martes, 17 de marzo de 2015

'A los ojos' (relato)


Gema apareció junto a la primera piedra en el iris. Sombra de carbón azul, improvisada segunda pupila, que vislumbré dentro de mi ojo derecho una mañana frente al espejo. Desgarbada, con labios de celebración y manos de trabajo, Gema estaba a su lado. Era una mujer de mi edad y piel nieve. Que vestía de amarillo, adornada con pulseras blanco y negro. Días más tarde se lo relaté al doctor Ángel Socorro, oftalmólogo de humor vítreo, que sonrió antes de prometer: “Nada peligroso, Fernando, tan sólo un pequeño efecto de tu sensibilidad especial”. Me hablaba del misterioso borrón ocular. Yo quería preguntar —saber— acerca de Gema. A la que reconocía allá donde mirase: en el autobús, supermercado, contemplándome en la oficina, sentada en mi salón, hasta colocada sobre la almohada cuando se hacía de noche. Aunque ella nunca dormía. Siempre despierta, a veces tejía. También gustaba de ver la televisión muda. Incluso montaba puzles de madrugada. Terminé acostumbrándome a su silenciosa vigilia. Confieso que empecé a observarla con otros ojos. Entonces apareció Paco y en mi iris izquierdo, el predilecto de un zurdo convencido, germinó una mancha similar a la inaugural. Una mota que me volvió de un algún modo simétrico o, al menos, compensado.

Paco era su marido. Mayor que Gema, hablaba sin descanso. Igual que ella, me seguía a jornada completa. Paco recordaba a un roble atropellado. Tenía pelo de calabaza. Dientes exclamativos. Paseaba ropa de faena y gesto compungido. Juanillo y Mar, cinco y tres años de alegrías, tardaron dos meses en llegar. Mientras sesteaba se instalaron en mi ojo derecho, el de su madre. Supongo que por mayor apego. Los cuatro formaban una familia jaspeada en el iris. Incapaz de pestañear, regresé corriendo a consulta. “Nada peligroso, Fernando”, repitió el doctor Socorro, amigo de los bises. Sonreí a la expectativa. El oftalmólogo también dibujó una media luna bajo su nariz. Tras varios minutos en silencio, el especialista detalló: “Hay una intervención muy sencilla, que no duele en absoluto; y con ella desaparecían pero…”. Se detuvo de nuevo, como si no estuviese seguro de lo que iba a añadir. Finalmente, concluyó: “¿Tanto te molestan?”. Él hablaba de los habitantes de mis ojos. Yo de sus sombras.

Esa misma noche encontré al cuarteto cenando en la cocina. Acerqué un taburete y me senté. En apenas quince minutos Paco narró el cierre de la fábrica, la imposibilidad de cumplir con los pagos. Hui cuando pronunció desahucio. Por la mañana el doctor Socorro me operó con éxito. A las pocas horas recibí el alta. Pero nadie me esperaba en casa. Ciertas manchas son imborrables. 

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Óleo sobre lienzo: Bridge Over the Stour, de Childe Hassam
Relato publicado en el periódico online 'La voz de hoy'