imperiales, en cambio, aluden los contertulios tras la
barra del bar Míes. Acaso indeciso, arrastrado quizás entre ambas
corrientes, el viejo torero esta noche, idéntica y distinta a tantas
otras, sustituye el pijama por uno de sus viejos trajes de luces. Y
se arropa con dos capotes. La muleta doblada hace de almohada.
Debajo, ha escondido su estoque de San Isidro. No cree poder dormir,
pero el viejo torero se duerme. 3:33. Bufidos, sombras a los pies de
la cama, nervios que se tensan. Bajo un cielorraso oscuro, el traje
de luces centellea lleno de suertes: naturales, redondos, derechazos,
molinetes y pases de pecho. Los recuerdos ovacionan por última vez
al viejo matador de toros. El tercio de los sueños casi toca a su
fin.