jueves, 27 de febrero de 2014

Tazas


No se lo haré largo, Belano. Por aquel entonces yo respondía al nombre de Frank y trabajaba en una fábrica. Nada fuera de lo común. Era uno de esos sitios en los que se fabrican tazas que llevan escritos mensajes del estilo de buena jubilación o feliz cincuenta cumpleaños o te quiero o el mejor padre. Ya sabe, seguro que alguna vez ha regalado a un familiar o conocido una taza así. Podríamos llamarlas tazas de regalo, para englobarlas todas bajo el mismo término. Pues bien, como le decía, yo trabajaba en una de esas fábricas y mi cometido consistía en ribetear con tinta de color gris plata el mensaje escrito en cada taza. Era una tarea rutinaria, yo ni siquiera debía pensar la frase sino que me limitaba a ribetear el exterior de las letras. De modo que resultaba un trabajo repetitivo y nada imaginativo, pero yo era feliz o, al menos, tan feliz como puede llegar a serlo un hombre sin demasiadas aspiraciones.

Un día recibimos órdenes desde arriba. Los jefes habían decidido ampliar el target o público objetivo al que vender sus tazas y, para lograrlo, las frases de dichas tazas debían cambiar. A partir de ese momento, nos suministraron un nuevo catálogo de mensajes escritos y yo tenía que, como ya hacía antes, ribetear de plata las letras. La decisión de los dueños del negocio fue acertada porque, según decían, la fábrica empezó a vender muchísimas más tazas y los beneficios de la cuenta de resultados se dispararon. Pero, mientras todos se alegraban y congratulaban mutuamente, algo me crispaba los nervios. Aquellas frases nuevas me repelían. Cierta aura emanaba de ellas, una tensión intangible que me perturbaba y acababa haciéndome enfermar.

Con el transcurso de los días mi incomodidad en la fábrica creció hasta niveles insoportables y un día estallé. Me acerqué a uno de los encargados y le dije quiero fabricar las tazas de antes. ¿Estás de broma, Frank? Nos estamos forrando con las nuevas, fue su respuesta. Yo insistí y le repliqué te digo que no puedo ribetear las letras de las tazas nuevas. Pero si son idénticas, sólo ha cambiado el mensaje. Imposible, me reafirmé. ¿Es que te incomoda lo que dicen las tazas? Me preguntó el encargado. Nada de eso, le aseguré, pero no soy capaz de ribetearlas. La conversación se extendió durante unos inacabables minutos hasta que comprendí que no lograría hacerle entender. De modo que abandoné el trabajo y también renuncié a mi nombre.

Desde entonces vago por las calles y los parques de la City. El paso del tiempo ha ido borrando de forma progresiva los recuerdos de mi vida anterior, así como en mi mente las frases que ribeteaba se van filtrando en un mar de olvidos. Me he convertido en un vagabundo, un mendigo al que le gusta sentarse en los bancos londinenses como éste que ahora compartimos, banco donde personas como usted, Belano, leen tal o cual novela, tal o cual ensayo. Y aprovecho estos momentos de proximidad física para relatar mi historia. Lo hago en parte esperanzado, en parte víctima de la superstición. He de confesarle que secretamente guardo el anhelo de que alguno de mis interlocutores sea capaz de dar sentido a mis palabras; tal vez ése sea usted… Y bien, Belano, ¿qué opina?

*Este breve cuento es una adaptación libre de un fragmento de la novela 2666, escrita por Roberto Bolaño.

sábado, 22 de febrero de 2014

'Rebobina': ¡Octava entrega!


8
Fragmentos de ‘El vuelo del águila, autobiografía novelada de Juan Águila’.
Manuscrito pendiente de publicación.

La primera vez que le hablé a Luz de la canción perdida de Elston Gunn, de la que hasta ese momento ella apenas había sabido, fue cuando nos volvimos a ver después de mi viaje a Córdoba. Creo recordar que quedamos la tarde siguiente a mi llegada. Había regresado la víspera en el último tren, casi de madrugada, muy tarde ya para organizar un encuentro entre ambos.

Normalmente, nos emplazábamos en algún bar o cafetería del centro, pero como aquella jornada Jaime iba a trabajar hasta tarde, fui a recogerla a su casa, a la casa de ellos. Me desplacé hasta allí en autobús y, tras recorrer los cientos de metros de acera que separaban su bloque de la parada donde me había apeado, crucé con decisión el amplio portal de suelo pulido y paredes recubiertas de mármol blanco. El ambiente era tranquilo y se respiraba una quietud únicamente interrumpida por el lento vuelo por toda la estancia de varias pesadas motas de polvo, unas sucias motas de polvo que brillaban gracias al sol de la tarde, que se colaba entre las puertas acristaladas y enrejadas del portal. Pasé también junto a una mesa antigua de madera, que parecía de roble, aunque estaba muy deteriorada; era la mesa del portero, que, como yo sabía, no se encontraba en su sitio de trabajo, ya que sólo tenía turno de mañana. Luego, empecé a subir por las escaleras hasta el tercer piso, procurando que mis pisadas no resonasen más de lo estrictamente necesario. No deseaba cruzarme con ningún vecino en el ascensor.

Nada más tocar al timbre, que tenía un tono demasiado agudo para lo que es habitual y al que no lograba acostumbrarme, Luz abrió la puerta y me recibió con un beso en la mejilla para, después, invitarme a pasar y volver a cerrar. Me había adelantado a la hora que habíamos pactado para nuestro encuentro y a causa de ello me la encontré, valga la redundancia, aún a medio arreglar, vestida sólo con una blusa blanca sin abrochar del todo, que dejaba a  la vista un elegante sostén granate, y un ojo pintado y el otro no, en sus labios tampoco había carmín. Noté que me miraba con una ligera mueca de reproche, pero ésta se esfumó enseguida, cediendo su lugar a una sonrisa de bienvenida. “¡Hola, cuánto tiempo! ¿Tantas ganas tenías de verme que no has podido esperar hasta las seis y media?”, me dijo con su voz meliflua y suave mientras desandaba descalza los pasos hasta el cuarto de baño, ubicado al final del pasillo, junto a su habitación, y se colocaba frente al espejo para terminar de maquillarse entre tarareos y algún que otro canturreo. Estaba de buen humor, lo supe al instante. “Sí, eso parece; es que han sido tres días, entiéndeme”, le respondí yo a la par que esbozaba un mohín que ella no vio. Me quedé de pie, con la gabardina todavía puesta, en medio del recibidor y la observé embobado desde la distancia cómo terminaba de arreglarse delante de su reflejo y bajo los focos cegadores del cuarto de baño, cómo desenroscaba el pintalabios y dibujaba con él color en su boca…

Nos separaba al uno del otro todo el pasillo, pero no era óbice para que la observara a la perfección. Suerte que llevaba puestas las gafas de ver, a veces salgo de casa sin ellas pese a que las necesito. Luz estaba especialmente hermosa aquel día: su cabello largo y claro cayéndole sobre los hombros, la piel tersa y luminosa de su rostro, siempre una pizca moreno fuese la época del año que fuese, y la esbeltez y los contornos de su silueta joven y cuidada, fácilmente perceptible bajo la blusa blanca y las inacabables medias negras. “¿Pero se puede saber qué haces ahí parado? Todavía me queda un poco; van a ser sólo unos minutos, ¿vale?”, me preguntó, pero luego siguió hablando por lo que deduje no era una pregunta ni una petición lo que me había hecho, sino más bien una información que simplemente daba a conocer: “Pasa si quieres al salón y ponte cómodo que ahora nos vamos… Y, por Dios, quítate esa gabardina; ni que fuese la primera vez que vienes a casa”, me comentó y, casi me ordenó, desde el cuarto de baño.

Le hice caso y me despojé de la maltrecha gabardina, que dejé colgada de una silla que junto con un paragüero plateado y sin paraguas en su interior y una mesita para las llaves, únicos muebles de todo el recibidor, y me conduje hasta el salón, desde el que se veía, tras la gran cristalera que comunicaba con la estrecha terraza, la fachada delantera y los árboles del jardín del antiguo Palacio de Miramar. El día comenzaba a languidecer y el cielo ya empezaba a oscurecerse sobre el mar, desde el Este; sin embargo, todavía se filtraban anaranjados rayos de sol procedentes de la calle, haces que golpeaban y bañaban de color una parte del salón de Luz.

La estantería, en cambio, se encontraba detrás de una mesa comedor al otro lado de la estancia y quedaba prácticamente en penumbra. Me acerqué a ella y noté el suave tacto de una alfombra bajo mis pies. Luz, desde el cuarto de baño, me dijo algo o, a lo mejor, me lo preguntó; seguramente, sería algo relacionado con cómo me había ido el viaje o tal vez quería saber adónde iríamos aquella tarde. La verdad, no sé qué dijo. “No te oigo”, le respondí con voz queda y, entonces, volví a oír en la distancia el bajo soniquete de su canturreo, que parecía inglés o me sonaba a inglés; de hecho, me sonaba al ‘All down the line’ de los Rolling Stones, pero resultaba imposible asegurarlo al cien por cien.

En lugar de acercarme para enterarme de lo que quería, pulsé a tientas el interruptor que estaba junto a la librería; no necesitaba verlo debido a que ya conocía donde se encontraba éste. Al fin y al cabo, aquel era el piso en el que vivía mi amigo Jaime y había estado en él incontables veces. Eso sí, casi siempre con él, y sólo unas pocas veces sin su presencia y sí, a traición, con Luz. De repente, esa parte del salón se llenó de luz, de una luz blanca que se volvía más intensa al rebotar contra el pladur del que se componía la estantería. En un instante, todos los libros habían quedado claramente a la vista, y había muchos, centenares. Recorrí con destreza la colección y acaricié el lomo de varios ejemplares. Finalmente, encontré el libro que buscaba, sospechaba que Jaime lo tenía. Con la mano izquierda lo saqué del lugar de la balda en la que descansaba y lo hojeé con detenimiento. Era una edición en rústica de la fantástica novela La última noche en Twisted River, de John Irving; un ejemplar similar al que Lucía leía en el tren rumbo a Córdoba, claro que éste que ahora yo sostenía en mis brazos era de pasta dura y no blanda, y parecía haberle costado a Jaime bastante dinero, y la de Lucía era de bolsillo y se hallaba bastante ajada. Mi amigo cuidaba a la perfección los libros de su biblioteca.

“Ketchum había levantado la cara hacia el sol. Tenía los ojos cerrados pero movía los pies: unos pasos mínimos, sin rumbo aparente, como si caminase sobre troncos en flotación”; leí en voz alta y con cierta entonación, al tiempo que andaba torpemente como si de un Ketchum real, de carne y hueso, me tratase y mi ladera, con su aserradero y también con el río de fondo, fuera aquel salón ajeno pero no extraño, que no era el mío pero que conocía de sobra. Cerré el volumen y lo volví a depositar con sus semejantes. Qué haría Lucía en ese preciso momento, dónde estaría, me inquirí. Cuando me giré sobre la alfombra (y, por tanto, de manera silenciosa), después de haber pulsado de nuevo el interruptor de la estantería, me encontré a Luz apoyada en el quicio de la puerta, ya totalmente vestida y maquillada, los dos ojos iguales y armónicos y los labios rojizos.

Tenía que llevar un buen rato ahí parada porque se reía por lo bajo, sin apenas poder disimularlo. “Un poco de interpretación vespertina, ¿no?”, y se le escapó una sonora carcajada. Creo que me sonrojé ligeramente, tampoco mucho. Ella se acercó sin dejar margen para que me avergonzara. La abracé y nos besamos. “Qué bien estar de vuelta”, le susurré al oído. Luz me miró a los ojos y me pareció que los suyos estaban demasiados brillosos, como si quisieran llorar. Descarté la idea al momento y, en cambio, pensé que se los habría irritado al pintárselos; quizás alguna mota de pintura, que no de polvo como las del portal, se había colado bajo uno de sus ahora azulados párpados. “Sí… Ya podemos irnos”, comentó muy despacio, diría que distraída, y se despegó de mí para ir a por su bolso, colgado en una silla cercana.

Volvió a hablarme, esta vez con el tono suyo de siempre, alegre y despreocupado: “Te he preguntado antes cómo te ha ido por Córdoba, pero veo que no me estabas prestando atención”, me recriminó sin maldad. “He oído que canturreabas”, le contesté yo sincero y añadí: “¿Qué canción era?”. Pero Luz no me lo quiso decir ni siguió la conversación, ya se había encaminado hacia la entrada y tenía la puerta abierta. Cuando se disponía a cerrarla con llave, justo antes de marcharnos escaleras abajo, reparó un momento en algo que debía de haber en mi cara. Pensé, entonces, que quizás iba a dar rúbrica a mi curiosidad musical porque me había visto el semblante serio o preocupado, pero, en lugar de eso, acercó sus dedos a mi boca, los dedos de su mano derecha (Luz era diestra) y los restregó con contundencia, sin llegar a hacerme daño, mientras se burlaba con sorna: “No pensarías salir de casa con pintalabios rojo en medio de la cara, ¿verdad?”

Aquella tarde Luz y yo caminamos, dando un paseo, hasta el puerto de Málaga. Allí nos sentamos en una cervecería del muelle nuevo muy popular, que siempre anda en extremo concurrida. Mientras yo me acercaba a la barra para pedir lo que en ese establecimiento se conocía, y aún hoy se conoce, como ‘un cubo’ (consistente en cinco botellines de un quinto de cerveza servidos en un cubo, de ahí su nombre, lleno de hielo), ella encontró una mesa cercana a los barcos atracados junto al muelle y se sentó a esperarme.

Enseguida aparecí de vuelta, con mi cubo colgado de un brazo y el abrelatas cogido con la otra mano. Siempre pido un abrelatas de los de toda la vida debido que soy incapaz de utilizar el que traen los cubos en cuestión ya que, desde mi modesta opinión, el uso y desgaste de estos los ha aflojado hasta tal punto que sirven más para romper los cascos de los botellines que para quitar los tapones. Me senté entonces a su lado, mirando (a diferencia de ella, que les daba la espalda y, por tanto, contemplaba los altos edificios de la Malagueta y las fachadas de los bares y tiendas del muelle nuevo) hacia las aguas del puerto y al sol anaranjado de la tarde que, entre voluptuosas nubes blanquecinas y reflejado y duplicado en las oscuras aguas, ya casi se perdía detrás del horizonte.

El ambiente era el propio de la primavera malagueña: temperatura templada, casi cálida, pero demasiada humedad de la que cala los huesos en el ambiente y, mucho más, tan cerca del mar como nos situábamos. De todos modos, aquella tarde el tiempo se podía considerar más que agradable (mucho más si se comparaba con el bochornoso calor cordobés), aunque ambos permanecimos abrigados, puede que por precaución; desde luego, yo mantuve mi gabardina sobre los hombros y Luz no se quitó su coloreado abrigo de cuadros ocres y amarillos, y también marrones, con el que había rematado su atuendo al acabar de arreglarse en el piso. Gracias al abrelatas prestado, abrí uno de los cinco quintos y se lo cedí a ella, que esperó hasta que destapé otro para levantar el suyo luego en señal de brindis y, después de escuchar el roce de los dos vidrios al chocar, se lo llevó a la boca y dio un contundente sorbo.

Estuvimos charlando durante largo rato, de hecho, se nos hizo de noche, y sólo abandonamos nuestra mesa junto a los atraques cuando llegó la hora de volver a casa, donde ella esperaba que todavía no hubiese vuelto Jaime del trabajo. Para entonces, ya eran más de las diez y media, habían transcurrido algo de más de cuatro horas en las que nos pusimos al día de las novedades acaecidas en la vida de cada uno en los escasos días, sólo tres, que yo había estado en Córdoba. Me habló de su pintura y de los problemas que habían surgido en el curso que estaba impartiendo en una academia del centro de la ciudad. También me contó las últimas tiranteces que había tenido con Jaime y lo “poquísimo que lo tragaba ya”, así me lo expresó.

Sin embargo, deduje que a Luz le apetecía más oír y escuchar que hablar y contar en aquella tarde de buen tiempo, que ya se había convertido en una noche de cielo oscuro y luna con forma de media sonrisa, elevada al cuadrado gracias al efecto de las aguas del puerto. Así que me preguntó mucho y me instó a que le contase detalles y anécdotas de mi estancia en Córdoba. Me inquirió, a su vez, acerca de cómo llevaba el proceso de investigación y escritura del libro (del que muy poco le había desvelado) que me había hecho viajar hasta la ciudad a orillas del Guadalquivir, para entrevistarme con un consagrado crítico musical, reunión que terminó siendo tremendamente reveladora.

Aquel hombre, el gran y achacoso y a su vez autodefinido como totémico Carlos Bepo, con el mentón esculpido sobre su poderosa mandíbula, me había causado una sobrecogedora impresión y, aunque contra su voluntad, me había dado mucho sobre lo que reflexionar y cavilar. Sin embargo, claro está, no podía revelarle a Luz el modo que había empleado para apoderarme de tanta información, por lo que capeé su torrente de preguntas con respuestas vagas y evasivas. Tampoco, por supuesto, podía hablarle a Luz de Lucía, de la que ni siquiera yo conocía su apellido (“cómo podemos saber tan poco unos de otros, tan poco de personas que nos marcan profundamente, que nos dejan huella”, pensé involuntariamente), pero de la que sí conocía sus gustos literarios y otros detalles de su personalidad. Resulta bastante obvio que en lo referente a mi viaje a Córdoba más me valía callar y olvidar, hacer como que nunca hubiera ocurrido; pero esto es a veces una tarea tan ardua, tan difícil, diría uno que prácticamente imposible…

En cambio, de lo que sí podía, y además debía, hablarle a Luz era de Jaime y de su oscuro plan. Yo ya estaba decidido a contárselo todo y, de esta forma, desatar la tormenta, sin saber qué consecuencias (¿sería aquella la última vez que nos viéramos? ¿Me creería? ¿Evitaría así las intenciones de Jaime? ¿Y la salvaría? ¿Lograría salvarla?) podría acarrear mi desahogo verbal… A lo mejor, después de todo, no me sentía tan decidido a contárselo ya que, en vez de empezar a hablar como tenía que haber hecho, saqué de uno de mis bolsillos, de repente y sin previo aviso, una hoja de papel con la letra de la canción de Elston Gunn (Lucía me tomó por un maldito imbécil y dio por sentado que sólo había hecho una copia del documento) y se la acerqué, deslizándola sobre la mesa. Una vez le hube contado de quién era la mano responsable de esas líneas garabateadas, Luz asió el fragmento de celulosa entre sus dedos y leyó algunos versos en voz alta:

“Y tu cara rosada de risa
Y tus uñas de morado esplendor
Y tu voz del gris de la tarde
Y tus labios de rojo fulgor
Y tu corazón tan blanco que duele
Y tu teléfono negro es mi dolor
Y tus novios que vienen y van
En tu perfecta mezcla de color…”

“¿Y dices que esta canción o borrador de canción no tiene título?”, me preguntó en una involuntaria interrupción de su lectura; notaba cómo los pensamientos hervían bajo su clara y larga melena. “Ahí no se lee ninguno…”, le dije, a lo que apostillé: “Aunque a mí me gusta creer que el bardo inmortal la habría llamado ‘Color’, que es un título precioso, y que habría sido un gran tema si él no hubiese sufrido pocos días después el fatídico accidente de avión que supuestamente le quitó la vida”. “No sabía que también compusiese en español. Me apena saber que nunca escucharemos su melodía, ¿verdad?”, aventuró una Luz que parecía imbuida en lo curioso y raro del asunto musical que yo le había mostrado. Hablaba sola, aunque se dirigía a mí; de alguna forma me permitía oír el discurrir de su cerebro: “Si das con las respuestas será un gran libro, Juan; tal vez el propio Waits te ayude, tal vez exista un testimonio auditivo y registrado de la canción… ¿Y me ha parecido intuir que no es seguro eso de que se mató en un accidente aéreo?” Y estoy convencido de que Luz dijo muchas más cosas pero yo ya no las escuché porque, para mi sorpresa, pasaba caminando delante de nosotros, a no más de unos diez metros en línea recta, el señor Amadeo Garrido, el ilustre y ya retirado editor que, en una entrevista para el periódico, una tarde noche perdida y remota tiempo atrás, me había puesto sobre la pista del misterio que ahora ocupaba mis días.

Me incorporé para acercarme a saludarlo y me olvidé por completo de Luz que, de nuevo concentrada, musitaba la lectura de la letra (“Y tus brazos de azul nadadora/Y tus ojos de verde candor/Y la sombra plata ya brilla/Por tu miedo a hacerte mayor”). Era como si ella y yo, los dos, estuviésemos ubicados juntos, en idéntico lugar, salvo que a la vez nos sintiésemos en mundos distintos y distantes. Di un paso y alcé la voz: “Don Amadeo, no, digo únicamente Amadeo, ¡Ama!”. El avejentado y respetable ciudadano dirigió su rostro de facciones amables hacía mí y, en cuanto me reconoció, se le agrió el gesto, es más, se le descompuso absolutamente. Yo elevé el brazo para instarle a detenerse, pero aligeró sus pasos y desvió con rapidez la mirada, dirigiéndola hacia las oleaginosas aguas portuarias. “¡Ama!”, vociferé una última vez a sabiendas de que no se pararía. Por si fuera poco, mi grito le hizo darse una prisa todavía mayor. Cariacontecido regresé a la mesa y me senté junto a Luz, que ya terminaba de leer o, a lo mejor, repasaba el texto (“Y tu aroma marrón de nueces/Y tu cocina negra de amor/Ayer yo te vi, llevabas sombrero/De flores muertas, de ningún color”) y luego me lo entregó para que lo guardase otra vez. “Es un poema precioso, la música es poesía cantada… O eso creo yo, ¿a ti qué te parece?”, a su pregunta, aún algo desubicado, respondí que no me parecía aquella la mejor obra de Gunn pero que la figura del maestro era legendaria y que una letra escrita al final de sus días representaba un hallazgo fantástico, muy a considerar; y desde ese instante la conversación se perdió por otros derroteros que he acabado olvidando.

No obstante, en un momento de la noche, sin aparente conexión con el tema del que hablábamos antes, creo que había sido el resurgimiento del puerto como zona de ocio y turismo, Luz comentó, retomando el tema de Elston Gunn: “No dejo de pensar a quién le escribiría la canción, ¿a un amor suyo o a uno de Tom Waits? Quizás la compusieron pensando en una de las dos, o hasta en las dos, chicas que les acompañaron a ese estudio del que me has hablado… ¿Cómo se llamaba?”. A esas alturas de la velada, este dato sí lo recuerdo a la perfección, ya nos habíamos bebido cuatro de los cinco quintos, dos cada uno, y nos quedaba el último, que reposaba en el interior del cubo, bañado hasta el cuello del casco en un agua fría, parcialmente helada. “El Cortijo”, le ayudé al verla afanada en un inútil rastreo memorístico, y no supe si me había equivocado al haberle facilitado el nombre del lugar de grabación situado en plena Serranía de Ronda porque sus ojos grandes y oscuros se diluyeron por un instante y, luego, parecieron brillar con más intensidad, como había ocurrido aquella misma tarde en su casa, justo antes de que me quitara el rastro de pintalabios de la comisura de la boca y saliéramos por la puerta hacia el ascensor. Ella esbozó una sonrisa lacónica y se quitó el pelo de la cara, distraída. La miré absorto, a la espera, pero decidí que tenía que ser ella la que hablase si es que quería hacerlo y decirme lo que la angustiaba; no podía exigirle que me contara nada después de lo que yo sabía y todavía callaba.

“¿Compartimos la última cerveza?”, le propuse con suavidad. Sin dejarle tiempo a contestar, agarré el último quinto del cubo y lo sostuve en alto. Lo abrí con un gesto rápido y mecánico, y lo deposité en medio de la mesa de madera negra, entre los dos. El ambiente en la cervecería seguía siendo muy animado, pero lo avanzado de la noche y que se trataba de día laborable hacían que empezaran a verse más mesas vacías de lo habitual y el ruido de las conversaciones había disminuido. Ya no era necesario hablar a viva voz para hacerse oír unos a otros.

El casco de botella permaneció quieto, inmóvil, en el sitio donde yo lo había dejado, durante prácticamente un minuto. Una gota de agua viajaba lentamente desde la abertura del vidrio hasta su base. Finalmente, llegó hasta la mesa y se expandió en una mancha sin forma, creando un pequeño charco diminuto. Entonces, Luz salió de su inmovilidad  y agarró la cerveza para darle un prolongado sorbo. En ese preciso momento, ella también abandonó su mutismo y empezó a hablar; porque lo necesitaba, necesitaba contar para descargarse de aquel peso que llevaba a cuestas. Quería hacerme partícipe de su historia, como había hecho días atrás Jaime. Y como pretendía hacer yo unos segundos antes, cuando iba a confesárselo todo, el peligro que corría sin saberlo al seguir viviendo con mi amigo. Pero, la verdad es que todo lo que aquí aventuro puede ser erróneo y falso debido a que sólo puedo llegar a conocer las palabras que ella me dedicó aquella noche en el puerto y tampoco es seguro que Luz fuera sincera al cien por cien, a fin de cuentas, yo no lo era con ella. Lo que me hace pensar una vez más acerca de lo poco que sabemos unos de otros aunque estos marquen nuestra vida (nos marquen) y dejen en nosotros una huella profunda e imborrable...

El caso es que Luz quiso decirme algo pero, en lugar de ello, pareció volver a pensárselo, esperar y entonces me preguntó por Amadeo: “¿Qué le hiciste a ese hombre al que has ido a saludar y ha salido huyendo de ti? Parecía un anciano muy afable y al verte… Su cara… Juraría que se ha creído estar frente al mismísimo diablo”. “¿Te has dado cuenta de que me he levantado para saludarle?”, le pregunté yo a su vez, mas no le di tiempo para responderme: “Pensaba que estabas absorta con la hoja… ¿Huir de mí? Que va, don Amadeo… En realidad, le gusta que le llamen Ama, por aquello de no sentirse tan mayor… Ama es un encantador y se lleva genial conmigo, le entrevisté para el periódico; no ha debido de reconocerme o me habrá confundido con otro, seguro”, argüí yo. Luz entonces pronunció una frase que me dañó e hirió sobremanera, la fijeza de sus ojos le daban el aplomo que ya asomaba de su metalizada voz: “Ése es el problema contigo, Juan, nunca se sabe si hablas en serio, bromeas o directamente mientes; creerás sin duda que ése es tu mejor don”.

Amadeo Garrido ya debía de vagabundear por las recónditas y nocturnas calles malagueñas. Tal vez, pese a la distancia de nosotros a la que se encontraba, aún seguiría echando furtivos vistazos a su retaguardia para asegurarse de que no le perseguía. Ama ya andaría muy lejos del puerto cuando la gota de agua perteneciente al casco de la botella de cerveza se diluyó a través de la madera negra de la mesa y se hizo imperceptible en el silencio imperante entre ambos. Dicha gota se volvió casi invisible, como el brillo de los ojos de Luz, que sólo se podía advertir y contemplar si se la miraba muy quieto y de cerca, cara a cara, y con fijeza, de idéntico modo que yo contemplaba cada uno de los lienzos que ella pintaba.

->En dos semanas (el sábado 8 de marzo) la novena entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!


Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.

viernes, 21 de febrero de 2014

Última llamada


No cojas el teléfono. Déjalo sonar. Sigue a lo tuyo. Hunde la pala en la tierra y extráela del suelo. No dejes de cavar y quizás así te salves, quizá se borre tu pesar o, al menos, se difumine. Levanta cada gramo de compacta arena y deposítalo junto al resto en ese gran montón que estás formando. Ya queda poco. Sólo unas paladas más…

Perfecto. Tómate un respiro o morirás de un infarto. Un hoyo de este tamaño es más que suficiente… Fúmate uno, te lo has ganado. Es todo tuyo. Maldita sea, estás sudando tanto que ni siquiera te has dado cuenta de que ha empezado a llover. Una fina película de agua moja todos y cada uno de los rincones del patio trasero. El césped lucirá de un vívido verde con los primeros haces de luz de la mañana. Sentado dentro del agujero uno se encuentra mejor, ¿verdad? Te entiendo. Mira hacia arriba, contempla las nubes. Detrás de ellas se ocultan las estrellas. ¿Hace cuánto que no las ves? No te acuerdas…

Sí, esta noche se estaría de fábula aquí sentado si no fuese por ese condenado teléfono que no deja de sonar, que no deja de gritar y reverberar dentro del cráneo. Pero no, no lo vas a coger. Vas a dejarlo retumbar y no le permitirás decir lo que sea que tenga que decir, porque ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que atendimos a sus ruegos; tal vez demasiado tiempo desde entonces…

Acabó tu descanso. Has llegado al final de la línea, esta es la estación terminal, aquí concluyen abruptamente todas las vías. Ahora deberás desandar el camino. El camino de vuelta a casa, qué bonitas palabras. No te aflijas, no te supondrá un reto mayor al que ya te has enfrentado. No, yo no quiero mirar. Te he dicho que no voy a mirar. Avísame cuando esté listo. Mientras intentaré desenchufar el infernal teléfono. ¿Cómo no arde de tanto sonar?

Me has dicho que ya estaba y es cierto. ¿A que cuando lo compraste no pensaste que le darías este uso? Lógico… Ahora empieza a colocar la tierra de nuevo en el agujero, palada a palada, que nada te detenga. Sí, yo no he tenido tanta suerte. Resulta imposible silenciar ese condenado cacharro, pero creo que ya mismo callará para siempre. Ten fe, algo más de fe…

Ha quedado fenomenal, enhorabuena. Lo que tú no hayas borrado, el pesar que todavía quede, será pasto de la lluvia que cae de los cielos y lo difuminará como la sangre que no es tuya pero que corre por tus mejillas y resbala bañada en sudor y en agua precipitada. Las huellas de tu rostro y del jardín desaparecerán con el girar de la rueda de los días. También el carmín, aunque éste tardará algo más en irse. Nos encontramos tan cerca de estar por fin solos que, ¿lo oyes? Silencio. Creo que ya ni siquiera suena el teléfono. Se ha callado, era su último ruego, su última llamada. 




viernes, 14 de febrero de 2014

El último perro


Le va la vida en ello. Necesita estar perfecto, acertadísimo. Hoy es el día, su día. No puede fallar. Las oportunidades escasean últimamente y también empieza a ir un poco justo de dinero. Por nada del mundo quiere regresar a Inglaterra. Hace ya tiempo desde su…

Se apagan las luces, todas menos una, todas menos el foco blanco que le ilumina, y queda sólo frente a esa multitud de personas que trabaja entre la negrura y a las que no puede ver, aunque ellas a él sí. Oye la voz que le insta a comenzar la prueba. Se mesa el cabello y toma aire. Se dispone a hablar y, de hecho, abre la boca pero no sale sonido alguno del fondo de su garganta. Blanco. Todo lo que experimenta es blanco, el blanco del haz lumínico sobre él derramado y el blanco en su memoria. Ha olvidado el guion por completo. Los excesos de la pasada noche, combinados con el intento de aprenderse sus líneas una hora antes de presentarse en el estudio, le pasan factura. Oye un ruido lleno de abstracción sónica, percibe a su vez el estático crepitar nervioso que emana el equipo examinador. Ante sus velados ojos, la memoria proyecta aquellos cuadros que su madre solía pintar y las crónicas de su padre para el periódico, y también vislumbra algunos fogonazos pertenecientes a distintos momentos de la grabación de la cinta The Hit.

Recuerda ahora de forma fortuita la fiesta que se dio con su colega Gary Oldman el mes anterior. La cosa se desmadró y al amanecer, sin saber por qué, terminaron acompañando hasta la estación de trenes a un par de tipos de escasísima reputación; sabía perfectamente que llevaban droga en una pequeña maleta que cargaban. Ahí el destino le jugó una de las peores pasadas de su vida cuando se toparon en los servicios con cuatro policías y éstos, que andaban hablando de lo que fuese, no podía acordarse, se quedaron mirándoles con expresiones suspicaces…


La película va de mafiosos o algo por el estilo, se le ocurre de repente a Tim Roth. Toma entonces su anécdota y la cuenta en mitad de la prueba de casting. La engalana levísimamente e incluye un perro policía en su relato para aportarle más dramatismo. Cuando termina de contar la historia escucha aplausos. Uno de los hombres que bate palmas es un jovencísimo Quentin Tarantino. Four Rooms y Pulp Fiction todavía quedan lejos de su mente. En este momento sólo piensa que tiene que introducir como sea esa historia en el guion de Reservoir Dogs y que acaba de encontrar al actor perfecto para completar su reparto e interpretar al señor Naranja.


sábado, 8 de febrero de 2014

'Rebobina': ¡Séptima entrega!


7
Conversación telefónica mantenida con Lucía Zamora.
Agosto, 2013.

Camuflada entre las sombras de un soportal le vi salir del palacete de Carlos Bepo. Sus manos sostenían una hoja de papel que, con cuidado, dobló mediante sucesivos movimientos para luego introducirla en uno de los bolsillos interiores de su gabardina. Durante unas décimas de segundo me sorprendió otra vez verle vestir tan abrigado en una tarde horriblemente calurosa y sofocante, en una tarde típicamente cordobesa. Cierto es que ya me había extrañado su atuendo cuando, minutos antes, yo misma me disponía a llamar a la puerta de aquel reputado crítico musical y, justo en el último momento previo a tocar el timbre, vislumbré la delgada silueta de Juan Águila acercarse por la calle con andares (sorprendentemente) nada sudorosos y sí en cambio muy resueltos; aparición la suya que me obligó a improvisar una repentina huida hasta la penumbra de una casa cercana, casi anexa. No dispuse de demasiado tiempo para asimilar la idoneidad de sus indumentarias según qué situación ya que, tras haber doblado el (que supuse) valioso documento y después de a su vez haber mirado fugazmente a un lado y a otro de calle Armas, nadie vio (ni siquiera distinguió mi acechante figura), estábamos únicamente él y yo, echó correr con pasmosa velocidad hacia la plaza de la Corredera.

Conté hasta tres y emergí de mi escondite para seguirle; por nada del mundo podía perder su rastro y permitir que esquivase de nuevo mis propósitos, cosa que lamentablemente había ocurrido en el viaje en tren desde Málaga la noche anterior, un trayecto en ferrocarril que aún flotaba entre los inquietos rincones de mi mente: un repentino apagón eléctrico, la invisibilidad de los negros campos andaluces al otro lado del doble cristal de la ventanilla, un roce súbito en el pelo y una caricia en los labios, y la nota con un número de teléfono garabateado guardada, como si de un señal o punto de lectura se tratase, dentro de la novela que yo leía o fingía leer titulada La última noche en Twisted River… ¿Te acuerdas? En fin, no había dormido bien y los incontables segundos de incomprensión nocturna todavía resonaban en mi cabeza con la fuerza de un irreal eco eterno, por siempre reverberante… Pero sabes que soy una mujer resolutiva y no permito que la duda ni las flaquezas me atenacen o detengan mis propósitos.

De modo que hice un esfuerzo por aparcar para un momento posterior cada una de las chispas difusas que nublaban mi discernir y, en lugar de regodearme en su contemplación reflexiva, focalicé mis sentidos en la visión de un Juan Águila que esprintaba, internándose en la habitualmente concurrida plaza de la Corredera, en esos momentos desierta debido a la temprana hora vespertina y al insoportable furor térmico. No comprendía el motivo de su prisa, la necesidad de alejarse de allí que le impulsaba. Mientras corría detrás de él a una distancia prudencial (recé en esos instantes para que el golpeteo de mis botas de verano, con algo de tacón, contra el empedrado no me hiciese tropezar ni tampoco causase un estruendo que forzase al huido a girarse y, por tanto, verme o descubrirme inesperadamente) al tiempo que también luchaba por no perder el aliento (cómo agradecí a su vez mis habituales sesiones de footing semanales que me mantenían entrenada).

Fue entonces cuando escuché unos gritos coléricos que llegaban desde detrás de mí. No distinguía el contenido de aquellas palabras vociferadas con un torrente vocal roto, desesperado, mas no me costó adivinar que el hombre furibundo no era otro que el propio Carlos Bepo que, desde la entrada de su palacete, vilipendiaba o exigía vete a saber qué a un Juan que, ya muy lejos de él, no se iba a frenar por sus hirientes insultos y súplicas. Seguramente, algo relacionado con la hoja de papel que Águila se había guardado. Los improperios del anciano me calmaron y a la par me garantizaron que por mucho ruido que yo hiciese el fugitivo no se alertaría ni se volvería nunca para comprobar la identidad de su perseguidor, sino que aceleraría la frecuencia de sus zancadas con el propósito de escapar ileso.

Un vez me hube internado en la plaza de la Corredera no fue difícil dar con Juan que, volcado sobre una de las bicicletas que el ayuntamiento de algunas ciudades pone a disposición de sus habitantes (siempre colocadas en aglomerada hilera y sólo en ciertos lugares muy concurridos y/o céntricos), desplegó una tarjeta y ésta brilló en el ambiente etéreo y cegador de la infernal tarde. Seguidamente, con un movimiento semicircular, el periodista con ínfulas de escritor desbloqueó una de las monturas que allí se acumulaban estacionadas. De un salto se acomodó sobre el sillín y empezó a pedalear y trastear con los cambios, ubicados en el manillar. Alargué mi carrera hasta la fila de bicicletas. Descolgué entonces la mochila que cargaba a la espalda y busqué sin fe una tarjeta que sabía no encontraría. Me lamenté de mi fortuna mientras observaba cómo Juan se alejaba y alcanzaba ya los aledaños de la plaza. En breve comenzaría a ascender por la calle Claudio Marcelo. Para mi asombro la solución al problema llegó repentina. Por desidia o descuido una de las bicicletas había sido mal aparcada por su último usuario y ésta había quedado desprendida del sistema que la apresaba y evitaba su robo. No dudé ni un segundo. Con un palillo para el pelo me recogí el cabello en un estrafalario moño y seguidamente me monté sobre las dos ruedas, y reinicié la persecución, esta vez cada uno de los dos motorizados, o al menos, sobre vehículos rodados, aunque únicamente impulsados por la fuerza de nuestras ancas.

El primer tramo de la ya citada calle Claudio Marcelo fue muy duro. Sin tiempo para hacerme con el dominio de la bicicleta ni ajustar el plato y las marchas, ascendí de pie la empinada pendiente, con las gotas de sudor resbalándome por la frente y el cuello. Qué alivio haber optado ese día por una camiseta de mangas cortas y unos cómodos pantalones; con otro atuendo habría llamado de forma considerable la atención, barrunto ahora. A la altura del Consistorio eché pie a tierra, el flujo constante de vacíos autobuses (¿a dónde irían? Pregunté a la nada) me impedía el paso. Cuando hubieron desaparecido rumbo a la calle San Fernando, divisé el destello de Juan Águila que, descubrí, había seguido trepando hacia la plaza de las Tendillas; eso sí, para mi malvado regocijo, había seguido trepando pero con severas dificultades, ya que su anterior ritmo de pedaleo alegre se había transformado en una lenta y arrítmica cadencia. Aquella cuesta le estaba costando un sacrificio titánico. Tal vez, me figuré, el calor y su inapropiada gabardina le pasaban factura al imbécil, como por otra parte era algo más que lógico.

Volví a arrancar y crucé hasta la otra acera y, desde ahí, con esfuerzo y ante la mirada de las imponentes columnas, testimonio vivo y presente del otrora templo romano, inicié mi subida hacia las Tendillas. Allí tuve que para otra vez. Lo hice a la vera de la fachada del histórico instituto Góngora. En esta ocasión me llevó algunos segundos más dar con Águila. Cuando ya notaba crecer mi impaciencia, le hallé en la lejanía, recorriendo la amplia calle peatonal Conde de Gondomar. Carente de árboles que proyectasen sombra, el calor debía de ser insufrible en ese tramo. Rápidamente compuse un plan que vino a ser el siguiente: el periodista había llegado en tren a Córdoba la noche anterior, al igual que yo, y la lógica sugería que habría cogido habitación en un hotel cercano a la estación. De modo que podría ser una buena idea tomar un atajo para recortar la ventaja que me llevaba y recuperar luego su rastro en la Avenida de América. Si hacía esto, me adelantaría a él y podría cortarle el paso en algún punto del amplio paseo que ahora ocupan las antiguas vías del tren, desde hace años soterradas.

Durante unos breves instantes dudé. Juan Águila no era (no es) lo que se podía decir un hombre lógico o que siguiese de forma alguna los imperativos de dicha lógica ni del sentido común. Sin embargo, me movía una corazonada. Además, había dado con él en casa de Bepo, lo que me hacía creer que no me encontraba mal encaminada en mis suposiciones respecto a él y, por qué no reconocerlo, me sentí amparada por un tipo de incierta dicha o suerte o, llámesele, destino quizá. Convencida de lo acertado de mi improvisado plan de campaña, sintiendo cómo la tela de araña volvía a cerrarse en torno a él (pronto le tendría atrapado), me desvié con mi bicicleta y, a un ritmo endiablado que me obligaba a sortear con pericia los escasos y despistados viandantes que vagaban por el centro de la ciudad, callejeé por la histórica José Cruz Conde y, posteriormente, por Doce de octubre, después de haber atravesado de un modo temerario la Ronda de los Tejares. Mientras serpenteaba por las vías cordobesas, sabía que el parque de Colón quedaba a mi derecha y suponía (deseaba, mi éxito dependía de ello) que Juan Águila se estaría desplazando con su bicicleta por El Gran Capitán o, tal vez (no podía haber seguido mucho más hacia el Oeste) por el paseo de la Victoria y la Avenida de Cervantes.

Entonces fui a dar al vial y giré a la izquierda. Avancé durante un rato por la Avenida de América pero no había ni rastro de mi perseguido personaje. Allí no estaba… Transcurrieron unos minutos y mis esperanzas rondaban ya niveles mínimos. Me culpaba con ahínco por la cabezonería de haber seguido mi intuición en vez de haber continuado mi acecho, cuando apareció la bicicleta de Juan a gran velocidad. A simple vista una podía deducir que había recuperado el resuello perdido subiendo Claudio Marcelo. Desde lejos le observé estacionar su montura en un puesto idéntico al ubicado en la Corredera. Se alejó caminando y yo le imité, no sin antes abandonar también mi bicicleta robada con el resto de sus hermanas posicionadas en hilera; la dejé de idéntica manera al modo en el que me había hecho con ella, no la enganché. Se me antojo el mío un gesto de justicia poética. Además, no me vendría mal tener una herramienta de escape rápido si la situación se complicaba en exceso.

Anduve detrás de Águila hasta que se internó en un imponente hotel cuya mole de hormigón hacía esquina entre El Gran Capitán y la Avenida de la Libertad. Yo conocía el lugar, ya que este establecimiento resultaba y resulta llamativo en la noche cordobesa debido a la iluminación cambiante de sus ventanas. Sí, por muy absurdo que pueda parecer, el hotel, a través de unos potentes faros, muta la tonalidad de su fachada y se convierte durante cada velada en un gigantesco y cambiante caleidoscopio chillón y estrafalario. Juan cruzó el hall sin atender a nada ni a nadie. Llamó a uno de los ascensores y, únicamente acompañado por su concentrada sombra, subió en él. Con las gafas de sol sobre los ojos, me adentré en el elegante recibidor del hotel. El aire acondicionado supuso una bendición paradisíaca, aquel sitio era un oasis en mitad del desierto urbano. Mientras fingía curiosear unos folletos informativos sobre excursiones y lugares típicamente turísticos (Puente Romano, La Mezquita, el Alcázar de los Reyes Cristianos, los Baños Árabes…), memoricé el luminoso y rojizo número cuatro que, sobre la puerta del ascensor, indicaba la planta en la que se había apeado mi inminente víctima. ¿Y si alguien se había subido en esa planta y Juan seguía hasta un piso superior?, me angustié por un momento. Cómo saberlo. Mi temor se deshizo con la misma presteza con la que había cogido forma y se deshilacharon mis miedos debido a que el elevador volvió al bajo y de él emergió una señora de avanzada edad e inseguros ademanes. Definitivamente, Águila, sin saberlo, me aguardaba en el cuarto.

Las pronunciadas y alargadas escaleras me condujeron hasta el pasillo de aquella planta. Puertas a ambos lados franqueaban el taconeo de mis pisadas. El silencio pesaba como una losa en esa zona del hotel. No sabía cuál era su habitación, pero, ya te lo dije antes, soy una mujer de recursos. De mi mochila cogí el teléfono y al dictado de la tarjeta que dormía en el bolsillo izquierdo de mis pantalones, marqué el número que allí estaba escrito: 766 79 06 49. Y esperé. Y entonces sonó, sí. Entonces el aparato dio señal y cada uno de los zumbidos de la llamada crepitó acompasado al soniquete de un móvil que mis oídos deducían que debía de hallarse dentro de la 0401… Colgué y toqué con los nudillos a la puerta. Y volví a esperar. Entonces me abrió un sonriente Juan Águila, ya sin gabardina y con las mangas de su camisa estampada dobladas hasta los codos. Iba descalzo y, mientras reparaba yo en ese hecho y también contemplaba que sus talones pisaban el bajo de los vaqueros, él me dijo con inexacta redundancia: “¡Hola, Lucía! Veo que viste la tarjeta”. “Eso parece, ¿por qué la dejaste dentro del libro?”, pregunté yo. “Estábamos jugando, ¿no?”, fue su única contestación que, en el fondo, no era para nada una respuesta sino otra cuestión, una indagación distinta a la que yo le había hecho. Miré con intensidad sus ojos azules y él se apartó de mi camino, se echó a un lado y me invitó a pasar.

Una vez dentro, cerró la puerta y me comentó algo que no escuché. Me aproximé hasta la gabardina, que se encontraba tirada sobre un sillón granate, mientras percibí música procedente del baño; detrás de la puerta entornada tenía que haber una radio encendida o algún reproductor porque aquellas eran las notas del tema ‘Bobby Jean’, de Bruce Springsteen y la E Street… La hoja de papel sobresalía de uno de uno de los bolsillos interiores. Su respiración en la nuca me sobresaltó. Giré sobre mí misma y quedamos frente a frente. Entonces nos besamos y yo le arranqué del rostro esas enormes gafas de ver, que rodaron por el firme, y Juan me arrancó el palillo que me recogía el cabello. Le lancé sobre la cama, luego me quité la camiseta y me dejé caer sobre él, y le planté mis tetas en la cara y eso le encantó, como ya adiviné la noche anterior en el tren, por lo que con fiereza me desabrochó el sostén mientras yo le despojaba de la camisa y el rítmico solo de saxofón llegaba hasta nosotros desde las insondables profundidades del lejano cuarto de baño…

En realidad, creo que tampoco debo contarte todos los detalles de las horas que estuve con Águila en el hotel. Ése no es el acuerdo al que llegamos en la primera de estas llamadas. Hay cosas que quedarán entre nosotros, es decir, entre él y yo, se entiende; que no te relataré, vaya. Pero te aseguro que ese día lo pasamos a las mil maravillas los dos juntos y que, largo rato después, el fogoso Juan quedó profundamente dormido y entonces yo registré la habitación de arriba abajo (efectivamente, sobre el lavabo había un reproductor de música conectado a un pequeño altavoz). Y, por supuesto, me adueñé de la hoja de papel, un documento que, para mi incredulidad, contenía la letra, la mismísima letra, de la canción perdida de Elston Gunn. En otro bolsillo, esta vez de sus pantalones vaqueros, hallé una fotocopia de dicho documento. Ésa era la razón por la que Águila había tardado tanto en llegar al lugar en el que yo le esperaba apostada. Se había detenido en cualquier reprografía del centro a sacar un duplicado de los versos del tema. Había sido muy precavido el listillo, pero de poco le sirvió, ya que me llevé la copia conmigo.


Cuando hube repasado todas sus pertenencias y el fondo de su maleta, me terminé de vestir, sin calzarme todavía, agarré mi mochila y me dispuse a abandonar la habitación de hotel. Ya era tan tarde que afuera comenzaba a anochecer. Antes de salir de la 0401 le contemplé dormir por unos instantes, iluminados sus rasgos por los penúltimos rayos del sol vespertino, unos visitantes venidos desde detrás las cortinas, y el resto de su cuerpo en sombra bajo las sábanas. Y fui tan tonta que volví a compadecerme de Juan, pero soy una mujer resolutiva y no me permito flaquezas; te lo repito... En silencio cerré la puerta, me puse los zapatos y el pasillo se tragó el golpeteo contra el suelo de mis botas de verano, con algo de tacón. La araña había devorado al estrafalario Juan Águila después haber urdido la pegajosa tela que le había apresado… Gracias a su acción había llegado hasta mí ese valioso documento. Me había dado muchísimo más de lo que yo esperaba recibir de él. Me había puesto sobre la pista correcta… Me llevé la letra de la canción y también la copia por todo lo anterior y porque yo no podía consentir que aquel periodista de tres al cuarto, sin imaginación ni talento para escribir el texto que decía estar preparando, tuviese en su poder el borrador con el texto de aquella magnífica canción casi borrada de la Historia; no podía consentir que él se hiciese con lo que a mí me pertenecía y, de hecho, me pertenece por legítimo y hereditario derecho. La sangre es la sangre.

->En dos semanas (el sábado 22 de febrero) la octava entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!


Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta. 

viernes, 7 de febrero de 2014

Bailando con lobos (‘El lobo de Wall Street’)


El lobo de Wall Street baila delante de un espectador atónito que, postergado su mundo exterior para luego, se encuentra repentinamente inmerso en una improvisada discoteca donde araña la música sus oídos y las imágenes se van proyectando a través de un montaje frenético, demencial. Atrapado en la magia caleidoscópica de una sala de cine atronada por las risas de los asistentes y los insultos extraídos del rollo de película, el propietario de la entrada asiste a la danza frenética e inacabable (casi tres horas de reloj) del lobo; ese animal antropomórfico que devora con ansia cada átomo de existencia que toca, que miente con maestría (¿o quizá tan sólo persuade o seduce?) y roba de forma alevosa, que carece de escrúpulos y se baña en hilarante inmoralidad, que ambiciona y se enriquece (por cierto, se enriquece muy mucho: yates, helicópteros, mansiones…), y sobre todo disfruta. Porque el lobo se lo pasa en grande, ya sea conduciendo su deportivo blanco, como el de Don Johnson en ‘Corrupción en Miami’, o esnifando cocaína sobre la retaguardia de una prostituta.

La vida del danzante lobo se nutre de pasajes irreverentes, explosivos, adictivos, surrealistas, extremos, profundamente anormales… En la discoteca con las paredes forradas del color verde dólar todos terminan por adaptar su genética a la del lobo y, por tanto, Jonah Hill se transmuta alegremente, con la maravillosa capacidad de un fantástico actor de método, en el lobo Donnie; también el redivivo y totémico Matthew McConaughey (le pido disculpas, don Matthew, me equivoqué con usted) se funde en medio de pliegues y colmillos lobunos. Y, como jefe indiscutible de la manada, surge la radiante figura de Leonardo DiCaprio, que ejemplifica y da forma al sumun del hombre lobo, ser prácticamente inmune a cualquier contrariedad (hasta a las balas de plata, se podría llegar a creer) y, por primera vez, a lo mejor se muestra como un comediante que ejecuta el despliegue de talento imprescindible para llevarse al ático el legendario premio Oscar.

El lobo se llama Jordan Belfort pero ese dato carece de relevancia o, directamente, no importa lo más mínimo. En realidad, la trascendencia se esconde detrás de una parálisis casi total, un inesperado avatar que obliga al nombrado sujeto a arrastrarse de forma lastimosa e inhumana hasta la puerta del club de campo, lugar donde le aguarda su flamante vehículo color perla para, a continuación, conducir la historia hasta la escena que supone el clímax del metraje y en la que hay amor y también odio y mucha ira aderezada con lágrimas, y se descubre también que el teléfono puede tener muchos usos o empleos, algunos tan peligrosos como la falsa esponjosidad de una enrollada loncha de jamón. Sólo el tiempo aportará la mesura y la calma necesarias para repasar y ubicar algunas de las secuencias que narran las desventuras de este lobo antropomórfico entre las joyas imprescindibles de las antologías cinematográficas más prestigiadas, las que son insumergibles en el océano del olvido.

Todo es lícito dentro del frenesí, entre ochentero y noventero, en el que el lobo baila y maldice e insulta y corrompe, corrompe a sus codiciosos compañeros de viaje. Y, de algún incomprensible modo, cercano a la alquimia, el extasiado espectador también abandona la sala de cine levemente corrompido y seducido, sale del cine incrédulo ante la irreal realidad perteneciente a una menguante élite que ha sido expuesta sin velo ante sus desplegados ojos.

El pasivo consumidor de entretenimiento desea entonces jugar un papel más activo y alejado de su cotidiana rutina y, de paso, también anhela traspasar los límites y ser él mismo un lobo, un lobo que se divierte y que se ha divertido y ha gozado y se ha reído, carcajeándose de una fantasía capturada por la cámara durante 179 minutos en los que caben muchas nominaciones y galardones; aproximadamente tres horas que son puerilmente disfrutables y que, además (y tal vez), inoculan a su vez un mensaje ardiente en los pensamientos del obnubilado espectador/propietario de la entrada de cine: la vida es una fiesta que dura lo que dura y luego se acaba y, encima, se acaba o termina mal. Por tanto, corra y ría y cante, y arriesgue y baile, baile frenéticamente con movimientos y contoneos desaforados, desinhíbase, baile con los lobos que aúllan alrededor del inextinguible fuego; afuera la noche todavía es joven. De parte del Cine que se escribe con ‘c’ mayúscula, ¡gracias, Marty!



miércoles, 5 de febrero de 2014

Veneno (y parte II)


Víctor, hay gente que es alérgica al marisco, otros lo son al polen, otros a la humedad o a los perros; pues bien, yo también soy alérgico a algo, sólo que a algo un tanto más peculiar o, si lo prefieres, muchísimo menos común. En el fondo, todos tenemos un alérgeno capacitado para provocarnos la muerte, la suerte consiste en no dar con él jamás… En este punto de su relato mi amigo Agustín Sebas, desaparecido durante meses y de repente resucitado esa noche en la que me había instado a ir a su casa con presteza (Víctor, necesito tu ayuda, me había dicho por teléfono un rato antes), se calló para luego toser con visible dolor.

Comprendí que aquella narración le suponía un empleo exacerbado de las menguantes energías que le mantenían vivo… No gocé de tiempo para reflexionar sobre sus palabras porque Sebas prosiguió hablando y diciendo para mi desgracia yo he dado con él. Atiende bien, esto es importante, representa el núcleo de lo que intento hacerte entender; aunque no me creas, por cada una de las personas que moran este mundo hay un libro que las matará. No es broma, me garantizó. Como existen miles de millones de libros y otros tantos miles de millones de seres humanos casi nadie da nunca con su veneno, con ese pedazo de celulosa que le llevará a la tumba. Únicamente unos pocos, que se podrían contar con los dedos de las manos, gozamos del dudoso honor de toparnos frente a frente con nuestra parca. El concepto es complejo, pero no desvarío, amigo; quizá tu alérgeno literario resida en El Quijote o Moby Dick o dentro de un libro que escribirá un autor africano que a día de hoy no ha nacido. El caso es que debes rezar para que tus ojos no lean jamás ese némesis invisible que te amenaza, para que no llegues a tocarlo, ya que todo arranca a partir de ahí: la primera caricia de las manos al lomo o la cubierta y entonces te infectas y el veneno se expande, se propaga por tu organismo de forma irremediable. Por eso yo voy a morir…

Aproveché su renovado ataque de tos para interrumpirle y decirle que aquellas eran fantasías y quimeras surgidas de una mente enferma, que tenía que ser atendido por un médico con urgencia, que yo le salvaría. Ya he ido a muchos doctores y nada pueden hacer por mí. Ese demonio de ahí me va a matar y yo estoy malgastando mis últimas bocanadas de aire ayudando a un idiota que no quiere comprender… Me incorporé y caminé hasta el rincón del salón que su brazo esquelético había señalado. Iluminado por el halo dorado de una de las pequeñas bombillas de bajo consumo admiré un volumen encuadernado en rústica del extraño y difícil de encontrar libro ‘The King in Yellow’ (‘El Rey de Amarillo’ traduje al español), escrito a finales del siglo XIX por el norteamericano Robert William Chambers. Fui a agarrarlo, pero presentí que no era una buena idea, de modo que ni lo rocé, sino que me volví a mi asiento al tiempo que Agustín retomaba su discurso.

Víctor, te aprecio. Sabes que he sido un hombre solitario, no muchos lamentarán mi deceso. A mí tampoco me preocupa la fortuna o el devenir de esas personas, pero tú eres amigo y no quiero que sufras lo que yo estoy padeciendo. La prosa de Chambers me ha matado y no le culpo, él no lo hizo a maldad, pero los escritores matan, fabulan y toman prestado de la realidad lo ajeno y ésta, como venganza, como si de un trueque se tratase, aporta a los libros cierta característica: la de asesinar. Una obra escrita se construye a partir de la inquietud del autor, de sus ansias por descubrir, por desentrañar el terreno de lo imaginado, me explicó el acabado Sebas. Pues bien, los libros quedan impregnados de esas inquietudes y devoran a los que posan sus miradas sobre ellos. No debería ocurrir, pero sucede, sólo que en un porcentaje infinitesimal, casi de cero. A mí me ha pasado, yo soy víctima de esa anomalía. ¡Créeme, Montalvo!

Pero yo no pude creerle sin que eso hubiese sido algo similar al acto de ponerme una camisa de fuerza sobre los hombros. No pude creerle y mi cara me delató, le dejó entrever mis ataduras al racionalismo más convencional. Aunque es cierto que, no todo era incredulidad, también intuía que alguna sima de improbable verdad debía de residir en el seno de su historia; resultaba innegable la degeneración física que había sufrido mi camarada... Todo lo que Agustín me había relatado a la fuerza tenía que ser pura fantasía, pero al mismo tiempo yo le conocía y sabía de su perfecto discurrir, de su inteligencia en el pasado; y encima estaba el factor de su desgastada salud, su porte encorvado y enfermo, sus manos monstruosamente deformadas… Además, parecía tan convencido de la veracidad de sus palabras.

¿Y qué he de hacer, Sebas? ¿Dejar de leer y, por tanto, salvarme? ¿Me hablas en serio? Y no pude evitar que se me escapase una risa nerviosa, un esbozo de risotada fruto de mi cada vez más inquieto estado de ánimo. No, claro que no, sentenció él y muy raudo razonó, pero puedes leer únicamente los libros que a estas alturas de la vida ya has leído… ¿Comprendes? Ésos que ya has comprobado que no te son dañinos ya que, a la vista está, te encuentras aquí y luces sano. Lee o relee sólo esos ejemplares, no cojas ninguna obra nueva, porque el veneno, tu alérgeno, todavía flota por el aire, por el ancho mundo, y te anda buscando para, una vez te haya localizado, matarte. Seguro que te estás marcando un farol, Agustín, has de estar gastándome una broma muy pesada, comenté. Al final, comprendo ahora, lo único que recibió Sebas por mi parte fue incomprensión y negación. A día de hoy firmaría un cheque en blanco con tal de volver a atrás y tener la oportunidad de obrar distinto.

He cumplido con mi cometido, amigo, ahora te pido que me dejes descansar, muero de agotamiento, pronunció de forma abrupta Sebas. Otro movimiento de su bastón, idéntico al que me había ofrecido adentrarme en el salón, me instaba a que me marchase, a que le abandonase allí entre la oscuridad y sus libros, entre sus problemas y angustias. Me plegué a su voluntad y dirigí mis pasos hacia la calle. Solamente me volví una vez y fue para asegurarle que me iba aquella noche, de acuerdo, pero que a la mañana siguiente regresaría y le llevaría, si era necesario por la fuerza, a un hospital. Claro, claro, Víctor, mañana te acompañaré, pero ahora déjame reposar, dijo mi exhausto colega.

Por un momento, su voz había adquirido el soniquete cantarín de antaño, pero rápidamente se hundió de nuevo en un susurro cercano a lo inaudible para pedir, para pedirme, promete que te cuidarás, Montalvo, prométeme que seguirás mis consejos. No le di una contestación y ahora me arrepiento al saber que aquella fue la última frase que me dedicó y yo opté por ignorarla. A la mañana siguiente cumplí con mi palabra y me plantifiqué otra vez en su casa y lo encontré muerto, sentado sobre el mismo sillón que había ocupado horas antes, y ‘El Rey de Amarillo’, de Chambers, reposaba incólume, mecido por el centelleo de un haz de luz amarillenta. No encuentro explicación a mi pensamiento, pero durante una fracción de segundo aquella novela encuadernada en rústica me pareció una fuente de ponzoñoso y negro veneno. Qué ideas se nos vienen a veces, de repente.

Días después de su muerte, el cuerpo de mi colega fue incinerado tras un escueto y espartano responso, me llamaron para que asistiese a la lectura de su testamento. En una carta escrita a mano por el mismo Agustín, había decretado que su edición de ‘El Rey de Amarillo’ me pertenecería a mí una vez él ya no morase en este mundo. Según me dijo el propio albacea, aquella misiva había sido redactada escasísimas semanas atrás, se trataba sin temor a caer en equívoco de la última voluntad de mi camarada o, al menos, de la última modificación que realizó sobre sus bienes materiales. No quise conocer nada más del resto de reparticiones entre familiares y conocidos, no me interesaba ni siquiera mínimamente. Cogí el libro y me marché en silencio, no medié palabra con ninguno de los presentes.

Al principio, valoré la cesión de la novela como una broma macabra por parte de Sebas que, seguramente, en ese momento andaría riéndose de mí desde sus esparcidos restos de ceniza. Luego, calibré por un ínfimo período de tiempo la opción de que Agustín me hubiese dejado en herencia la obra para que ésta me produjese las mismas lesiones que mi amigo había sufrido, como él creía y decía. Pero, ¿verdaderamente (me preguntaba en largas charlas silenciosas conmigo mismo) aquel libro podía infligir daño a alguien? Además, siendo ésta una obra tan peculiar como la del estadounidense Chambers (ejemplo y modelo para maestros de la literatura de terror de la talla de H.P. Lovecraft), compuesta por múltiples pequeñas historias interconectadas por la siempre perenne aparición, de forma más clara o velada, de ‘El Rey de Amarillo’, una ficticia pieza de teatro que poseía la propiedad de volver loco a la persona que se atreviese a leerla… ¿Pero realmente guardan los libros veneno en su interior? ¿Son alérgenos potenciales que acechan a su víctima y terminan por liquidar al curioso que viene a dar de bruces con su materializada debilidad?

Las preguntas cansan y agotan, mucho más cuando las cuestiones carecen de respuesta. De modo que, con el tiempo, dejé de plantearme tales interrogantes y fui filtrando el fantasma de Agustín Sebas entre los sótanos más profundos de mi memoria, relegándole al olvido del que algún día o noche seguro volvería pero, para aquel entonces, ya sería tarde y yo lo rememoraría como una amistad pretérita, casi soñada y, por tanto, prácticamente irreal, sin peso ni consecuencias en mi existencia. Ah, olvidaba referirme a ello, no sé si tendrán curiosidad al respecto pero leí de cabo a rabo ‘El Rey de Amarillo’, de Chambers, y nada malo me ha ocurrido a causa de ello; desconozco si esto puede deberse a que, como Agustín decía, cada persona tiene un libro con la capacidad de asesinarle y sólo ése le devora y consume, y por tanto el genio norteamericano que mató a Sebas no tiene efecto sobre mí…

En definitiva, fui desprendiéndome de los restos de Sebas adheridos a mí; eso hice hasta hoy, día en el que sus advertencias y la imagen de su decrépito estado físico final han vuelto del más allá para abofetearme de un lado a otro el rostro. Y es que esta nublada tarde, cuando me encontraba en la feria del libro (de la que les hablaba al principio de este texto) firmando ejemplares de mi última novela, he asistido a una forma de horror inimaginable, racionalmente imposible. Después de haber atendido a un par de señoras ya mayores, pero muy amables, he bajado la vista para echar un vistazo a mi teléfono móvil (Julia me había escrito para avisarme de que esta noche es una de esas ocasiones en las que se queda hasta muy tarde, a veces hasta bien entrada la madrugada, en el despacho de abogados donde trabaja), y cuando he vuelto a alzar los ojos he observado delante de mí la portada de mi tercera novela, extendida hacia mí por unos brazos para que yo la cogiese y autografiase.

Para Carlos, don Víctor, si no le importa, me ha pedido una voz joven y cantarina, aunque a la par también sonaba algo rasgada y dañada, levísimamente deteriorada. Sin ser muy consciente de su comentario, me sentía tan aterrado que casi no llego a comprender sus palabras, he asido con cautela el volumen que este lector cogía con sus manos, unas manos extrañamente (incomprensiblemente aseguraría) dañadas y envejecidas, mefíticas y arrugadas, plagadas de costras y con la piel, de un vívido color purpúreo, levantada. Mientras le dedicaba y firmaba con pulso tembloroso el libro le he preguntado, con ademán despreocupado y anecdótico, qué mal tienes las manos, chico, ¿qué te ha pasado? No se preocupe, don Víctor, me ha respondido el joven y seguidamente ha seguido diciéndome, el dermatólogo cree que se trata de una fuerte reacción alérgica y que con la crema que me ha mandado pronto volverán a su apariencia saludable de antes. Los dos hemos permanecido en silencio mirándonos, el uno frente al otro (yo sentado y él de pie), durante una inconsciente y prolongada porción de tiempo. Extrañado por mi inmovilidad, Carlos me ha inquirido si ya había terminado. Sacado forzosamente de mi confusión caótica, fuera de los mil pensamientos simultáneos y contradictorios que me ahogaban en un inmenso mar de dudas, he contestado que sí, que me disculpase, porque me hallaba muy cansado y por un instante se me había ido el santo al cielo. Le he entregado el libro cerrada la tapa y él me ha dado las gracias. Es usted mi autor favorito, don Víctor, no puedo dejar de leerle, se me pasan los días leyendo y releyendo sus historias. Escriba pronto una nueva novela, por favor.

Eres muy amable, Carlos, de veras que lo eres, he conseguido pronunciar con el alma caída a los pies y tal vez caída aún más abajo, con mí ánimo y espíritu excavando hacia el centro de la Tierra, arrastrándome por un tobogán al fuego eterno del infierno. Cuídate esas manos, le he recomendado al tiempo que con la zurda estrechaba una de ellas y mi tacto sentía la piel castigada e hinchada. Gracias, duele pero se pasará. Y esas han sido las últimas palabras que han salido de la boca de mi joven lector Carlos antes de dar media vuelta  y desaparecer entre la aglomeración de personas imperante. Durante larguísimos instantes he pensado en ese chico y en sus maltrechas manos, al igual que me ha venido a la mente la imagen de mi amigo Agustín Sebas y los sucesos de aquella última noche en la que le vi con vida. He rememorado las cosas que me dijo y explicó, y he temblado ante el recuerdo del veneno que, según él, guardan los libros (cada uno tenemos uno que nos matará si lo leemos); y he temido haberme vuelto dicho veneno negro y ponzoñoso que, desde detrás de las páginas de papel, asesina… La cola de lectores ha comenzado a impacientarse ante mi inacción y así me lo han hecho saber a través de quejas y resoplidos. Esa misma turba intranquila es la que me ha salvado de los fantasmas de mi razón, de las trazas de mi veneno.
(FIN)

->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita la siguiente página web para disfrutar de su trabajo: