martes, 14 de octubre de 2014

Mama y su salón de los sueños: Dylan, en el enredo


¿Qué hubiera pasado si nos hubiésemos casado, Bob?, y los cámaras pestañean de incredulidad mientras tratan de reponer el rollo de película para no dejar nada sin filmar. La que pregunta, vestida de blanco, rasgos católicos en su rostro, es la cantautora norteamericana Joan Baez y el interpelado no es otro que Bob Dylan, el bardo de Duluth (Minnesota), el hombre que robó unos cuantos discos y huyó al Village neoyorquino, desde donde reescribió la Música. La escena en cuestión ocurre, más adecuado sería decir que ocurrió, un siete de noviembre de mitad de los setenta en un establecimiento llamado el Salón de los sueños, recogido bar de comidas (ubicado en el remoto Beckett, Massachusetts), antiguo burdel, perteneciente a una mujer gitana de ochenta años muy peculiar conocida por todo el vecindario como Mama. Pónganse cómodos, van a disfrutar con esta historia.

El suceso, tan absurdo como divertido, lo cuenta o lo contó el polifacético Sam Shepard (actor en películas como Elegidos para la gloria, autor de más de cuarenta obras teatrales, galardonado con el premio Pulitzer, batería durante un tiempo de una orquesta de acid rock y amigo y colaborador de los Stones y Patti Smith, por citar tan sólo a algunos) en su libro Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera (Anagrama/Crónicas), un compendio de recuerdos y pasajes descacharrantes que relatan lo que fue aquella estrafalaria gira por veintidós ciudades del noreste de Estados Unidos, una mezcla de happening y circo ambulante en la que participaron músicos y poetas de fama mundial, donde todos los participantes subían al escenario disfrazados; un tour de interpretaciones incendiarias detonado por la detención y posterior condena del boxeador Rubin Huracán Carter que arrancó en improvisados y pequeños escenarios de Nueva Inglaterra y terminó convirtiéndose en una película de casi cinco horas, Renaldo & Clara, gigantesco fracaso comercial, la cual contaba, combinando realidad y ficción, los entresijos de la relación a tres bandas que por aquel entonces mantenían Baez, Dylan y la mujer de éste, Sara Dylan o Sara Lownds (apellido de su primer marido, con el que tuvo una hija), si se prefiere.


Quiero precisar de forma escueta lo horriblemente difícil que resulta hablar o escribir sobre Bob Dylan sin perder el hilo de lo que se viene a contar, sin dejarme arrastrar por el magnetismo de su figura y acabar relatando esos misterios que nutren su eterna y difusa biografía: mentideros, rumores susurrados y exageraciones, y también certezas; todo muy mágico y etéreo. Me cuesta, de hecho supone un auténtico esfuerzo de contención porque me pasaría horas rememorando detalles y anécdotas leídas aquí y allá, no hacer referencia a sus distintas etapas, a sus reinvenciones musicales y personales. Habrá días para ello, me digo, me repito como un mantra.

Sin embargo, el artículo de hoy, este Polisemias, trata de la gran Mama y de lo que aconteció en aquel salón de los sueños. De modo que, una vez acotados los límites de este comedido texto, siento la puntualización (me parecía necesario especificar las pretensiones con las que nace el artículo), retomo la historia tecleando sobre el ordenador que en el otoño de 1975, con el maravilloso disco Desire bajo el brazo, Dylan tuvo la idea de irse de gira por lugares remotos y filmarlo todo, viajando en caravana y autobuses, tocando y grabando escenas y metraje de lo que habría de ser una película. Para ello se llevó con él a una ristra de amigos y conocidos. Acompañaron a Bobby en su viaje artistas de la talla de Roger McGuinn, Ramblin´Jack Elliot, el poeta Allen Ginsberg, Mick Ronson, la violinista Scarlet Rivera, Joni Mitchell, Phil Ochs, Arlo Guthrie (hijo del legendario Woody), T-Bone Burnett y la ya mencionada Joan Baez. Sam Shepard fue contratado para escribir los diálogos de Renaldo & Clara.


Después de un mes de gira, el público de provincias reaccionaba con perplejidad ante el espectáculo tremendamente dylaniano de cada actuación, la tropa desembarca el siete de noviembre en Beckett, terreno de Mama. Es Arlo Guthrie el que facilita a Ken Regan, fotógrafo del tour, el contacto de la octogenaria. Llegan allí “una templada tarde de sol” y aparcan frente a la puerta, junto a un majestuoso manzano. A Mama Shepard la describe como “una mujer muy voluminosa, no muy alta pero decididamente ancha y carnosa, con el pelo blanco levantado y ondulado, y lleva una de esas muumuus hawaianas que termina en algún punto entre las rodillas y los curtidos pies descalzos”. En un tobillo ella porta una diminuta cadena con “un corazoncito de plata apoyado en una vena azul”. El cronista en funciones dice también que Mama te mira “desde abajo” y con una expresión a medio camino entre “las lágrimas y los mejores deseos”. Del relato se deduce que se trata de una mujer afable, apasionada, vivida y viajada, que se abandona al llanto lo mismo que ríe, que, como afirma Shepard en las páginas del capítulo dedicado a este salón de los sueños, solloza de repente “sin más razón aparente que su recuerdo de algún amor pasado que de pronto asciende hasta el presente”.

Del bar de comidas, del Salón de los sueños, el escritor a su vez nos sugiere sensaciones que ayudan a darle forma dentro de nuestras cabezas: “Los ricos aromas de los guisos caseros de Mama, que proceden de una pequeña cocina detrás de la barra, lo vuelven todo realmente prometedor y cálido”. Además, “el espacio de las paredes está ocupado hasta el último centímetro con fotografías antiguas, la mayor parte imágenes de Mama en varias fases de su vida aventurera”. Recuerdo leer con delectación cómo describe Shepard alguna de esas instantáneas, cómo en concreto se detiene en una que muestra a la anciana gitana bailando “muy agarrada” a un capitán de barco. En otra, me viene a la memoria esa frase del libro, Mama posa “con un grupo de coristas con la guitarra colgada de los hombros”.



Shepard opina que toda la situación parece extraída de un manicomio. Mama también ha cantado y aún canta, y tiene grabaciones de ella en la máquina de discos, les hace saber. Sutilmente obligados, los expedicionarios meten una “moneda de cuarto” y oyen “una cancioncilla interminable” en alguna lengua extranjera que, según el testimonio de Shepard, “suena como una mezcla de italiano y español”, que se titula Mama and God. Entonces, entra en escena Joan Baez y directamente se produce el desmadre, ya que Mama, el narrador es rotundo en su afirmación, “se siente inmediatamente próxima a los rasgos católicos de Joan y rompe en una serie de risitas, sollozos y abrazos, para luego sujetarla con fuerza con ambas manos y mirarla a los ojos, mientras las lágrimas se le deslizan por las mejillas”. Ven, tengo que enseñarte algo, promete la anciana mujer.

Mama sube a Joan hasta “su alcoba” y la sienta en “su mullida cama azul, justo debajo de un gran cuadro de Cristo en colores”. De una cómoda vieja extrae un raído traje de novia blanco y Shepard escribe “hay un instante de silencio de proporciones casi religiosas cuando Mama se acerca lentamente de puntillas a Baez con el vestido”. Es un regalo para la cantautora que, azorada, no sabe qué hacer, no puede aceptarlo. Joan intenta rechazarlo, expresa lo emocionada que se halla, lo conmovida, pero Mama resulta inflexible: Me pertenecía cuando era una muchacha y ahora quiero que lo tengas tú. Sin más opción, Baez accede a probárselo, “se le ajusta como un guante”, mientras la gitana de ochenta años la cubre de bisutería: “collares azul brillante con pendientes a juego, broches con piedras”. Agradecida, Joan inicia una cadenciosa melodía country que tiene “un efecto hipnótico sobre Mama”, que  al escuchar los resonantes trémolos de Baez “se balancea sobre los talones descalzos con un movimiento lento, los ojos en blanco, las manos cruzadas sobre la curvatura del estómago, una expresión de puro éxtasis auditivo que se funde por su ancha cara”, asegura Shepard.


Abajo, Dylan anda surcando los mares de su segundo coñac y parece, eso afirma el autor del libro, que se lo está pasando bien mientras graba en el bar una improvisada escena con la multidisciplinar actriz Ronee Blakely. Y ahora es cuando retomamos el principio de este artículo, cuando Joan Baez despliega su “blanca elegancia visionaria” y, plantada en el extremo opuesto de la barra, “clava sus ojos negros” en Bob, que pide otro coñac, el tercero ya, y “ríe de soslayo” ante el cariz que han tomado los acontecimientos. “Las cámaras zumban”, explica Shepard en el momento, antes de que empezaran a hablar de bodas jamás celebradas, en que ella le pregunta ¿por qué mentías siempre? La respuesta de Dylan: Yo nunca he mentido, eso fue aquel otro tío. Ahora estás mintiendo, ladra Joan, que insiste: No has parado de llamarme y decirme mentiras; venga, deja de decir mentiras, Bobby, ¿quieres que apaguen las cámaras, verdad?

Bob saca a colación un antiguo novio de ella, su trasunto; ¿y qué pasó con aquel novio tuyo?, interroga huidizo. Pero Baez no le deja escaparse tan fácilmente y realiza la cuestión que abría estas líneas: ¿Qué hubiera pasado si nos hubiésemos casado, Bob? Qué hubiese pasado, escribo y me pregunto yo ahora, en mi presente, décadas después de aquel noviembre del 1975, si estas dos leyendas de la música hubiesen contraído matrimonio, cosa que durante una época pudo ocurrir. Jamás se sabrá, deduzco, pero prometí ceñirme a los hechos y por eso retomo el hilo tecleando que los productores, atónitos, arrugan el ceño, los músicos se aguantan la risa y los cámaras van a paso ligero (palabras textuales de Shepard) después de haber asistido al mortal intercambio dentelladas entre las dos estrellas. Me casé con la mujer que amo, ha contestado Dylan, invocando el alma de una Sara que no está en escena. Y yo me casé con el hombre que creía amar, ha sentenciado Joan Baez.



A continuación, se lanzan ironías mutuas acerca del pasado (¿Te refieres a aquel mocoso judío de Minnesota? Se llamaba Zimmerman), y ella le pregunta por qué se cambió de nombre (Por cambiar, zanja Dylan) y si sigue tocando la guitarra (de vez en cuando, tenemos una gira). Y, cuando todo parece que va a explotar, que el mundo se desintegrará allí mismo, en ese preciso instante, Arlo Guthrie (el hombre que inició aquel suceso al facilitar el contacto de la gitana octogenaria) anuncia que la cena está preparada y, como por arte de magia, asistimos a la narración de un Sam Shepard que nos cuenta cómo el río vuelve a correr por su cauce y el equipo de la gira, de la Rolling Thunder Revue, come en paz y armonía. Dylan no tiene hambre, reconoce, quiere seguir con el rodaje, pero “es difícil resistirse a los olores del gumbo de pescado de Mama, así que lo aparcamos todo durante un rato y nos lanzamos sobre unos enormes platos del guiso”.

Tras el almuerzo, antes de que caiga la noche, graban varias escenas más. En una de ellas, Dylan habla con Scarlet Rivera, que interpreta el papel de “chica del pueblo”. Luego, las cámaras se desplazan afuera y ruedan una secuencia íntima que Bob y Joan “tienen bajo un manzano verde, después bajan hasta un estanque y tiran piedras en el agua”. “Un collage de acontecimientos inspiradores, todo este material no se produciría si no hubiera una cámara delante o, al menos, no de la misma manera”, así califica Shepard la calidad de lo filmado para la película.


Concluye el capítulo del libro con la marcha de la expedición (“ya es de noche y alguien recuerda que tenemos que estar en algún sitio, otro concierto en algún sitio”). “El Salón de Mama resplandece en la oscuridad”, describe el autor de cuarenta obras teatrales (quizá ninguna tan vívida e intensa como la que acaba de contemplar), que añade como broche final, “como si las energías especiales de todo el día se le hubieran transmitido, se hubieran filtrado de algún modo en sus paredes y paneles, lo hicieran latir de vida en mitad de los bosques de Massachusetts”. Cuando abandonan para no volver el bar de comidas, aquel antiguo burdel, Mama se retira a la cocina, donde con su sempiterno muumuu lava los platos.

Ya lejos, corriendo paralelos a la línea blanca de la carretera (ésa a la que una vez Keith Richards llamó “la auténtica adicción de Dylan”), prosigue el enredo, el viaje absurdo, caótico y apasionante de estos músicos geniales en una de las giras más salvajes y grandiosas de todos los tiempos; gracias, Sam Shepard, por dejar testimonio de ella. Detrás de los apoteósicos conciertos, de las desternillantes anécdotas y de la fallida y descomunal Renaldo & Clara, nos encontramos atrapados por la figura totémica de Bob Dylan, ésa que todo lo abarca, nos vemos sometidos a sus amores caprichosos, a sus erráticos y maravillosos vaivenes, en definitiva, vivimos presos de esa grandiosa tendencia que siempre ha tenido a hacer lo que le da la gana. Al fin y al cabo, fue él mismo quien valoró de la siguiente forma esta etapa de su vida y Shepard, muy astuto, aprovechó la cita para introducir su libro:

Dejé la carretera
Y veía doble
Pero seguro que fue
Un viaje fenomenal

                                   B. D.



(Todas los vídeos e imágenes pertenecen a la película Renaldo & Clara)
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No te pierdas el anterior artículo de la sección Polisemias: Fantasmas de papel, en busca de la literatura indeleble
Polisemias se publica en Mayhem Revista.