miércoles, 18 de junio de 2014

Dust bowl


Desde este lado del charco supo de Townes Van Zandt cuando Van Zandt ya no era Van Zandt y llevaba más de una década muerto. Aun así, el impacto resultó demoledor, cambió su vida de la noche a la mañana. Una madrugada, él mismo me lo contó, por casualidad oyó cantar al tejano y quedó sobrecogido. En sus letras esculpidas en piedra, decía, discernió algo que no podía explicarme con palabras. A partir de este hallazgo mi amigo se decidió a hacerse con su obra al completo. Visitó entonces cada una de las tiendas de discos de la provincia. Como casi todos sus álbumes se encontraban descatalogados, recurrió a locales de música antigua y de segunda mano.

Al mismo tiempo comenzó a pasarse las tardes en bibliotecas y librerías, al acecho de escritos que hablasen de Van Zandt y recogiesen sus textos. Durante horas leía con apasionamiento biografías y artículos sobre la figura del ecléctico cantautor norteamericano. De esta forma descubrió los detalles de su desdichada, para muchos maldita, existencia. Supo de sus problemas con el alcohol y otras adicciones, sus ademanes mujeriegos, su fijación con la composición de canciones, sus tendencias sicóticas y la temporada que pasó interno bajo tratamiento siquiátrico en Galveston después de haberse dejado caer borracho desde una cuarta planta cuando era joven. A mi amigo lo sobrecogió la manera en que la terapia a base de insulina y electroshock borró la infancia de la memoria de Townes y tuvo que rehacerla, como el que se aprende la biografía de otro y la hace propia, a partir de los testimonios de su madre y los amigos más allegados.

Si en Van Zandt habitaba una propensión irracional al desastre y la destrucción, en mi amigo arraigó una obsesión, igualmente irracional, por el trovador tejano. Me preocupé por primera vez cuando llegó a mis oídos que había estado ahorrando para emprender un viaje a Estados Unidos. Intenté disuadirlo, pero no lo conseguí. Es mi sueño, me dijo. Ahora sé que debía haber insistido con más ahínco. Dejó el trabajo y voló hacia América un martes, y allí vivió por un tiempo. A través de las cartas que me hacía llegar, fui sabiendo de sus aventuras en tan remotas tierras. Según me contó, pasó la mayor parte del tiempo en el estado de la estrella solitaria. También se instaló durante unas semanas en Nashville y Colorado. Creo que fue por aquel entonces cuando empezó a llevar sombrero y vestir como un cowboy, con camisa azul de flecos, vaqueros y botas de espuelas. Tengo fotografías de mi amigo, no sé quién las tomaría, en las que se le ve posando junto a un árbol quemado o en la entrada de un rancho, también hay una en la que sale retratado delante de una desvencijada caravana. En las instantáneas siempre sonríe, sus dientes asoman muy blancos, y oculta sus pulgares en los bolsillos de los pantalones. Los ojos los tiene entornados, como si imitase el gesto de un tipo duro del Lejano Oeste. Sorprende ver que en las fotografías se encuentra fumando, hábito que debió de adquirir allí. Un auténtico sureño, opinaría uno que viese las imágenes y no conociese su procedencia española.

En las cartas también me refería sus intentos por reconstruir los pasos de Van Zandt. Con su pobre inglés, iba de un pueblo a otro haciendo autostop y en cada lugar preguntaba a los más antiguos de la zona si sabían algo del músico, si lo habían tratado, si quedaba en los archivos algún testimonio o evidencia física del concierto que Townes había realizado en tal o cual año; sabía las fechas de memoria. Normalmente, no obtenía éxito en sus pesquisas, pero de vez en cuando sí daba con un anciano autóctono que le relataba una pequeña anécdota relacionada con el cantautor o le entregaba el cartel promocional de una actuación o incluso le regalaba un disco firmado. La determinación de mi amigo resultaba tan grande que literalmente llamó a todas las puertas con la férrea intención de entrevistar a las estrellas de la música que habían colaborado con Van Zandt. Contactó con Willie Nelson, Emmylou Harris y Steve Earle, entre otros. Sobra decir que ninguno lo recibió.

De vuelta en España, pensé que estaría feliz y animado, que se sentiría pletórico tras haber llevado a cabo su sueño de conocer Estados Unidos. Sin embargo, cuando quedé con él, me di de bruces con la sombra del que antes había sido mi amigo. Observé que bebía mucho más y sus palabras me parecieron melancólicas, como si sus huesos aullasen de tristeza. Me explicó que en Norteamérica había “vivido de todo”. Me dijo también que se había enamorado y que estuvo a un paso del altar, pero que comprendió que aquello no iba a funcionar. “Partí de aquí buscando las huellas de Van Zandt, pero únicamente era yo el que aguardaba al otro lado”, confesó y yo sentí que no llegaba a comprender qué quería decir. Esa noche habló de “la caída” y de “llevar a cabo lo que de repente nubla el pensamiento”, pero no le hice mucho caso. Lamento que así fuese, pero lo tomé por el típico estado de confusión que uno experimenta cuando ha sufrido una decepción. Pensé que no era más que palabrería.

No obstante, unas semanas después, mi teléfono sonó de madrugada. Mi amigo se había caído de la terraza de su casa, un tercer piso, y lo habían ingresado. Cuando llegué corriendo al hospital descubrí que no era eso lo peor, sino que el accidente se había producido cuando se hallaba completamente bebido y, según palabras textuales del médico, “se le había metido en la cabeza que tenía que averiguar qué se sentía al flotar en el vacío, cómo sería luego el impacto contra el suelo”. Lo internaron con carácter urgente. El diagnóstico, sobrecogedor: trastorno maníaco depresivo. Transcurrieron días hasta que me permitieron verlo. Me causó un profundo dolor observarlo postrado en la cama, la frente empapada en sudor y la expresión de sus ojos ida. Lo cogí de la mano y le pregunté qué tal se encontraba. Él me miró como el que mira a un desconocido y dijo que no me reconocía. Le recordé mi nombre, nuestros años de amistad. “Amistad desde la infancia”, le susurré al oído. Mientras lo abrazaba su contestación me golpeó con la violencia de un huracán: “Van Zandt también olvidó su infancia”.