sábado, 31 de mayo de 2014

'Rebobina': ¡Decimocuarta entrega!


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Extracto de un correo electrónico enviado por Alejandro Gutiérrez.
Julio, 2013.

He decidido poner el punto final a este mensaje repitiendo que me llamo Alejandro Gutiérrez y escribo crítica de cine. Permítanmelo, es mi forma de realizar un guiño al modo en que inicié estas líneas; sí, ya me hago homenajes, parezco un director con ínfulas. Pero no desesperen, queridos narratarios, aún me quedan algunos acontecimientos que referir. Se lo prometí a mi amigo. Tan solo quería avisarles, jamás he pretendido mentir, de que éste será mi último capítulo en la historia que sus ojos leen.

A estas alturas se estarán preguntando qué fue de Juan Águila. ¿Dónde anda ahora? ¿Qué le deparó el destino después de los sucesos de Sevilla? A menudo conocidos mutuos, en su mayoría compañeros de carrera, me formulan los mismos interrogantes; son conscientes de que yo trabé más trato con el escurridizo periodista de El sol del Sur. Pero, sinceramente, no puedo responderles a ciencia cierta. No sé darles una contestación con seguridad. He oído cosas, conozco otras. Todo se vuelve maraña cuando uno estudia muy de cerca los últimos meses de Juan, algo que debe de hacer que se sienta muy orgulloso de sí mismo, ya que al fin ha conseguido imitar en algo a su ídolo, Elston Gunn.

Sus aventuras partieron de una canción, de un tema perdido que él ansiaba hallar para después contar en un libro cada detalle de su autodenominada gesta; y ese volumen requería de mi colaboración como narrador alternativo que arrojase luz a ciertos pasajes de la historia. Sin embargo, cuando casi a diario pienso en Juan no lo veo como ese aventurero, sino que me descubro pensando en mi amigo, tratando de desentrañar el misterio de su desaparición, y siempre me lo imagino tumbado en una playa muy lejana. Es la que vislumbro una playa desierta, hecha de arena blanca y amarilla, y Juan yace allí con pantalones cortos y la camisa de lunares abierta. Ya no está tan delgado, ha de comer mejor. Su pelo luce tan despeinado como acostumbra, pero su piel se ha oscurecido; me sorprende verlo bronceado. Parece refulgir vida. Con los ojos cerrados sonríe mientras las olas rompen contra la cercana orilla. No sé por qué eso me hace creer que por fin ha descubierto la felicidad. También imagino, no puedo evitarlo, un barco encallado a su vera, una embarcación algo decrépita pero de gran hermosura; tal vez Juan se dedica a reparar el bote jornada tras jornada, tal vez ahora a mi amigo le gusta hacerse a la mar…

Sí, puede que ya lo hayan deducido, pero en mi cabeza Águila se ha transformado en un trasunto de Andrew Dufresne, que viene a ser lo mismo que decir un trasunto de Tim Robbins, en la película de Frank Darabont ‘Cadena perpetua’, basada, no muchos lo saben, en una novela corta de Stephen King. No concibo otra manera de soportar la falta de noticias acerca de su paradero que fabular yo mismo un presente para Juan. De modo que, a través de la ficción, le fabrico un hogar en el que supongo que descansa feliz, aliviado de cualquier quebranto. Por eso les hablo de la playa a todos los que me preguntan por mi amigo.

Seguramente, mi deformación profesional, mi obsesión con el cine, influye en la elección de la playa, en lo irreal de la estampa que acabo de describir, ¿pero acaso no es posible? Al igual que Dufresne, Juan se arrastró por un río lleno de mierda y, cuando terminó su peregrinaje, salió limpio, purificado bajo el agua de la lluvia. Juan es Tim, Robbins es Águila. Hay tanto que los une e iguala, aunque también existe una diferencia: como descubría el personaje de Morgan Freeman, Andrew era inocente y pagaba una pena que no le correspondía; pero Juan, ¿quién pondría la mano en el fuego por Juan? Hasta yo, que lo ayudé y acompañé aquella lejana y surrealista noche, que fui su amigo y que escribo aquí lo que podría ser su legado; hasta yo tengo dudas, y créanme cuando les digo que estas inquietudes no son escasas.

Una lluvia, en este caso nada purificadora, fue nuestra compañera mientras Juan y yo poníamos distancia de por medio con nuestro perseguidor en aquella loca y nocturna huida que emprendimos a oscuras desde El Cortijo por el firme resbaladizo de la carretera de Ronda. Me costó creerlo y mucho más reconocerle el mérito, pero mi amigo tenía razón y, en cuanto apagó los faros del Renault Mégane, ya sin las referencias visuales de nuestra trazada, el coche que nos acechaba aminoró la velocidad y en pocos kilómetros desapareció del espejo retrovisor, lo que no evitó que, ya con las luces del auto encendidas, siguiésemos en completo silencio hasta que oteamos las primeras casas de Málaga. Sobrecogido, profundamente asustado y temeroso de las inevitables consecuencias, bullendo la adrenalina por mi agotado cuerpo, no abrí la boca durante todo el trayecto. Entre tanto dejó de llover y el disco de Leonard Cohen llegó a su final y giró de nuevo entero sin que ninguno de los dos hiciese el mínimo intento de cambiarlo.

Sólo abandoné mi mutismo cuando sospeché que no nos dirigíamos a casa, que la noche aún no había acabado. “Un último sitio, Ale”, fue lo que me dijo Juan tras expresar yo mis inquietudes. Creo que perdí completamente los papeles, porque no sé a qué se debió mi reacción, de verdad. Y es que, sin mediar palabra, abrí la puerta del copiloto en plena autovía y saqué una pierna, la derecha. Águila gritó algo así como “estás loco”, frenó el Renault y estacionó en el arcén. “Yo me quedo aquí, amigo, se acabó”, y me desabroché el cinturón. Juan me cogió del antebrazo y lanzó su puño hacia mi cara.

Pensé que me iba a golpear, pero a indivisibles centímetros de mi nariz su mano se detuvo y abrió. En su interior había un pendrive. Escrito en mayúscula con rotulador negro podía leerse ‘G/W-COL TRACK05’. “¿La canción?”, dije desde el más completo asombro. “No lo sé, no creo, los puertos USB no existían por aquel entonces; además, si contuviese la canción, este trasto no habría pasado años allí, olvidado del mundo”, razonó. “¿Entonces? ¿Para qué te vale?”, le espeté todavía enfadado. “¿No te da curiosidad ver, quizás oír, qué contiene?”, me cuestionó con voz sibilina mientras mecía el pendrive ante mis ojos. “Ninguna”. “No te creo”, notó mi vacilación y me habló muy despacio, “mira, Ale, G y W, ¿lees? Gunn y Waits… Y COL. Podría ser parte del título de la canción, ¿verdad? Hemos avanzado tanto, un sitio más y nos vamos, te lo prometo”. En el fondo no quería quedarme tirado allí de madrugada, en mitad de la nada. Y una parte de mí seguía temiendo que el guarda armado del estudio de grabación aún continuase su persecución, aunque sabía que resultaba algo poco probable… No alargué la incertidumbre. Cerré la puerta del coche y Juan pisó con fuerza el acelerador. Una espantosa sonrisa le encuadraba el mentón. Como si se tratase de un truco de prestidigitación, el pendrive desapareció de su mano. De repente, se había vuelto tan invisible como las ideas que escondía detrás de sus miopes ojos.

Si esto fuese una película y yo su director, debería haberme guardado el gran giro argumental para este momento, para el final. ¿Lo habré hecho? Quién sabe. De todos modos, esto no es ninguna película. Ojalá. Significaría que no encierra nada real. Sí puedo garantizarles, queridos narratarios, que lo que me resta por relatar no les dejará indiferentes. No obstante, en este punto de la historia, la trama se vuelve realmente compleja, enredada en su propio enredo; siento la redundancia, ya conocen mi tendencia al aderezo. Como ni yo mismo tengo claro el desenlace de aquella noche y el contenido de la visita matinal que recibí muchos días después, me limitaré a recoger todo por escrito. De esta forma, cumpliré con mi palabra y me desharé del yugo que asumí cuando acepté la petición de mi amigo: “Ale, necesito que me escribas”. Juzguen que yo me abstengo.

¿Un gran escenario para el clímax de una película? Sin duda, un cementerio lo es y, de hecho, allí acabamos nosotros dos después de que yo hubiese intentado bajarme del coche en plena autovía. Efectivamente, sé que cuesta creerlo, pero Juan condujo el Mégane hasta el camposanto malagueño. Aparcó junto a las oficinas, a esa hora cerradas y, tras saltar y obligarme a saltar una verja de hierro cromado, anduvimos entre tumbas que brillaban bajo la luz de nuestros teléfonos usados a modo de linterna. Entre aquel mar de mármol y piedra, rápidamente me perdí, no era la primera vez que esa noche extraviaba el sentido de la orientación. Una vez más, mi amigo sabía adónde se dirigía y me precedió por ese macabro laberinto. Llegamos a una zona en la que no había nichos sino lápidas a ras de suelo, muy al estilo norteamericano. Recorrimos unos cuantos metros y Juan se detuvo. Al acercar su móvil a la piedra leí “Elston Gunn, músico”. No había nada más escrito, ni fechas, ni palabras de despedida.

Ante los restos de su extinto mentor, al que nunca conoció en vida, mi amigo se arrodilló y me pareció que rezaba; desconozco a qué Dios, pero sus ojos cerrados y las manos entrelazadas me hicieron recordar a los feligreses. A su lado, aguardé estoicamente. De repente, aquel lugar me produjo escalofríos. Por primera vez, reparé en que nos habíamos colado de madrugada en un cementerio. Sé que los miedos tienen en su origen un gran componente sicológico pero, a todos nos pasa, el simple hecho de pensar que sentimos miedo hace que éste nos brote de las entrañas. Juan, en cambio, permanecía impasible. Cuando se puso de pie, empezó a hablar y lo hizo en un tono plomizo, como si repitiese un mantra largamente aprendido.

Sus palabras me sonaron confusas y caóticas, ahora no soy capaz de reproducirlas. Sí recuerdo pinceladas, breves extractos. Puedo jurar que dijo muchas veces la palabra Sudamérica, que también se refirió repetidamente al porcentaje de accidentes en la historia de la aviación que habían sido fingidos para que el presunto fallecido tuviese la oportunidad de empezar una nueva vida lejos. Águila mencionó más incoherencias; aseguraba la existencia de pruebas que sólo unos cuantos conocían. Creo que él las llamó “indicios”. Y, cuando su tono de voz se volvió más audible y yo no tuve dudas de que se hallaba profundamente convencido de que Gunn no había muerto, un fogonazo de luz blanca nos deslumbró. “¿Quién anda ahí? ¿Qué hace aquí?”, por un momento temí que fuese nuestro perseguidor, el cual finalmente nos había dado caza. Pero era el guarda del cementerio. Llevaba uniforme oscuro y gorra, y en una mano portaba una potente linterna, en la otra una porra hecha de madera o metal, imposible distinguirlo. Con presteza me identifiqué y seguidamente le garanticé que no pretendíamos hacer nada ilegal (sí, eso dije, no me enorgullece), que sentíamos haberle asustado, pero necesitábamos visitar a un difunto de la familia, que esa noche era una fecha especial, y no podíamos esperar a la mañana siguiente. “Esperamos que se haga cargo”, me disculpé. El guarda, supongo que harto de mi perorata, me interrumpió: “¿Esperamos? ¿Es que acaso le acompaña alguien?”. Iba a decirle que sí, que había venido con mi hermano, pero cuando me giré descubrí que Juan no seguía detrás de mí. Justo al mismo tiempo, las ruedas de un coche chirriaron en la lejanía del aparcamiento.

¿Cómo me marché de allí sin pasar por la comisaría? A duras penas. Un talento para la mentira y la palabrería que afloró en el momento más preciso me ayudó sobremanera a logarlo. ¿Qué contenía el pendrive? Ni idea. ¿Me enfadé con Juan? Totalmente. ¿Se disculpó conmigo? A día de hoy no, ni tan siquiera me razonó en condiciones su espantada. ¿Y por qué accedí entonces a su ruego de escribirle? ¿Por qué incluso lo sigo llamando amigo después de su reincidente comportamiento? Estas cuestiones resultan difíciles de explicar. Como con el cine, soy un hombre chapado a la antigua y, por tanto, creo en la lealtad y la bondad. No voy a excederme mucho en cuestiones personales o de filosofía vital, cada uno es libre de actuar como quiera. A la hora de decidir cómo obrar, también tuvo su peso en la balanza la visita que recibí por parte de un inspector de policía no hace mucho.

El policía quería saber acerca de Juan, me dijo que lo buscaban, que había cuestiones ante las que tenía que dar cuentas. No es esto lo más sorprendente de todo el asunto. Verán. Aquel inspector que se presentó en mi casa me resultó familiar desde que le abrí la puerta. Su rostro cuidadosamente afeitado, su mirada decidida y la elegancia de su traje me retrotrajeron, como en un vívido viaje atrás en el tiempo, al ‘ristorante’ de La Carihuela. “¿No se llamará por casualidad José Antonio Tapia?”, aventuré. “Inspector José Antonio Tapia”, contestó y apostilló, su voz era grave como el sonido de un bajo, “y lo que está considerando una fortuita casualidad no lo es en absoluto, ¿me permite pasar?”. Obviamente, le dejé entrar. No quiso beber nada. Yo me preparé un café, aún no había desayunado. Toda su atención se volcó en el bloc de notas que traía bajo el brazo. Ahí apuntaba con pluma cada una de las palabras que salían de mi boca, pero no le fui de gran ayuda. Yo me encargué de no serlo, lo reconozco. No iba a traicionar a mi amigo. El inspector, que sospechó de mí desde el primer momento, me inquirió acerca del carácter de Juan, de sus planes; “¿qué se traía entre manos?”, fue su pregunta más recurrente. Me hice a la idea de que era un sujeto duro y sagaz, habituado al éxito, no dejaría escapar a su presa. Como nada le dije, él tampoco me confirió detalles de la investigación, ni tan siquiera pude dilucidar con exactitud los posibles cargos contra Águila. Bastante tenía yo con escapar del asunto indemne, sin ser procesado como daño colateral. Tras un rato de conversación infructuosa, ambos intentamos sonsacarnos datos sin éxito, el inspector Tapia se despidió. Entonces yo decidí que cumpliría con mi palabra, que pondría por escrito mi relación con Juan y con Gunn, y también con Waits, y por supuesto con la dichosa canción perdida.

Me temo que ya sí se acerca el definitivo punto final. No voy a releer o corregir estas líneas. El valor de las mismas dependerá de la veracidad que ustedes depositen en ellas. Por mi parte, enviaré el escrito a la dirección de correo electrónico de mi amigo y que luego haga lo que dé la real gana. Echo la vista atrás y recuerdo cómo empezó todo. Ha sido largo el río lleno de mierda. Andrew escapó libre de la cárcel. Era cine. Era inocente. Me gusta pensar que Juan también, aunque él es real. Y ahora díganme, ustedes, ¿no se imaginan al pendenciero de Águila como yo lo hago: tumbado en una playa sonriente, junto a la decrépita pero hermosa embarcación, con los ojos cerrados y la camisa de lunares abierta sobre su piel bronceada? ¿No se lo imaginan al final de su viaje, ya sin necesidad de buscar, riéndose de todo y todos? Yo sí lo hago. Juan Águila es un cabrón, de acuerdo, no lo negaré, pero espero que esté donde esté le sonría la providencia y que algún día lejano pueda volver a verlo y estrecharle la mano. Me llamo Alejandro Gutiérrez y escribo crítica de cine.

->En dos semanas (el sábado 14 de junio) la decimoquinta entrega verá la luz, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!

Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.