sábado, 28 de junio de 2014

'Rebobina': ¡Decimosexta entrega!


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Antepenúltimos fragmentos de ‘El vuelo del águila, autobiografía novelada de Juan Águila’. Manuscrito pendiente de publicación.

Sin éxito, rebuscaba como un poseso algún resto físico, por minúsculo que fuese, de Elston Gunn y su canción perdida mientras Jaime, sorpresiva figura surgida de entre las sombras del estudio de grabación, me hablaba encolerizado y sus ojos parecían estar a punto de escapársele de las cuencas, como si mi amigo pretendiese de una paliza incrustarme en el tablero de la mesa de mezclas. “¿Pensabas que iba a matar a Luz?”, me preguntaba una y otra vez con furia. “Es lo que me dijiste”, acabé por responderle. “Eres un maldito capullo, Juan, ¿me oyes?”, y claro que lo oía y, al igual que yo, medio vecindario debía de estar escuchándolo. “Es importante lo que hago aquí, baja la voz, por favor”, temía que aquel escándalo diese al traste con mi incursión nocturna en los estudios Caracol, ubicados en pleno corazón de Sevilla.

Pero él no hacía caso: “¿Cómo iba a matarla? ¡No entiendes nada! Era una prueba para ti, ¡una prueba! Quería ver tu reacción, ¿cómo puedes creerme capaz de algo así?”. “Una prueba…”, dije y esta vez fui yo el sorprendido. Sus siguientes palabras me arrebataron todo el aire de los pulmones, sentí que me ahogaba: “Llevo meses oliéndome lo tuyo con Luz, ¿piensas que no tengo ojos en la cara? Por muchos botellazos que me pegues no vas a dejarme tonto”, y se tocó con cuidado la frente, que la llevaba envuelta bajo un montón de vendas fijadas con grapa. “Estoy bien, gracias por preguntar”, ironizó.

“Has entrado hecho un poseso, Jaime; entiéndeme, no me ha dado lugar a preguntar nada, pero te aseguro que me quedé muy preocupado; he llamado a todos los hospitales. La situación se nos fue de las manos, perdona…”, intenté excusarme al tiempo que abría varios cajones y ojeaba los papeles de un armario oxidado. “Trágate esa mierda, Juan: me rompiste una botella en la cabeza, robaste mi coche y me dejaste tirado sangrando como un cerdo, y encima viniste corriendo a Sevilla para seguir con tu puta búsqueda de no sé qué, ¡qué esperas encontrar aquí!”, conforme enumeraba mis acciones, y directamente comenzaba a insultarme, yo sentía que la ira se le acumulaba por todo el cuerpo. “Pero ahora ya lo hemos aclarado, Jaime”, me apresuré a zanjar la cuestión, “me he disculpado y, además, dices que Luz está bien, que todo era un farol, una broma; por llamarlo de alguna manera…”. “¡Todo bien!”, me interrumpió, “¿una broma? Y una mierda todo bien, te has estado acostando con mi novia durante ni sé el tiempo, hasta me has llegado a decir que la quieres y vais a vivir juntos”. Hizo una pausa para tomar aire. Comprendí que hacía verdaderos esfuerzos por calmarse, pero seguía fuera de sí; tampoco lo culpo. “Mira”, retomó la palabra, “quise arreglarlo en ‘LA RRUEDA’, de veras que quise; pretendía hablarlo, aclararlo todo, que prevaleciese nuestra amistad de tantos años, pero cruzaste la línea, Juan, hay demasiado entre nosotros que no estoy dispuesto a tragarme. Tú y yo lo vamos a solventar aquí y ahora, y puede que esta vez, te aviso, sí acabe matando a alguien, cabrón”.

Jaime se abalanzó sobre mí, pero lo esquivé más por instinto de supervivencia que por voluntad propia. Se estrelló de cabeza contra una de las metálicas puertas del armario y, tras el golpazo, soltó un alarido estremecedor. Bajo los kilómetros de venda que le cubrían la cabeza, su frente empezó a sangrar de nuevo. Mi amigo se levantó torpemente y volvió a caerse, esta vez sobre un altavoz. Aun así, a trompicones intentó otra arremetida, de la que escapé por un palmo. En esta ocasión su golpe fue sordo, ya que chocó contra la insonorizada pared del estudio. Tumbado en el suelo, lo oí lamentarse. Entre quejidos de dolor, hubo unas palabras que me llamaron poderosamente la atención: “¿Y quién dice que Luz está bien? No sé nada de ella, pensaba sacarte a golpes su paradero, hijo de puta”. “¿Qué dices, Jaime?”. “Digo que…”, pero sonó un teléfono.

En mitad de la noche, perdido entre los recovecos del estudio, un teléfono crepitó. Tardé en hallarlo. Al quinto timbrazo saltó el contestador sin darme a opción a descolgar: “Estudios Caracol, deje su mensaje y nos pondremos en contacto con usted lo antes posible, gracias”. Después, escuchamos el ruido estático de la línea fluctuando. Y entonces una voz parecida a la mía, una voz que jamás había oído, pero que me llamó por mi nombre y dijo con mucha calma, como enfatizando cada palabra, al igual que cuando se dan instrucciones a alguien lento de entendederas: “Juan, sé que estás ahí. Coge el teléfono… No quieres, eh… Bien, escucha atentamente. Tienes algo que no te pertenece, algo que sabes lo que es, nunca debías haberlo robado, y ya es hora de que se lo devuelvas a su legítimo dueño”. Hubo una pausa. Enseguida habló de nuevo. Sonaba frío, profesional, carente de emoción: “Has demostrado ser un auténtico incordio, pero esta noche todo acabará. Es el final del trayecto. La estación terminal. Todos los pasajeros han de bajarse del tren, ¿lo captas? Ven solo a la planta 24 de la Torre Cajasol, en la Isla de la Cartuja. Tienes una hora. No tardes o a lo mejor te arrepientes…”, y Luz profirió un grito al otro lado de la línea. “Es un encanto, ella quiere verte, Juan; la pobre cree que la salvarás, qué inocente, si te conociese un poco mejor…”.

Agarré el auricular, las manos me temblaban: “Aquí no hay nada”. “Ah, sabía que estabas ahí”, dijo antes de reír a carcajadas. “Una hora, planta 24, Torre Cajasol. Por favor, no faltes, Juan”. “Te digo que aquí no hay nada, joder”, repetí. “Claro que no”, aseguró entre risas, “he pasado por el estudio antes que tú; me estoy refiriendo a El Cortijo, a Ronda. No me digas que no te acuerdas”. “No le hagas daño”, rogué. “Me temo que eso depende de ti; trae el pendrive y charlaremos un rato, a ver si podemos zanjar este fastidioso asunto”, y colgó.

“¿Quién coño era ese tío?”, preguntó Jaime de nuevo en pie, sosteniéndose con ambas manos su castigada cabeza. “No te puedes acercar tanto sin correr riesgos, pero esto no lo esperaba”, creo que le contesté. Ambos nos observamos y los remordimientos me obligaron a echar la vista al suelo, incapaz de mantenerle la mirada. Tuve la impresión de que no se encontraba en condiciones de acompañarme. Comprendí que ni yo mismo analizaba la situación con frialdad. Y es que un millar de ideas y sentimientos bullían dentro de mí. “Voy a necesitar tu ayuda o no podré rescatar a Luz”. Le tendí una mano, Jaime la estrechó. “Ya encontraremos el momento de ajustar cuentas, Juan; ahora cuéntame cómo vamos a hacerlo, dime que se te ha ocurrido algo”, había lágrimas en sus ojos. “Te lo explico por el camino, pero será muy peligroso y hay muchas posibilidades de que salga fatal”, sentí que por primera vez, tras mucho tiempo, le hablaba con sinceridad. No se inmutó. Jaime sabía a la perfección el tipo de amenaza contra la que íbamos a luchar. La sangre que empapaba la venda le otorgaba el aspecto de un moribundo, de un herido en el frente de guerra.

Abandonamos los estudios Caracol. Subidos a un taxi, le esbocé los detalles del improvisado y descabellado plan al que teníamos que aferrarnos con todas nuestras fuerzas si queríamos sobrevivir. Mientras cruzábamos Sevilla, vi algo en el rostro de Jaime, en su expresión, que me Sobrecogió. Supe con certeza que estaba dispuesto a morir por Luz. Tragué otra bocanada de insoportable culpa. Por suerte el taxista, la carrera abonada por adelantado, generosa propina incluida, no se detuvo en ningún semáforo y pronto nos encontramos cruzando el puente de la Barqueta, sin tiempo para reflexionar. Ante nosotros se erigía la Torre Cajasol. Aquel gigantesco rascacielos aún en construcción era un fantasma de hormigón, una amenazadora sombra inmóvil que se alzaba entre la negrura y nos atraía con la fuerza de un imán. El piso 24 se veía iluminado. Se trataba, no tuve dudas, de la luz al final del túnel, la conclusión del viaje…

->En dos semanas (sábado, 12 de julio) la decimoséptima y penúltima entrega verá la luz, ¡disponible sólo en Mayhem Revista! ¡Quedan dos para el final!


Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.