sábado, 14 de junio de 2014

'Rebobina': ¡Decimoquinta entrega!


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Conversación telefónica mantenida con Lucía Zamora.
Agosto, 2013.

“¿Me dejas que te cuente una historia?”, dijo mientras nos sentábamos en las butacas de su terraza y la luna, frente a nosotros, rielaba sobre un negro mar en calma. “Querida, cuando la hayas oído quizá comprendas por qué te he hecho venir a Málaga y por qué necesito que me ayudes”. Y como el que calla otorga, Amadeo Garrido comenzó a narrar con esa voz de viejito afable tan suya: “Veo una niña de pantalones cortos y gorro amarilla jugando. Su pelo es largo y ondulado, y también moreno. De un lado a otro de la playa, la pequeña corre entre risas y gritos de júbilo. No ha de tener más de tres o cuatro años. Lupa y cazamariposas penden de sus diminutas y blanquecinas manos. Uno de sus ojos, el derecho, se hace enorme, ciclópeo, cuando mira desde detrás del cristal de aumento. Con él observa de todo: conchas y caracolas, piedras de distintas formas y tamaños, algún que otro insecto, y hasta pequeños crustáceos que habitan la húmeda orilla.

»Ahora está muy concentrada, en una pose de cómico acecho, y es que intenta atrapar con su red una orgullosa gaviota. La niña da un sprint y se lanza sobre ella, pero el ave escapa sin dificultad. La pequeña tropieza y cae de culo. Embobada, ve el pájaro elevarse y desvanecerse en el azul oscuro del cielo de la tarde. Entonces ella repara de nuevo en la música que llega a sus oídos. Un hombre de treinta y pocos años toca la guitarra sentado en los escalones de madera que comunican el porche de la casa con la playa. Tiene el pelo rizado, revuelto. Lleva puesto sombrero y una camisa estampada que le queda grande.

»De vez en cuando acompaña los rasgueos a la guitarra con alguna que otra estrofa y la música suena a Dylan y Young, también a Waits y Van Zandt; los acordes y la letra, a ratos en inglés y a ratos en español, hacen pensar en caminos sin retorno, carreteras sin asfaltar que se pierden en el horizonte, senderos recorridos únicamente por hombres sin futuro ni tiempo, espectros anticipados de sus propios y venideros fantasmas. Todo muy tradicional, pero al mismo tiempo, carente de cualquier lógica. Algunos seguramente encontrarían el término adecuado para describir la música de aquel hombre. Quién sabe. El caso es que esto no importa mucho, ya que la niña no entiende inglés, ni tampoco los versos en castellano, pero sí aprecia la belleza de la melodía y se acerca a saltitos hasta el hombre de la guitarra. A su vera, tararea y eso ha de hacerle gracia al hombre porque éste ríe feliz, como si de un niño se tratase. Y así se pasan el resto de la tarde, ambos mirándose con infinita ternura, aunque ninguno de los dos sabe lo que piensa el otro.

»En su caída diaria, el sol ya acaricia las olas cuando el hombre cede la guitarra a la niña, que la coge con problemas, debido a que el instrumento es casi tan grande como ella. Una vez se la ha acomodado como buenamente puede sobre las piernas y el regazo, la pequeña comienza a aporrear las cuerdas mientras el hombre del sombrero bate palmas y la anima a continuar. Es en ese momento cuando la niña descubre que quiere aprender el oficio de su padre, que quiere vivir de la música, que quiere acariciar los trastes, resbalar por ellos; aunque ella no los llama trastes, aún no conoce esa palabra. En definitiva, la pequeña descubre que anhela fundirse con las notas.

»Quiero ser canción, papá, le susurra al oído con voz somnolienta cuando esa noche el padre la lleva al cuarto y la arropa bajo las sábanas. La niña pronto se duerme y creo que sueña con un majestuoso escenario de ribeteado y grueso telón. Sí, me gusta pensar que la pequeña sueña con el futuro y en él se ve sobre las tablas, cantando con su progenitor, y juraría que hasta escucha los aplausos y los focos le ciegan mágicamente los ojos. Todo va a ser maravilloso, ha de pensar. Pero cuando despierta no hay ni rastro del hombre de la guitarra. Aunque no se encuentra delante, la hija aún recuerda su sombrero y la camisa estampada, su pelo rizado, revuelto. Se levanta de la cama y busca a su padre por toda la casa. No lo encuentra. En pijama sale a la playa, pero allí tampoco está. Desesperada, corre sobre la arena y a su paso las gaviotas echan a volar asustadas. A lo lejos halla la guitarra, el mástil enterrado. Al hombre se lo ha debido de tragar una de esas carreteras sin asfaltar que se pierden en el horizonte, porque la pequeña no lo vuelve a ver jamás. Llora cuando vislumbra sin llegar a entenderlo que a su padre lo ha devorado uno de aquellos senderos recorridos únicamente por hombres sin futuro ni tiempo, el legendario Elston Gunn convertido en un anticipado habitante de la tierra del olvido. ¿Me equivoco, querida? ¿Ocurrió así, verdad?”

Tras las palabras de Amadeo, un silencio se adueñó de la terraza. Fue difícil romperlo, el viejito me miraba con solemnidad, como Hércules Poirot justo después de haber revelado la identidad del escurridizo asesino en una novela de Agatha Christie. “¿Por qué me cuenta todo esto?”, logré preguntar, escapando de un mutismo sobrevenido. “Porque soy el único que puede devolverte lo que por derecho te pertenece”, dijo con lentitud, como si calibrase todos y cada uno de los posibles significados de aquella frase. Ante mi pregunta, “¿Cómo?”, su respuesta fue tajante: “Juan Águila”.

“No lo conozco”, le confesé. Entonces Garrido me explicó quién era Águila, me habló de sus andanzas periodísticas en un medio de comunicación local y del modo en que lo había conocido: a raíz de una entrevista para el periódico. Amadeo me explicó que cuando se sentó con él lo vio claro. Me dijo que desde el primer momento comprendió que aquel hombre sería capaz de desvelar el misterio de la canción perdida de Gunn. Poseía la determinación, las ansias por saber y la tendencia a llevar sus actos hasta las últimas consecuencias. “¿Y por qué no se ha ocupado usted mismo?”, quise yo saber. “Querida, ya soy mayor, sin las fuerzas ni la entereza precisas, y no te voy a mentir siempre he sido un sujeto apacible, tendente a la calma, renuente a la aventura, y esta empresa es sin duda toda una aventura, una ordalía dirían los antiguos”, razonó el viejito mientras la luna cubría su puntual ruta celeste y el mar brillaba tan negro como la peor de las pesadillas.

Expresé en ese momento mi principal reserva: “Pero sigo sin entender qué pinto yo en todo esto, ya tiene al tal Águila”. Una sonrisa muy triste ensombreció el rostro de Garrido. “Juan es… Juan no es de fiar, Lucía; todavía no lo conoces, pero si decides ayudarme pronto descubrirás por ti misma lo inclasificable e impredecible del individuo en cuestión”, aseguró. Volví a guardar silencio y eso le concedió de nuevo patente de corso al viejito, que retomó su parlamento, creo que pensaba en voz alta: “Hay algo en ese joven que no termino de descifrar, me hallo convencido de que obtendrá éxito o perecerá en el intento, tiene los conocimientos requeridos, pero necesito que alguien le siga los pasos, que lo tantee y evite que se desvíe de la senda marcada, y que además me vaya informando de los progresos en su investigación. Has de ser tú, querida; por Gunn y por ti, puedes reescribir esta historia”.

“¿Tan importante es para usted, Amadeo?”, lo tanteé. Su cabeza, imbuida de la elegancia de un busto antiguo, se balanceó hacia adelante y atrás repetidas veces. “Querida, siento que mi hora se encuentra próxima y no quiero irme de este mundo sin descubrir el misterio de aquella noche de San Juan, debo saber la verdad, tu padre y su música lo han sido todo para mí”, y no lo dijo de forma alegre, sino que me sonó la suya a una confesión muy triste, a las palabras de un hombre poseído por una febril obsesión, por la fijación con lo que él consideraba una deidad. Sin decir nada más, me incorporé de la butaca y le di un beso en cada mejilla. Sentí la barba sin afeitar contra mis labios. Entonces me di la vuelta y me marché de su casa antes de que la negrura del mar me atrapase y arrastrara ante la atenta mirada de la luna.

“Ten cuidado, por favor, ten mucho cuidado y espera lo inesperado de Juan”, oí decir al viejito cuando abandonaba la terraza. Fue este consejo el que me vino a la mente cuando vi salir a Juan Águila y su amigo Jaime Enriz de los sevillanos estudios Caracol en la noche en que tanto sucedió. Me hallaba presa del destino y sus simetrías, y es que estaba agazapada en un soportal próximo, de igual forma que en aquella otra ocasión en casa de Carlos Bepo. Cuando salieron vi seriedad y preocupación en sus rostros. Habían llegado por separado un rato antes. No intercambiaron palabra. Percibí la expectación en mis músculos: algo gordo iba a pasar en breve. Hombro con hombro, caminaron con paso raudo calle abajo hasta una amplia y transitada avenida de varios carriles. Les seguí unos metros por detrás. Pararon un taxi y subieron a él. Los imité. “Sígalos”, dije al conductor y me sentí como un personaje de una caótica película de acción. Recostada en el asiento, me devané los sesos intentando adivinar qué había ocurrido dentro de los estudios y adónde nos dirigíamos ahora. El trayecto no fue largo, pero lo que me encontré al final del viaje resulta difícil de creer, aunque esto ya lo sabes más que de sobra, ¿verdad? Por mi parte, juraría que aquella noche el universo amenazaba literalmente con plegarse sobre sí mismo. Percibí el final de la historia y deseé estar preparada. Cuando me apeé del taxi supe a ciencia cierta que no quedaba en mí nada de aquella niña de gorro amarillo que jugaba en la playa y soñaba que algún día compartiría escenario con el legendario Elston Gunn. 

->En dos semanas (sábado, 28 de junio) la decimosexta entrega verá la luz, ¡disponible sólo en Mayhem Revista¡Quedan tres para el final!

Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.